La carpa azul

Y o te dije que compráramos la carpa con porche.

Te dije que sería mejor, más espaciosa. Tú, por toda respuesta me mostraste las instrucciones para armarla. Y yo suspiré. Era muy complicado el asunto. Pero peor es lo que sucede. Menos mal que compramos todo el kit del camping familiar.

Platos, vasos, mesa, sillitas, bastante cómodas. Y ni nombres el sofá de cuero que se llevaron horas antes de sacarnos de la casa.

No lo nombres, no lo menciones, que pienso en mi cama king size, en mi colchón superanatómico, en mi pantalla plana de 42 pulgadas... No me hables, yo me traje la antena de Directv pero, al parecer, el decodificador no funciona. No he podido seguir el melodrama de Wall Street, pero he escuchado que nos hará más pobres.

No puedo pensar sino en esta absurda intemperie donde fui a parar con mis hijos, mi maridito y mi perro. Todos en la carpa azul. Hasta los viejos homeless nos miran con piedad. Nunca pensamos que la carpa, con el tiempo, llegaría a ser nuestra casa y el kit de camping nuestros objetos, nuestras ollas, los vasos.

Y la lámpara de kerosén Coleman, famosísima, fue más que una bendición en estas noches sin luna, en estos lunes negros.

Han sido un consuelo también, no puedo negarlo, las pantallas que transmiten desde las vitrinas de Best By, al lado del square donde dormimos. Estamos al tanto de todo. Vimos la última declaración de Obama. Y hemos estudiado al detalle el rostro turbio, cínico y ausente de Bush.

Anochece. Vuelvo a la carpa.

Estoy bajo la luna, en los jardines de la laguna con patos y sus alrededores donde, despreocupadamente, hasta anteayer, paseábamos a nuestros perros pastores, uno negro y otro pelirrojo.

No había sombras entonces, sólo esta calle, este jardín y las aves migratorias se encuentran allá afuera, anunciando su vuelo hacia el sur, previendo el invierno, que no creo pueda aguantar el frío, ni siquiera encerrándonos los cinco en el compartimiento dos de la carpa azul donde vivimos. Y nadie vino a rescatarnos, nadie se ocupó de cubrir nuestras deudas, nadie enfrentó la crisis a tiempo, y ahora somos nosotros los que pagamos el fraude que vivimos.

Quizá podamos, con los dólares que le den a Jhonny por lavar carros, volver a Ross y buscar en remate una que otra franela o sweater de marca para los tiempos difíciles, aunque yo no me puedo preguntar qué más difícil.

Estoy exhausta, quisiera dormir, dormir, morir, tal vez soñar que todo vuelva a ser como antes, cuando éramos felices o así parecía. Huguito va al colegio estatal, pero sus antiguos amigos se mofan de él: vive en un parque y su abuela duerme en la camioneta, con los perros. No hay duda que la felicidad es un derecho de los norteamericanos, miren, fíjense qué perfecto es todo. Planificado, limpio. En las aceras no hay ni hormigas. Ahora, mi barrio es el barrio de otros, mi casa está vacía, pero no puedo ni acercarme a ella, y cuando entro al supermarket, a comprar una dona o un refresco, me ven con recelo y desprecio.

Me despidieron por razones desconocidas y fue el principio del fin. Más nunca pude pagar el saldo mínimo de las tarjetas de crédito y nos cortaron la luz.

Tras tres meses sin cancelar el crédito hipotecario, mi destino fue la calle. Y nadie se ocupó, ni siquiera mis vecinos trataron de ayudarme. Cada quien con su dinero, con su propiedad privada, cada quien en su mundo.

Ahora el mundo entero corre para salvar a unos señores dueños de los grandes capitales, y yo sigo en mi carpa sin futuro, sin casa. Qué será de nosotros, nadie sabe. El desempleo sube y los recortes presupuestarios en el área social se avecinan. Todo para que no se derrumbe el mundo financiero, el Olimpo del dinero.

Mi dinero, su dinero, el dinero...

Escritora


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Stefania Mosca


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