Seguros

Llevo horas esperando la clave del seguro para salir de la clínica. Afuera en emergencias, en cambio, esperan la clave para entrar. También esperé lo mío, pero no tanto como hoy, que me han dado de alta y, como imaginarán, lo único que deseo es marcharme, disfrutar de mi salud, ver el cielo abierto y olvidar la enfermedad; y si es posible, salir sobre mis propios pies. Pulso el botón de la enfermería.

­Por favor, si pueden venir a retirarme la vía.

Es decir, un catéter que lleva una semana adherido a mi brazo, recibiendo ­exitosamente, eso sí­ el tratamiento. Antibióticos, hidratación y otra categoría de medicamentos intravenosos de los cuales, como pueden suponer, no tengo ni idea. La clínica está full; sin embargo, no puedo entregar la habitación.

El seguro no ha aprobado aún mi cuenta. ¿La aprobará? Espero que el terror no desmejore mi condición.

­Enfermera, por favor, tengo inflamado el brazo y ya no necesito el suero, mucho menos el calmante. Son las dos de la tarde y me dieron de alta esta mañana a las nueve.

­¿Tiene la tarjeta amarilla? ¿Tarjeta amarilla? ¿La de URD? De qué hablaba, lo ignoro. Más bien lo ignoraba, lo supe y lo diré a su tiempo. Volvamos a esta historia cómica, que forma parte de la tragedia de los venezolanos afiliados con esperanza a las tan renombradas pólizas de seguros médicos.

La vía seguía funcionando.

Por ella fluía lentamente una gota de suero que justificaba su funcionamiento. Pasan otra dos horas y mis amigos ya estaban con tortícolis, sentados sobre la maletita de ruedas, la silla o el escaso sofá.

­Enfermera, por favor.

­Ya vamos...

Y no vienen. Me parecía raro que la diligencia que mostró el equipo de enfermeras hasta ayer y durante los días y noches de mi hospitalización se tornara en indolencia, justamente ahora que me dieron de alta.

Pasaban las horas y en admisión no recibían respuesta del seguro. Faltaba un papel, un informe. Faltaba personal administrativo. ¿Quién sabe? Seguía en la habitación, presa, atada mi vía, hasta que llegara la tarjeta amarilla que validaba mi salida.

­Pero ­le juré a la enfermera­ yo no voy a irme. Quíteme la vía.

­Es imposible, son normas de la clínica y, aunque no lo crea, se han escapado varios pacientes.

­¿Sin pagar? "Qué bueno", pensé dentro de mí, "hay personas con suerte".

El sistema del dinero, su cultura, nos tiene metidos en estas y otras pesadillas tragicómicas; como ver las inclementes subastas que se adelantan en Estados Unidos de las casas que fueron expropiadas por no pagar sus propietarios las hipotecas blandas que la banca les había facilitado. Sin casa, sin su hogar feliz tan feliz, los antiguos dueños ven sus propiedades subastadas, compradas por los inversores a menos precio del que pagaron en la inicial. Los especuladores, nuevamente reyes de la lógica capitalista, sin escrúpulos, propinan la crueldad globalmente.

Entre nosotros, nuestras élites, inconscientes, sumisas, pitiyanquis, juegan al mismo juego: especulan, acaparan, nos dejan sin arroz, sin papel higiénico, sin medicinas, sin lo que sea, sin pensar por un momento que su país enfrenta, como el mundo entero, el desmoronamiento, la catástrofe del sistema financiero. Arriesgan nuestras vidas. Hacen sus negocios. Nos ponen a la intemperie. Nos hacen miserables, sospechosos. Nos quitan la esperanza de poder construir otro modelo, otra realidad.

Mientras que yo, víctima de la ley de probabilidades de las pólizas de seguro y el inhumano ejercicio de la medicina, sigo en mi espera y ya, de verdad, no aguanto el brazo.

Escritora


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Stefania Mosca


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