Incendio en la torre



Razón tienen los marxistas al afirmar que todos los fenómenos están relacionados entre sí y que el más nimio evento natural o social es suficiente para revelar una intrincada red de conexiones, de influencias múltiples y recíprocas, tejidas alrededor de dicho evento. El concepto de totalidad recoge con brillantez paradigmática la idea de complejidad e interrelación.



Esto viene a cuento porque el domingo 17, al igual que una gran cantidad de venezolanos, me encontraba frente a un televisor, presa de una justificada preocupación, tratando de seguir las incidencias del incendio que devoraba los pisos superiores de la Torre Este del Parque Central de Caracas. A propósito de esta tragedia, afloraron infinidad de problemas y reflexiones relacionadas con temas tan disímiles como la política, el periodismo, la educación, las responsabilidades de los funcionarios y del gobierno, etc. Todos ellos de tal peso e importancia que bien vale la pena detenernos brevemente en su consideración.



Comencemos con la presencia del Alcalde Mayor Alfredo Peña en el sitio de marras. Muy al contrario de lo que pudiera esperarse de quien ostenta tan importante cargo, sus declaraciones, no comunicaron serenidad sino angustia. Nada de darnos la buena noticia de que no había pérdidas humanas, o de informarnos de los planes de contingencia diseñados por esa Alcaldía para afrontar situación tan grave, o decirnos las operaciones en marcha para minimizar los daños e impedir que pudieran resultar perjudicadas las personas o los bienes. En lugar de esto, “el hombre que resuelve”, según reza su consigna electoral; en una actitud francamente repugnante, se dedicó a atacar al gobierno central y a deshacerse de toda responsabilidad sobre lo que ocurría o pudiese ocurrir. Es verdad que dijo que nuestros bomberos son unos héroes –concepto que comparto-; pero, incluso esta afirmación la matizó de una letanía de quejas, denuncias y acusaciones –entre otras que no tenían seguro de vida y estaban actuando bajo su propio riesgo- que más bien parecía interesado en convencernos que no eran abnegados, concientes y valientes servidores públicos, sino una partida de insensatos y de suicidas que pretendían inmolarse en las llamas como protesta ante el gobierno nacional “por no dotar” a Peña de presupuesto.



Por supuesto, el incendio reveló todas las insólitas deficiencias e irresponsabilidades de los diferentes gobiernos y administraciones hacia la seguridad de las personas y de la edificación. Inconcebible que la Torre se haya inaugurado sin el correspondiente permiso de habitabilidad y que durante veintitrés años no se resuelvan los problemas detectados por los bomberos, que -en un tristísimo papel de ineficiencia burocrática y muestra mas del realismo mágico-, año tras año, en un ritual interminable, esos bomberos hagan las mismas observaciones, elaboren el mismo informe y entreguen la misma carta sin que se resuelva ni uno sólo de los problemas y, por el contrario, se multipliquen y se hagan más graves.



Pero, a la par que veía y pensaba sobre estas cosas, entro en conciencia de cierta incomodidad que no tenía que ver con el incendio y si con la trasmisión que hacían los periodistas. Se trataba de la narración y la descripción, así como los comentarios de los hechos, en vivo y en directo. No había información en el sentido de reducción de incertidumbre –nada que ver con información técnica sobre las maniobras que hacían los bomberos y otras autoridades abocadas al control del incendio, de los equipos y aparatos utilizados o las sustancias utilizadas o las posibilidades de resistencia de los materiales con que estaba hecha la construcción. Los comentarios incrementaban la incertidumbre y la angustia: El recordatorio pertinaz del derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York, la eventualidad de un desastre de esa magnitud, y, de nuevo, una vez más, nuestra incapacidad para afrontarlo. Casi siento que se frustraron de no ver caer la torre y de perderse la primicia mundial de trasmitirlo en vivo y en directo.



Esto habla mal del periodismo. Pero hay más. Lo otro que llamaba mi atención era la acción criminal que contra el idioma desarrollaban estos periodistas. Ejecutaban un verdadero asesinato al idioma de Aquiles Nazoa y Ramos Sucre, para mencionar sólo dos de nuestros grandes poetas. En principio lo atribuí a la emoción de trasmitir un evento de magnitudes tan dramáticas y el temor a un eventual desplome de construcción tan enorme. Semejantes circunstancias no eran precisamente para preciosismos lingüísticos. Pero los errores de expresión eran tan numerosos y tan sistemáticos que concluí que no era la emoción quien jugaba el papel principal en el asunto sino más bien la educación pura y simple. Así, una periodista que estaba en el lugar de los acontecimientos decía: “El fuego “pandió” los pisos bajo fuego”. Además de la pobre sintaxis, utiliza un verbo, aunque castizo, en desuso e incorrectamente conjugado. Otra señalaba: “En este momento un helicóptero intenta apagar las llamas con poncheritas de agua” –por lo menos, aquí hay una metáfora. Aunque nada que ver con la descripción técnica del equipo ni el objetivo específico de la misión. Más aún, como si quienes dirigían esa operación no tenían ni la más remota idea de las operaciones que realizaban: “Los bomberos tienen que pensar en lo que hacen porque lo que están haciendo es avivando el fuego”. Todo esto condimentado con expresiones vagas como “van a traer algo”, “con la cosa esa desde abajo y desde arriba se va a controlar el fuego”, y pare usted de contar.



Sin embargo, lo que realmente me sacó de quicio y me motivó a escribir este articulo fue un “pase a los estudios”, en donde la periodista que estaba en la planta, en un ambiente tranquilo y con una temperatura confortable, glosó la siguiente noticia: “El gobierno nacional acaba de nombrar una comisión especial multidisciplinaria para que se encargue de determinar el paradero de las llamas que ocasionaron el incendio...” ¿¡¿¡?!?



Debo confesar que ya a estas alturas –y apagado el fuego- me invadió un cierto sentimiento de desolación. De repente, todos los problemas que tenemos como país caen en cambote sobre la conciencia. Siente uno un peso agobiante. En vano traté de contrarrestar este sentimiento imaginando la escena cómica de ingenieros y expertos haciendo inútiles esfuerzos por dar con el paradero de las llamas criminales y fantaseando sobre los extraños métodos de los que se valdrían para cumplir con tan insólito objetivo.



El peso de la evidencia, repito, era demasiado abrumador. Son estos mismos periodistas, colocados por encima del bien y del mal, por encima de ciudadanos de a pie, los jueces por excelencia de lo que hacen los funcionarios públicos, los políticos, los deportistas, los artistas, de los hombres públicos de cualquier género; en fin, de todo el resto de la sociedad. Aquí ya no se trata de las prácticas de manipulación que le son características a muchos de ellos –siempre hay honrosas excepciones-. Aquí se trata de simple y vulgar ignorancia. De la incapacidad para ejercer con idoneidad su profesión. Tenemos derecho a pensar esto cuando resultan tan torpes manejando lo que constituye su herramienta básica de trabajo: El lenguaje. Cuando no buscan y trasmiten información sino que opinan y convierten en afirmaciones conjeturas y temores. ¿No podemos inferir que su descuido y torpeza es igual cuando dirigen programas de opinión sobre asuntos que desconocen y que pueden pasear su ignorancia abisal sin ninguna incomodidad o prurito?



Y por esta vía llegamos a otro problema: La educación. Ocurre que en los programas de estudio de las escuelas de periodismo hay varias materias dedicadas al dominio del castellano. ¿Qué sucede entonces? ¿Qué los programas no sirven? ¿Qué los profesores son unos ignorantes? ¿Qué los niveles de exigencia académica son mínimos? ¿O se trata de que las televisoras escogen sistemáticamente a los graduados de peor rendimiento y los más limitados? ¿Es que los bien preparados no se someten dócilmente al redil?



Las dudas y la desolación se multiplican. Un informe preliminar de evaluación de los daños señala que se requieren treinta millones de dólares para recuperar nada más que la infraestructura y un saldo invaluable de pérdidas en documentos, planos, trabajos, etc. ¡Treinta millones de dólares que pudiesen servir para solventar tantos necesidades en lugar de ser usados para reparar lo que bien pudo conservarse! La desidia, la incompetencia, la irresponsabilidad, una vez más, marcando el paso. Los marxistas tienen razón: ¡todo tiene que ver! Las tareas que tenemos los venezolanos son enormes. Nunca antes como ahora se justifica una revolución verdadera, una conmoción profunda y perdurable que cambie para siempre las formas de existencia social de los venezolanos. La esperanza de conquistarla es la fuerza para hacer soportable la desolación del presente y ganar fuerzas para la batalla de todos los días, plagada de obstáculos y situaciones sin salidas.


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Rafael Hernández Bolívar

Psicología Social (UCV). Bibliotecario y promotor de lectura. Periodista

 rhbolivar@gmail.com

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