ALÍ
EMPARRANDAO EN CERROS DE MARÍN
En las calles de la barriada marabina Cerros de Marín aún se escuchan los ecos de la voz profunda de Alí Primera, aún se sienten sus acordes tocando su cuatro, emparrandao en casa de Doña Josefina de Molero cantando entre los almendrones y el nisperal, haciendo fluir la música de sus manos hacia la garganta de su panita Ricardo Cepeda, notas que se entrelazan en los brazos de sus coterráneos Tino Rodríguez y del poeta Miguel Ordoñez. Alí, el poeta irreverente que había nacido en Coro un 31 de octubre de 1942 y que siempre sintió que era huésped de honor en la casona de Armando Molero, el célebre juglar zuliano.
Esa casa de Armando y Josefina era amplia, con muchas recámaras, que los maracuchos llamamos “piezas” y un solar inmenso. Estaba ubicada frente al antiguo cine París, en las accidentadas calles de esa cerranía con vista al lago.
Según nos contaba Alí, su carrera la sustentaron cuatro fuertes pilares geográficos: Maracaibo, Barquisimeto, Paraguaná y Caracas. Fueron las cuatro urbes que mejor lo albergaron. Allí se nucleó el amor por su patria, en esas cuatro casas plurales fue donde afianzó su vocación de trovador, su intención por sembrar una nueva nación, sus ansias de redimirla.
De muchacho, Alí Rafael fue limpiabotas, boxeador, amó las peleas de gallo. Pero más que la competencia hostil en las galleras de Falcón, amó al animal hermoso, su plumaje iridiscente, su carácter valiente de ave de pelea que representa un signo popular de dignidad y la resistencia, como bien lo simbolizó El Gabo en su novela “El coronel no tiene quien le escriba”.
Esa
idolatría la mantuvo toda su vida, la materializó en su colección
de gallos artesanales, las múltiples estatuillas de maderas policromadas
que supo atesorar. Ese amor lo plasmó una vez más en su golpe “El
gallo pinto”, dedicado a Don Pío Alvarado, músico y maestro larense:
“…que bonita madrugada cuando ese gallo ha cantao…
…se
alimenta el gallo pinto con flores de siempreviva…”
Un Alí soñador que buscaba trascender, salió de Coro siendo entonces un adolescente y llegó a Caracas a buscar el mundo universitario en el año 1963. Comenzaban sus días en la quimérica Universidad Central de Venezuela. Allí llegó con la intención de estudiar química, pero en paralelo comenzaron sus cantatas estudiantiles, sus afiebradas charlas sobre la ideología marxista y su marcado talante humanista y revolucionario.
Venezuela salía del oscuro dominio militar de Marcos Pérez Jiménez, comenzaba en el país la guerrilla urbana a labrar su camino accidentado, que devino en un final desastroso. Toda Venezuela se inquietaba por la victoria de Fidel Castro en Cuba, pocos celebraban, muchos lo lamentaban. Era noticia la devastación, el genocidio causado por las tropas norteamericanas en Vietnam. Todo el planeta conoció el canto de paz y amor de los Beatles y la imagen mítica de El Che Guevara. Surgía en todo el continente el canto novedoso de la Nueva Trova Cubana, herederos de los grandes cantores latinoamericanos: Violeta Parra, Zitarrosa, Daniel Viglietti, Mercedes Sosa. Esos hechos marcaron la índole del canto emergente y combativo, del joven juglar Primera Rossell.
En el año 1968, comienzan sus andaduras por Europa, su periplo lo inicia en Rumania, allí conoció el exilio voluntario. En ese período le nacieron dos hijas de su relación con Tharja, una intelectual rumana, a las que llamó María Fernanda (en íntimo la nombró Shimpi) y María Ángela, su “Marimba”.
En la soledad del viejo continente madura su visión sobre su militancia de cantor y emprende el retorno a su patria. Graba su álbum “La patria es el hombre” y comienza una impresionante escalada en las emisoras del país, a pesar de un veto silente y progresivo a sus canciones, quizá sugerido entre dientes por los burócratas de los grandes circuitos nacionales. Sin embargo, su popularidad crecía vertiginosamente, poco a poco se convertía en una figura musical que todos querían proteger y escuchar.
El éxito de sus discos lo conmina a fundar un sello, una casa disquera propia y para ello toma el nombre de Cigarrón. Se une al gran músico venezolano Alí Agüero, extraordinario arreglista, quien produce el grueso de su obra colosal, llegando a 14 discos LP. Como constante, siempre ilustrados con cuadros de pintores venezolanos con sentido de compromiso: Héctor Poleo, Bárbaro Rivas. Al genio impresionista Armando Reverón le compuso una de sus mejores canciones:
“Reverón titiritero
Reverón el muñequero
se te fue Juana la gorda
ya no sirve de modelo……”
Alí siempre estuvo alejado de la televisión, por ser un medio de comunicación al que percibía como vulgar expendio de mercancías, como un mostrador. Él nunca quiso verse entre esa mercadería banal de la televisión, a pesar de las jugosas ofertas que recibió por actuar.
Su canto lo hicieron cinta sonora de películas nacionales en la década de los 70. Por esos años comenzaba en el país un movimiento de grupos alternos que interpretaban sus composiciones, entre otros: Los Guaraguaos, Los Cuñaos y el Grupo Guaco. También lo graban orquestas consagradas como el Gran Combo de Puerto Rico con Andy Montañés; “Cunaviche adentro”. Guaco le grabó en tiempo de gaitas “Perdóneme Tío Juan” y “Hay que aligerar la carga”, en el año 1.972, en la voz de su gran admirador Gustavo Aguado.
Alí Rafael Primera Rossell, encarnó un auténtico trovador, un poeta que captaba como una antena el sentir de su gente, para luego plasmarlo en su canto. Utilizó en sus composiciones todas las formas musicales venezolanas, especialmente la danza, ritmo orquídea, sangueo, el vals y hasta el son cubano (en préstamo solidario). Sus letras con imágenes que aún viven en la memoria colectiva:
“…El lagrimear de Las Cumaraguas, está cubriendo toda mi tierra, piden la vida y le dan un siglo, pero con tal que no pase nada, en mi tierra mansa, mi mansa tierra……”
(Canción mansa para un pueblo bravo).
“…Mira que linda la vereda, la lluvia de primavera le florecieron la piel. Ese camino va al Tocuyo, ya se escuchan los tambores de tamunangue otra vez....”
(Caña
clara y tambor)
“Llena tus labios de colorete y de ansiedad el alma se llena, todas las tardes la carretera recibe el beso de tu mirar…
…Tocayo no se me muera no se muera tocayo que están cantando los gallos para ese pueblo que espera vamos a darle una flor a aquella paraguanera...”
(Paraguanera, canción donde rinde homenaje a la mujer de su península y a su admirado periodista falconiano Alí Brett).
Toda su obra está marcada por una pasión de hombre enamorado de su paisaje, de un cantor en defensa de su flora y su pueblo. Pero también logró resonancia en Latinoamérica por su canto reivindicativo. Un hecho trascendente fue su participación en el concierto en solidaridad con Nicaragua en 1973, donde acompañado sólo por su cuatro dejó su huella de artista profundo.
En 1977 se casa con una hermosa muchacha cantora, de ascendencia libanesa, Sol Mussett. Con ella conforma una familia de cinco varones: Sandino, Jorge, Servando (personaje de Coro idílico), Florentino, y Juan Simón como surrapo, en homenaje al pueblo y al Padre Bolívar. Hoy en día, todos sus hijos son cantantes reconocidos.
También organizó “La canción bolivariana” en el estadio Luis Aparicio de Maracaibo en el año 1.983, donde participaron grupos y cantores de toda América.
Alí Primera sólo logró vivir 42 años, la muerte lo atrapó en la autopista Valle-Coche de la capital venezolana una madrugada del 16 de febrero del año 1985. Salía de grabar su canción: “El lago, el puerto y su gente”. Su cuerpo quedó lacerado entre el amasijo de hierros de su camioneta que fue impactada por un auto a muy alta velocidad. Esa madrugada aciaga, le tocó a sus coterráneo Charles Arapé, destacado locutor nativo de la Sierra de Coro, reconocer su cadáver en la morgue Bello Monte, y luego encender junto a Lil Rodríguez la pólvora del hecho noticioso con su muerte inesperada.
Sus exequias se recuerdan con una larga caravana de Caracas a Falcón entre las notas de sus canciones entonadas por estudiantes y amigos de toda Venezuela. Fue sepultado en un cementerio humilde de su provincia árida, luego de una extensa marcha fúnebre entre claveles rojos. Su emblemática camisa bermeja, su barba entrecana, sus cadenas de plata con el rostro de Jesucristo, las vimos por última vez en la plaza de la urbanización La Victoria, cuatro días antes del cruel desenlace, el 12 de febrero. Quiso cantar el “día de la juventud” ante el busto de José Félix Ribas, rodeado por los habitantes del primer pilar de esa casa que lo acobijó con amor toda su vida: Maracaibo.
Han
transcurrido casi tres décadas de esas noches de parranda en Cerros
de Marín, cerca de El Milagro. Todavía en las tardes de cielo colorado
sobre la cuenca zuliana, se escucha su danza “Coquivacoa”, sus notas
que se esparcen y rebotan desde el suelo ardiente frente al lago, hasta
las arenas falconianas de su amada Mamá Pancha. Llegan hasta el mismo
medanal donde sembramos a ese padre-cantor, para que siga germinando
entre el cardonal y las piedras de sal.