George W. Bush se lució en la cumbre del G8 y en su periplo europeo. Destrozó la cándida expectativa de que la cita aportara algo constructivo al destino del planeta y, además de memorables protestas, dejó a su paso una estela de terror. Al emperador en turno –lo comprobamos desde Nueva Orleáns hasta Irak, Palestina, Afganistán, Somalia y Sudán- le importa un comino la vida de los seres humanos. Lo sabíamos desde su criminal negativa a firmar el Protocolo de Kyoto y lo corroboramos por su oposición a toda iniciativa que implique el control internacional sobre sus crecientes arsenales de armas de destrucción masiva. Pese a que sus soldados mueren en Irak como moscas persiste en mantenerlos allí. Gasta una millonada en construirles bases militares permanentes, lo que hace puro parloteo la discusión en el Capitolio y la prensa de Estados Unidos sobre la eventual retirada.
El desdén declarado del pequeño sátrapa por el derecho internacional es equivalente al que siente por los intereses y opiniones de sus propios aliados y socios. En la reunión del G8 dio una bofetada a la anfitriona Angela Merckel y a otros miembros del grupo que habían anunciado la adopción del compromiso de reducir a la mitad las emisiones contaminantes para 2050. No era más que un paliativo a una tragedia cuyos efectos tangibles son ya aterradores pero habría constituido un alentador paso para contrarrestarla.
Nada de disminuir el calentamiento global, ordenó el Calígula contemporáneo. Eso sí, impulso enloquecido a la carrera armamentista nuclear con sus provocaciones a Rusia, como en los momentos más apocalípticos de la guerra fría. En su paseo por Europa, Bush me hizo recordar la famosa frase inscripta por la imaginación de Dante a las puertas del infierno, que seguramente ignora. Abandonad toda esperanza de solución, quiso decirnos, a las dos graves amenazas a vuestra existencia misma: el cambio climático y la proliferación atómica.
Los demás miembros del llamado club de los ricos, con la salvedad de Vladimir Putin, asistieron al encuentro como convidados de piedra. El ruso desnudó el plan bushista de apuntar a bocajarro contra su país los cohetes de la OTAN al contraproponer un dispositivo compartido por las dos potencias como alternativa al “escudo” estadunidense a dislocarse en Polonia y la República Checa. La respuesta del ocupante de la Casa Blanca no se hizo esperar al proclamar la virtual independencia de Kosovo, como acertadamente la percibieron los separatistas de Pristina. El premier de Servia, Vojislav Kostunica, lo acusó de “ofrecer” territorios de ese país. Para subrayar su rango de dueño del mundo y su manía injerencista, Bush llegó a prometer a Belgrado el ingreso a la Unión Europea a cambio de aceptar la mutilación territorial. La nueva ofensa a Rusia no podía ser más irresponsable, aunque difícilmente su autor tenga ni idea de lo que significa Kosovo para los servios y Servia para los rusos.
De las promesas de ayuda a Africa de “los ocho”, siempre incumplidas, o su consabida monserga sobre el comercio internacional, mejor ni hablar. No me inspira simpatía ningún líder de la Unión Europea, me repugna su sumisión a Washington. Pero no dudo que la canciller alemana, hasta por elemental instinto maternal, se tomara en serio la propuesta de reducir el calentamiento global. Es cierto, los que se reúnen en el club de los ricos representan, con la excepción canadiense y la neocapitalista rusa, a las mismas potencias imperialistas que se repartieron el planeta a fines del siglo XIX. Las que más tarde lo condujeron a las dos mayores carnicerías de la historia -culminadas con el genocidio de Hiroshima y Nagasaky-, que hoy continúan disputándose los recursos del tercer mundo y son las grandes responsables del envenenamiento atmosférico.
Sin embargo, ante la abrumadora evidencia presentada por la comunidad científica sobre las catastróficas consecuencias que depara el cambio climático de no tomarse ya medidas drásticas, no es imposible que algunos en esa elite comiencen a darse cuenta de que el modelo de producción y consumo, encarnado hoy en el paradigma estadunidense, conduce en unas cuantas generaciones al extermino del género humano.
Excluyo de aquella posibilidad al matarife de iraquíes, presa de la idea de “sangre por petróleo” y sin más noción de la política que la fuerza bruta. Fidel Castro le clavó el diagnóstico exacto: “Bush lo espera todo de un zambombazo”(www.jornada.unam.mx/reflexiones/).
aguerra_123@yahoo.com.mx