(Apodado “Lato” cuando practicaba fútbol)
Pasó el Mundial. Ahora, como dijera Joan Manuel Serrat: “vuelve el rico a su riqueza, vuelve el pobre a su pobreza y el señor cura a sus misas”. ¿Por qué habría de ser distinto?, ¿por qué iría a cambiar algo luego de este evento de proporciones faraónicas? Al menos, ¿por qué cambios para mejor? Fuera de la alegría de algunos y las caras largas de otros, el lunes siguiente a la gran final todo sigue igual. Difícilmente se apruebe en algún país, como herencia de la justa recién terminada, una nueva política de difusión masiva del fútbol, o como consecuencia colateral de esta fiebre que se vivió, se desarrolle una nueva actitud hacia el deporte en general. ¿Habrá más deportistas luego de Sudáfrica, menos jóvenes consumidores de drogas o, en todo caso (como efecto no precisamente deseable), no habrá más gente desesperada que verá el fútbol como una forma –individual, por cierto– de “salvarse” al poder fichar como profesional? ¿Cambió en algo la situación de Sudáfrica luego de este mes? ¿Estamos mejor después de esta “fiesta descomunal, inolvidable, llena de alegría y felicidad”, como promocionaban sus organizadores?
Obviamente no se podría esperar nada en especial de esta monumental fiesta en orden a que algo cambiara: es una fiesta, y como tal, su valor está en eso, en ser algo fuera de lo común que rompe la rutina. Quizá eso, la posibilidad de divertirse un poco, en sí mismo ya constituye una ganancia. Divertirse es grato, sin dudas. ¡Y necesario! Ahora bien: en relación a cambios… ¡por supuesto que no hay nada! ¿Pero por qué esperar eso de una fiesta?
En todo caso, como todo acontecimiento de dimensiones gigantescas, algo deja, no es intrascendente. Algo tan monumental como la Copa Mundial de Fútbol no es poca cosa, y sin dudas puede ser leído de modos diversos. La gran masa planetaria que se emocionó con estos 64 partidos, se divirtió. Esa es una primera arista del fenómeno. ¿Nos quedamos con ese análisis solamente? Alguien dijo que la felicidad va de la mano de la ignorancia: “si quieres ser filíz, no analisís”. ¿Ahí nos detenemos entonces? ¿Suficiente con ser felices sentados ante la pantalla de televisión durante un mes, quizá tomando una cervecita y alentando a alguno de los equipos? ¿O qué más nos deja Sudáfrica 2010? Como mínimo, se podrían sacar algunas otras conclusiones:
1. El Campeonato Mundial de Fútbol pasó a ser uno de los eventos mediático-culturales más importantes del mundo moderno. La masificación de las sociedades en el siglo XX con sus procesos de urbanización e industrialización obligados, para el inicio del XXI da como resultado estructuras sociales desconocidas antes en la historia que parecen haber llegado para quedarse. En ellas, los medios masivos de comunicación van tomando cada vez más un papel preponderante, a punto que muy buena parte de las dinámicas del mundo contemporáneo se deben exclusivamente a los poderes mediáticos que así lo determinan. El Mundial de Fútbol es una clara expresión de ello, una manifestación evidente de la manipulación a la que se ven sometidas las grandes masas a escala planetaria. La conjunción de diversos factores económico-políticos ha llevado esta manifestación, inicialmente deportiva, al sitial de honor que ocupa hoy día. Por lo pronto, dejó de ser un simple hecho deportivo: es un fabuloso espectáculo de la cultura masificada que vivimos desde el pasado siglo. Para muestra: la final España-Holanda fue el evento más visto (por televisión y por internet) simultáneamente por la mayor cantidad de población en la historia: 2.000 millones de personas.
2. El Mundial es un hecho sociocultural del que nadie puede estar ajeno. Dado su carácter gigantesco, planetario, y teniendo en cuenta la forma en que el capitalismo globalizado finisecular expandió sus íconos triunfales –junto a sus negocios, claro está–, el fútbol, en tanto uno de esos elementos culturales, es algo tan presente en nuestro mundo contemporáneo como la Coca-Cola o el Mc Donald’s. Es decir: nadie puede dejar de darse por enterado de él. En el caso de la Copa Mundial, en tanto expresión máxima de esa tendencia, poblaciones que habitualmente no son futboleras entran en la locura mediática de esta época, de esta ¿vacación? de un mes de duración, y con fuerza creciente cada cuatro años explotan en una fiebre contagiosa de la que no se puede estar al margen. Grupos que jamás practican ni van a practicarlo, mujeres –en general alejadas de este deporte–, poblaciones de las más diversas índoles, países completos se ven arrastrados por una marea de la que es imposible distanciarse. Visto que el fútbol profesional en general –y en el caso del Mundial en particular más aún– es un negocio fabuloso, y considerando el terrible poder político-mediático que encierra, las poblaciones más dispares se ven arrojadas a un obligado discurso que inunda todo. Y todos, puestos ante las pantallas de televisión que por toda la geografía planetaria se extienden omnímodas, repetimos las mismas conductas de frenesí. En tanto espectáculo audiovisual, zambullirse en él conlleva una serie de conductas adictivas y cargadamente afectivas que nos transforman. ¿Quién no se emociona, incluso grita como loco, ante una pantalla con un partido de fútbol en el Mundial? ¿Quién no hace parte de la irracional –pero no por ello cuestionada– locura del pulpo adivino o de las promesas de desnudeces de algún ícono mediático? Y si no gritamos por un partido de fútbol ni nos ponemos cotidianamente una camiseta de alguna escuadra de las que participan en el torneo, el Mundial tiene ese componente de fenómeno masivo que “obliga” a repetir esas conductas durante este mes de “vacación” sin mayor posibilidad de distancia crítica.
3. El Mundial representa la expresión máxima de un negocio fabuloso como es el moderno fútbol profesional. El Campeonato que se realiza cada cuatro años (hubo voces que pidieron hacerlo cada dos, dicho sea de paso) es la culminación, el escaparate especial, la “feria internacional” de un rubro comercial que sigue creciendo día a día. El fútbol profesional es un gran negocio: decimoséptima economía mundial, medido globalmente. Como mecanismo económico mueve cantidades enormes de recursos, y ello se traduce, naturalmente, en poder político. La tendencia a la profesionalización en el deporte (todos, sin excepción) es otra línea que exhibe pomposamente el capitalismo globalizado. El amateurismo es algo que va quedando en el olvido. En el fútbol ello es groseramente evidente. En definitiva, protestar por esa comercialización creciente es remar contra la corriente, porque en un régimen de economía capitalista todo, absolutamente todo es una mercadería más para vender. ¿Por qué no habría de serlo un espectáculo que mueve millones de seres humanos? Hoy por hoy, tal como está el mundo, parece quimérico pensar en desprofesionalizar esos monumentales circuitos económicos de los deportes, entre ellos el fútbol, el más popular entre todos. Sería como desarmar la Coca-Cola o el Mc Donald’s: ¿quién comienza? ¿Por dónde?
4. Como deporte profesionalizado, el fútbol contemporáneo va perdiendo cada vez más su belleza, su picardía; el Mundial lo deja ver claramente. La misma hiper competitividad que se busca, la locamente furiosa obtención de buenos resultados, contrariamente a lo que sucede en otras actividades deportivas que lleva a superar día a día marcas y rendimientos, en el fútbol sirve para fomentar estilos conservadores, esquemas cada vez más defensivos donde se persigue no tanto “ganar” sino “evitar perder”. Como corolario de todo ello tenemos una práctica deportiva que se alejó ya definitivamente –y como están las cosas: sin posibilidades de retorno– de un fútbol ofensivo donde se premie la creatividad, la improvisación, la picardía. De ahí que, desde hace ya algunas décadas, jugadores que presentan ese tipo de talento en vías de extinción (habilidosos, más “poetas de las piernas” que “atletas robotizados”) inmediatamente se constituyen en ídolos, porque son “rara avis”. El fútbol practicado en la primera mitad del siglo pasado, o el fútbol amateur –que aún no ha desaparecido del todo– permite un juego mucho más “suelto”, con mayor cantidad de goles, sin los planteamientos hiper conservadores a que ya nos acostumbramos, donde 4 o 5 tantos en un partido ya parecen goleada estrepitosa. Los partidos con más goles, con 8 o 10, por ejemplo, comunes décadas atrás, ya son hoy día absolutas piezas de museo. Hoy ya se nos hizo común ver equipos que juegan con dos, o un solo delantero, y no cinco como era antaño. En los Campeonatos Mundiales es algo cada vez más común la definición por penales, los partidos que terminan cero a cero, el fútbol conservador, cinco mediocampistas; el catenaccio ya no es patrimonio sólo de Italia. Todo esto es una consecuencia de la mercantilización absoluta en que se desarrolla la actividad: se prefieren resultados que “vendan”, aunque sean rendimientos pobres y conservadores, a un espectáculo donde brille la picardía.
5. El Mundial crea una sensación de identidad nacional entre todos los ciudadanos de un país. Sin dudas que terminado este mes de torneo vuelven rico, pobre y cura a sus habituales rutinas. En realidad, durante estos 30 días nunca dejaron de cumplirse aceitadamente sus papeles: ninguno dejó de ser lo que era, por supuesto. Pero sucede que durante ese breve período de “locura” mediática llevada a ribetes monumentales, los poderes dominantes crean la idea de “paréntesis” en la vida real. El fantasma de los nacionalismos se agita de un modo gigantesco, colosal, siendo bastante difícil oponerle críticas. De ese modo el empresario y el trabajador, el docto y el marginal “deponen” diferencias en función de un supuesto objetivo superior, que para el caso sería el orgullo nacional. No hay dudas que, más allá de una concepción crítica de los nacionalismos en tanto forma sutil de dominación de las grandes masas –el pobrerío no tiene patria–, la ola irracional, sabiamente manipulada, que se expande por todas las poblaciones ayuda a hacer creíble el mito de unidad nacional. Y también es cierto que las identidades nacionales funcionan, haciendo que todo un pueblo, Honduras, por ejemplo, celebre la derrota del representativo de, digamos, Estados Unidos, o Alemania, en tanto encarnación de los poderes reales que manejan buena parte de las vidas de los más débiles. En ese sentido: el fútbol sería la escenificación de la vida real; o dicho de otro modo, permite expresar en forma abierta sentimientos habitualmente acallados. En los estadios de fútbol es donde más grita la gente, por lejos, a veces irracionalmente. Lo que sucede en los campeonatos mundiales pone en evidencia que los nacionalismos, “enfermedad infantil de la humanidad” como dijera alguien, están lejos de extinguirse aún. El “internacionalismo proletario” parece que, de momento, deberá seguir esperando un poco. Agitar esos sentimientos patrios es siempre una buena herramienta para los sectores poderosos de mantener tranquilizada y divertida a las grandes masas. Así, entre otras cosas, son posibles las guerras: ¿cómo se haría, si no, para mandar a morir miles y miles de varones jóvenes en los frentes de batallas en luchas que no le significan nada? Tradición, familia, patria….son viejas consignas que siguen siendo efectivas para la dominación.
6. El Mundial pone en evidencia lo que ha pasado a ser el fútbol profesional en nuestra aldea global: un fabuloso mecanismo de control social. Sería ingenuo pensar que el Campeonato Mundial, esa parafernalia mediática que dura apenas 30 días, sirve a los poderes fácticos para hacer o dejar de hacer lo que son sus planes geoestratégicos de dominación a largo plazo. No necesitan de él para invadir Irán, aumentar el precio de los combustibles, desviar la atención sobre la catástrofe medioambiental del escape de petróleo en el Golfo de México o aprobar alguna ley cuestionable, por dar sólo algunos ejemplos. Si hay “lavado de cerebro” de parte de las clases dominantes –¡y definitivamente la hay!–, ello no se realiza porque durante un mes se inunden las pantallas de televisión con partidos de fútbol y media humanidad ande hablando de Messi, de Ronaldo o llevando una camiseta de algún equipo. No hay dudas que, al igual que todo gran evento de proporciones enormes, puede funcionar puntualmente como distractor de masas. Así fue, por ejemplo, el que organizara la dictadura militar argentina en 1978, con el que se intentó lavar la cara en su sangrienta guerra sucia (“en el mundial de Argentina grité como un loco. Firmado: un torturado”, rezaba una pintada callejera); o el de la Italia fascista de 1934, en el que se buscaba a toda costa disciplinar y mantener ocupada a una clase obrera demasiado “rebelde”. De todos modos quedarse con la estrecha idea que estos campeonatos son las cortinas de humo de gobiernos dictatoriales es ver sólo un lado del asunto, y quizá sesgadamente; en todo caso, los Mundiales evidencian el papel que en la moderna cotidianeidad ha pasado a desempeñar el fútbol profesional. En forma creciente, desde mediados del siglo pasado, y sin detenerse, aumentando cada vez más, el negocio del fútbol sirve como “opio de los pueblos”. Lo que sí es evidente es que el fútbol como espectáculo mediático para consumir –por televisión más que nada– crece sin parar. Que ello es gran negocio, es innegable. Lo que sí puede deducirse es que poderes globales de largo aliento que están más allá de administraciones gubernamentales puntuales, también lo aprovechan como droga social. El Mundial no es sino una dosis un poco más fuerte del “pan y circo” cotidiano al que nos someten, con dos, tres o más partidos diarios durante los 365 días del año. Si algo podemos criticar con fuerza no es tanto la Copa Mundial propiamente dicha sino todo el circuito político-económico que ha ido formando la profesionalización del fútbol y su utilización como mecanismo de control de masas, ahora ya a nivel planetario. El Mundial es sólo una pildorita de esa medicina.
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