Alberto Gonzales ha engrosado la lista de íntimos colaboradores de Bush II que quieren “pasar más tiempo con su familia”. La partida del procurador general, no hay duda, subraya el aislamiento del más impopular jefe de Estado estadunidense incluso respecto a la propia clase dominante, nunca proclive a apoyar públicamente a sus congéneres en desgracia.
“Bush está más solo que nunca”, rezan los titulares. Pero, ¿qué conclusión derivar de esto? ¿Acaso la partida del leal perro de presa significa que el Congreso de Washington, por fin, obligará a esta administración a cambiar su conducta de desprecio a la ley y a los derechos humanos? ¿Que va a despojar del fuero a Bush-Cheney y a derogar las leyes que han convertido al país en un Estado policial mundial? ¿Que hará que Gonzales sea sustituido por un funcionario probo, dispuesto a restablecer el orden constitucional y llevar ante los tribunales a su antecesor, Rumsfeld, Wolfowitz, Rove, Powell, Condoleezza y, obviamente, Bush-Cheney?
La información pública disponible es contundente para acusarlos de criminales de guerra, que a partir de la manipulación y la mentira arrastraron al país a dos aventuras bélicas injustificables y genocidas desde su inicio; de haber legalizado y extendido viciosamente el uso de la tortura, suprimido los derechos civiles y utilizado la “reconstrucción” de Irak para beneficiar a sus compadres de las corporaciones, del punible abandono a los habitantes de Nueva Orleáns desde Katrina hasta la fecha.
Sin embargo, es muy improbable que eso ocurra. Los legisladores demócratas, salvo contadas individualidades, han sido cómplices de Bush por acción u omisión, incluyendo el aumento de tropas en Irak a principios de 2007, pese a que meses antes los electores les dieron un claro mandato para poner fin a la guerra.
Lejos de disminuir el peligro de continuar el derrotero catastrófico, el aislamiento de fanáticos fundamentalistas como Bush-Cheney incrementa las posibilidades de que actúen movidos por la desesperación, buscando una fuga adelante, como eventualmente puede ser el bombardeo de Irán. Si examinamos la postura de los jefes legislativos y precandidatos demócratas ante este crucial tema, en poco se diferencia de la postura de la Casa Blanca, como ocurre respecto a Cuba y América Latina. Más aún, no hay por qué esperar un cambio de rumbo plausible en Washington, ni ahora ni si los demócratas ganan las elecciones de 2008, a menos que una telúrica recesión forzara al redimensionamiento de las delirantes ansias imperiales.
Si el control del Ejecutivo por uno u otro de los dos partidos del sistema ha servido casi siempre de muy poco para hacer pronósticos sobre la política exterior de Washington, a partir de la presidencia de Reagan se creó un consenso ideológico bipartidista en cuanto a la estrategia económica neoliberal de guerra a aplicar en casa y en el extranjero.
El fenómeno nos lleva a la necesidad imperiosa de actualizar los estudios sobre la naturaleza y estructura del imperialismo. Aunque los brillantes hallazgos de los clásicos, como Lenin, Rosa Luxemburgo, Hilferding y Bujarin sobre esta etapa del capitalismo siempre serán un valiosísimo punto de partida, es indispensable ahondar muy seriamente en la investigación de sus nuevas características. Los clásicos alertaron en su tiempo de las nefastas consecuencias económicas y morales del “rentismo” especulativo a que conducía el creciente protagonismo del capital financiero, pero no pudieron imaginar las astronómicas proporciones que tomaría lo que muy gráficamente ha sido denominado economía de casino. Este hecho está teniendo efectos devastadores sobre una humanidad cada vez más empobrecida por una exigua minoría crecientemente opulenta. Al mismo tiempo, ha derribado los límites éticos en la conducta de las elites estadunidenses y de los demás países imperialistas. Ello explica que no salga de su seno propuesta alguna para revertir la explosiva desigualdad social ni la catástrofe ecológica, y que la guerra nuclear sea hoy más probable que durante la guerra fría.
Discrepo por eurocentristas de varias interpretaciones del historiador Eric Hobsbawn, pero me parece muy valiosa su observación en cuanto a que el capitalismo carece en la actualidad de una tabla de valores. Según su opinión, éste no construyó una moral propia y funcionó con la que tomó “prestada” de la Edad Media hasta que fue deshecha por el propio desarrollo capitalista.
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