Tanto que raya en la magia.
Recuerdo que de niño jugué tanto fútbol, en tantos lados, tantas veces, que los cientos de partidos que disputé como autenticas batallas míticas, se me convirtieron cada uno de ellos, en la gran memoria de la juventud. Jugué en los lugares más inverosímiles. En tres cuartos de recodo cubiertos de piedras prehistóricas. En el lecho de los arroyos en verano. Sobre el pajonal quemado después de la zafra. A la vera de las carreteras, sobre ellas. En el concreto armado. Sobre el vapor asfixiante del asfalto caliente. Bajo los aguaceros con truenos y centellas. Sobre el polvo de los rizos de arena en la ciudad de arena (¡que delicia!). En los charcos después de la lluvia. Con pelotas de trapo, de plástico o de caucho (con bolas de candela en diciembre). Con balones de cuero sobre el césped de los campos oficiales y el festival de colores de camisetas y franelas húmedas o tostadas de salitre. En las aceras y sardineles, jardines, patios y solares. Con arcos de peñones, promontorios de leña o bultos, cuadernos o libros. De cinco a siete de la noche con el sol de los venados. Cuando la luz abandona los campos y el balón se pierde en la sombra. Aun en la oscuridad, hasta las once y más, y tienes que imaginar: ¿Quien lo tiene? ¿A donde va el pase? ¡Y que bien! estas en el lugar preciso para marcar. “¡Quien juega tan tarde sueña con el diablo!” gritaban los viejos desde la mecedora en la cocina, y nos íbamos a dormir con los tacos puestos y las canillas llenas de hacha y guayos. Y cierto, soñábamos con el demonio del fútbol. Maravilloso demonio que nos amanecía llevando una partida a la esquina mas arrecha del otro barrio.
Padecí el fútbol también. Hice regates maravillosos en medio metro, pero igual me faltaron diez centímetros más de cancha. Me devolví del campo enemigo con el saco lleno de goles allá en Guarenas. Sufrí la soledad del pescador arriba cuando no llegaba ningún balón y se me enfriaban las medias. Perdí y gané amargamente por forfait. Doblé la derrota cuando además nos correteaban dos cuadras más allá después del partido. Cuando en los Castores el fanfarrón argentino decía: ”Vos podes ganar, pero vivo de acá no salís”. Bueno, coñaza de nuevo al final. O cuando el compa peruano en el campo del pedagógico en el Paraíso, gritaba para las barras: “¡Puta madre, parase que estas pegao del piso, guebon!”. Cuanta adrenalina cuando enfrentaba a Fabián en El Loyola, el futbolista chileno más sucio del mundo. O cuando desde las tribunas, nuestros parciales nos advertían: “¡Cuidado que te raja!” y venía driblando el importado colombiano: “¡Saca a uno, saca a otro y a otro, raya final, centra…!”
Pero las derrotas nunca fueron más que la felicidad de los domingos por la tarde. Día perfecto. Color de papel de papagayo remontado. La Fania de fondo: Héctor Lavoe y “Che che Colé” (“Vamos todos bailar / al estilo africano / si no lo sabes bailar / yo te enseñaré mi hermano.) El Equipo local juega en el patio o como visitante, como fuera, de cualquier radio, por cualquier flanco, viene la letanía gutural del narrador que va creciendo hasta llegar al momento culminante: ¡Goooooooool!
Nada más parecido a esa felicidad infantil que las elocuciones del “Comandante Presidente”. Impregna las vespertinas domingueras con la emoción galopante de un buen partido de fútbol. Desde cualquier ángulo llega su voz de narrador: el encantador de niñas y niños, el seductor de adultos mayores, el pescador de hombres y mujeres. Llega por la ventana del baño, por el balcón de la intercomunal. Viene de la redoma. Se confunde con el canto del gallo, con el monótono gorgoteo de la tarde y ya es parte del color local. Y en más de una ocasión llega el gol. Otra cosa buena va a pasar en lo cotidiano de la Revolución Bolivariana. En medio de tantos buenos anuncios a dicho que dio luz verde para que el fútbol de los Centroamericanos y del Caribe, Mayaguez 2010, que Puerto Rico no pudo montar, se realizaran en los monumentales y bien mantenidos estadios venezolanos. Así que veremos, parafraseando al Comandante, fútbol del bueno, después de haber asistido al más decepcionante de los mundiales, no porque se haya practicado el fútbol más melancólico de todos los tiempos, sino porque la maquinaria bélica que navegó al Estrecho de Ormuz, le quitó la alegría y le restó interés al evento deportivo más importante del mundo. Y vaya que no es para menos, una conflagración nuclear está en ciernes. Los futbolistas suelen jugar antes, durante (bajo fuego), y después de las guerras. Pero cuando el planeta está amenazado de desaparecer, hasta ellos, y sobre todo sus apasionados adictos, que pareciera ser la humanidad entera, se olvida del fútbol.
Este maravilloso evento que está por suceder, debe amarrarse a la experiencia revolucionaria. No puede transcurrir nada más en el marco de una coyuntura externa, es decir, no solo satisfacer una necesidad que vino desde el exterior, coincidencialmente con la venida, de Centroamérica también, de Chávez Abarca (la sana paranoia pudiera decirnos algo). Digo que pudiéramos aprovechar esta competencia, que felizmente sucederá en suelo Bolivariano, y oficializarla como un calendario futbolístico del ciclo Centroamericano y del Caribe. La Vinotinto tendría la oportunidad de foguearse además, en su programa de preparación para el mundial subsiguiente, con la Concacaf, un área FIFA menos exigente que la Conmebol, en la cual coexisten tres campeones mundiales y nada más y nada menos que un pentacampeón, ¡una pelusa!
Quien quita que esta confederación se vea en la necesidad de mudar su cede a un país del área, mas tropical, centroamericano y caribeño que la imperial New York. Al final me imagino a Estados Unidos y Canadá aislados y solitarios jugando como cenicientas, pero entre eurocentristas como ellos, en la UEFA, ¡na guará!
¡Patria, socialismo o muerte!
¡Venceremos!
miltongomezburgos@yahoo.es