El trabajador sociocultural comunitario como servidor público

Es casi una expresión común entre miembros de organizaciones comunales, aquella que reza así: “cuando un trabajador sociocomunitario es reclutado por una institución pública, ésta gana un burócrata y la comunidad pierde a un luchador social”. Amen del surgimiento de una retahíla de distorsiones en ambos ámbitos. 

Cierto es que a lo primero, no se le puede endilgar la responsabilidad de tales males, es por lo contrario y en buena parte, la puesta en practica de “la inclusión”, la participación y el protagonismo del pueblo, para la solución de sus propios problemas a través de la inserción de un grueso numero de ellos, a las estructuras gerenciales y operativas de los entes gubernamentales. 

Hoy, nuestras instituciones publicas en gran medida, exhiben la cara de la mujer y del hombre del barrio en sus cuadros medios (en La Red Nacional de Medios Públicos esta insurgencia es una bandera) y que decir en sus bases, evidencia de rasgos revolucionarios en el Estado emergente. Es en fin de cuentas, un paso inexorable en el camino de doblegar al Estado opresor, o el Estado burgués, para utilizar la nomenclatura del discurso revolucionario, al disponer de este ejército popular al frente del combate social. Pero vaya contradicción la que se nos presenta en este punto.

Quién pudiera preveer que el pueblo maltrataría al pueblo. Quién pudo visualizar que el pueblo que tomara los escritorios y los pasillos, las direcciones, el trabajo de campo, las recepciones, las gerencias, las unidades y las divisiones de las instituciones publicas, después de una breve luna de miel, pasara a maltratar e ignorar, a veces hasta con arrogancia, no solo a sus propios compañeros de trabajo, los que transitan en una escala diferente, según la falsa valoración, de acuerdo al puesto que se tenga en la división del trabajo, llamase personal de mantenimiento, de seguridad, obreros, porteros, choferes, etc. sino también a los destinatarios del objeto de su trabajo, los demandantes de justicia social, los barrioteros.

   Por supuesto, todo esto se da por una cultura que obliga a ello (a la cual nos referiremos mas adelante). Por lo pronto, pudiésemos decir que solo un proceso de culturización a través de la formación permanente de todo funcionario o servidor público, nos puede permitir, en primera instancia, entender el por qué de la praxis errada, y en segundo término, el cómo lograr la praxis correcta.

   En el ámbito de la gestión cultural, que es el que nos corresponde analizar, encontramos que el trabajador sociocultural institucional, entendiendo a este servidor publico como el individuo que ejecuta en el terreno de acción, las políticas publicas culturales, el que se relaciona directamente con el colectivo humano y su geografía, sujeto de estas políticas, tiene una serie de características que lo definen específicamente y que están derivadas de su experiencia comunitaria.

   Por lo general son personas que vienen de largas luchas sociales en condiciones realmente adversas, las que impuso la cuarta republica y que obligó a convertir estas luchas en una autentica guerra de resistencia. Estas experiencias lo obligan a adoptar un estilo, y a veces hasta un carácter confrontador. Son batalladores por excelencia, altamente desconfiados. La realidad concreta le forja modos y maneras que contaminan el fondo de su trabajo. Pican adelante y defienden lo que consideran sus conquistas con la misma tenacidad con que las logran. Íntimamente relacionados con las políticas que persiguen la justicia, la dignificación, el progreso, el reconocimiento; por lo tanto son militantes políticos. No sueltan con facilidad el bagaje de lo logrado y en su defensa, por el inmenso esfuerzo empleado, llegan a apropiárselo, al extremo de celarlo. Acostumbrados a manejar el tiempo en relación a la dinámica de la comunidad, a su propia  dinámica, les resulta altamente difícil, adaptarse a un ritmo de trabajo formal. Mas ligados, en el caso de los artistas y cultores, a la irreverencia, a la bohemia, que al tiempo productivo. En el caso del dirigente político, a la militancia voluntaria. 

En ambos casos la ausencia  de disciplina es el factor que desordena el trabajo al punto de llegar a confundir los espacios e invertirlos en contra de su voluntad. Esto cuando el nivel de conciencia adquirido, media a favor de la honestidad, pero cuando esta brilla por su ausencia, toda clase de aberraciones suelen suceder, desde aparecer en mas de una nómina, hasta evadir la responsabilidad laboral con toda clase de subterfugios.

   A pesar de todo ello, esta generalidad no hace crisis en una comunidad si no surgen conflictos de intereses. Todas estas malformaciones marcharan a la par de una normalidad superficial porque en resumen, hay una actividad social que beneficia al colectivo. Pero paralelamente están creciendo monstruos dormidos que en algún momento despertaran por si solos, como es natural, o alguien los despertará, consciente o inconscientemente.

   Puede que en este militante de las luchas sociales, coincida el cultivo de alguna o algunas expresiones artísticas, el conocimiento de manifestaciones tradicionales o la erudición en temas de cultura (entendiendo la cultura como todo aquello que define la identidad de los pueblos, haciendo la salvedad de que solo los pueblos producen cultura. Solo las mayorías producen modos, estilos, formas, usos, costumbres, hábitos, tradiciones). Siendo así, nos encontramos con el “cultor progresista” y esto ciertamente es una feliz coincidencia.

   Este perfil, ya sea del cultor o del luchador social comunitario; o el de ambos en uno solo, es el que brilla en las oficinas de recursos humanos de las direcciones operativas de las instituciones públicas culturales. Y por supuesto, tiene que ser así, no hay de otra. Así llega, en tiempos de revolución, este trabajador a las oficinas de planificación, programación, ejecución y evaluación de la acción cultural. Pero cae en estos espacios laborales  con todos sus pertrechos: define como territorio vital para su de defensa, a la dependencia que lo contrató y le declara la guerra al resto de la institución acusándola de ineficiente, corrupta y por lo tanto contrarrevolucionaria. Esta situación se va replicando hasta en los espacios mas reducidos. En las mesas de trabajo, reunido con sus compañeros, y abriendo el debate para las propuestas y acuerdos, plantea un metalenguaje que no simboliza otra cosa que una guerra, en la cual él es el único revolucionario capaz de entender y hacer por la revolución. Así le da palo a cuanta idea ajena flota en el ambiente, expresión acérrima de un individualismo que contradictoriamente, combate desde el discurso.

   Por otro lado, en todo este panorama influye incisivamente la cultura (“la que obliga a ello”). La cultura de lo negativo venezolano. Aquella que como en toda cultura persiste la rémora, el lastre y lo retrógrado. La que niega todo vestigio de disciplina y que en este segmento del trabajo cultural se potencia. La que se resiste a los cambios que demanda la Revolución Bolivariana en materia de desarrollar los valores y la ética socialista. La cultura que disocia el discurso de la consecuente práctica. Gran parte de la militancia revolucionaria de estos trabajadores, se limita en afilar un discurso que se pasea por el lugar común de la retórica contestataria. Quizá no haya otro escenario en que se evidencie mas la contradicción entre lo que pretende una institución de vanguardia como el Ministerio del Poder Popular para la Cultura y lo que hacen sus trabajadores cotidianamente.

   Convencidos estamos que si bien esta situación es parte de las fases previas a la maduración de una revolución, en la que en términos de tiempo, aun no hemos recorrido su aurora, también es cierto que la única forma de atenderla, es a través del proceso formativo que convierte a todos los espacios en escuela para el intercambio y la adquisición de saberes.

¡Patria, socialismo o muerte!

¡Venceremos!

miltongomezburgos@yahoo.es  



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Milton Gómez Burgos

Artista Plástico, Promotor Cultural.

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