La Unión, pueblecito orillado en la confluencia de los ríos Guanare y Portuguesa –feliz circunstancia geográfica que le da nombre–, hacia el extremo oriental del Estado Barinas y frente a costa guariqueña, plena llanura, fue la cuna de Jesús María Bianco Torres, nacido de inmigrante italiano y mujer criolla el 20 de marzo de 1917 y apresuradamente ido el 23 de octubre de 1976, cinco meses antes de cumplir los sesenta años. Los sucesos que en nuestros días sacuden y transforman la faz de Venezuela no pueden menos que remover en el afecto y la memoria la impronta de aquel hombre, que amó a su país y a su universidad con pasión de prócer y les sirvió en horas tumultuosas con dedicación exclusiva y aglutinante personalidad.
Decir a su país y a su universidad es una redundancia, porque en verdad el servicio al primero lo realizó a través de la segunda y sin que en ningún momento entrara en su magín la idea de que pudiera haber alguna distinción, o de que a la Universidad le cupiera sentirse como una especie de enclave o una isla de excelencia, capaz de ver por encima del hombro o con sentido de exclusión a las muchedumbres pauperizadas y desposeídas de moral y de luces. Si alguien hubiera insinuado algo así, Bianco se hubiese llenado de vergüenza. Pues el entregar la vida a la casa de estudios no era sino su modo de entregársela a Venezuela, y cuando ejerció funciones propiamente políticas –diputado o luchador clandestino antidictatorial– fue siempre portavoz de la mejor expresión del Alma Mater. Padeció, en calidad de universitario, prisión infame en la isla donde el río perdió las siete estrellas (voz de José Vicente Abreu evocadora de Andrés Eloy el cumanés) y persecución por esbirros dictatoriales y canallas democráticos; y en calidad de venezolano, ataques desmesurados y calumnias por parte de muchos de sus colegas universitarios. Pero al mismo tiempo recibió el afecto y reconocimiento de la mayoría de sus contemporáneos de todos los ámbitos de la nación y su nombre era una carta de esperanza para el posible ejercicio de la presidencia en un gobierno democrático avanzado.
Desde las propias aulas del viejo recinto ilustre, a un año apenas de la sombra de Gómez, se inicia como militante estudiantil y profesor de secundaria, y tras el grado profesional, en Farmacia, empieza con el decenio de los cuarenta la docencia universitaria. No la abandonaría ya y la enaltecería siempre. En el transcurso fue instructor, profesor paso a paso hasta la titularidad, decano de triple ejercicio que definió las líneas maestras de su Facultad, Vicerrector y Rector reelecto –único con esa distinción– e investigador con relevantes trabajos en el campo de la Botánica, del cual era posgraduado. Se dio espacio también para el trabajo gremialista.
Como Rector estuvo a la altura de los compromisos que se le presentaron. Le tocó el tiempo en que la izquierda venezolana intentó “el asalto del cielo” y se desencadenaron todos los demonios represivos del status cipayo. La Universidad Central, con un movimiento estudiantil a la sazón mayoritariamente izquierdista y fervorosamente comprometido, quedó situada en el ojo de la tormenta, y entonces el rector Bianco fue pararrayos de la furia gubernamental y libró las batallas más firmes y serenas en defensa de la Universidad, la juventud, los derechos democráticos y un futuro de justicia y decencia. Acompañó y orientó el movimiento de renovación universitaria –tentativa de adelantar en las aulas el porvenir–, segado, junto con la autonomía institucional, cuando el gobierno, el primero de Caldera, hizo aprobar una ley de “contrarreforma”, creó un aparato de intervención y realizó un brutal allanamiento (31 de octubre de 1969), que duraría un año e iniciaría la caída en las sombras de la Casa que antes las venciera. Jesús María Bianco fue expulsado contra todo derecho, pero sin cejar en la denuncia y el combate por su amada universidad, por su amado país. Ante la conciencia de la nación quedó configurado como el Rector de la Dignidad, y la gratitud lo hizo epónimo de promociones, cátedras y escuelas y de la plaza central de la Ciudad Universitaria, justo homenaje éste que la felonía posterior intenta desconocer.
A doña Isabel y sus cinco hijos les envío mis recuerdos y mi afecto.
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