Si
somos incapaces de preservar la especie humana,
¿qué objeto tiene salvaguardar las especies vegetales?
Wangari
Muta Maathai
En estas últimas
más de dos décadas, caído el muro de Berlín y reconfigurados los
poderes globales, el mundo ha cambiado mucho. ¡Muchísimo! sin dudas;
y no para beneficio de las grandes mayorías precisamente. Se han perdido
conquistas históricas en el campo popular en lo tocante a aspectos
laborales, se acentuaron más aún las diferencias Sur-Norte, se remilitarizó
el planeta. En otros términos: triunfaron ampliamente las fuerzas del
capital en su versión más ultraconservadora. Y todo indica que ese
triunfo cambió las cosas para largo. No “terminó la historia”,
como se pretendió algunos años atrás; pero la naturaleza del cambio
en juego es, definitivamente, muy profunda, y revertirlo se ve como
algo muy lejano en estos momentos.
Como parte
de ese triunfo, hoy por hoy inapelable, se da un proceso muy particular
consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas vencedoras,
del discurso que, unos años atrás, era patrimonio de las izquierdas
políticas. Pero de ninguna manera esto tiene lugar por una evolución
progresista de la situación internacional, por un mejoramiento de las
condiciones humanas generales. Este cambio, sutilmente, puede terminar
funcionando como una mordaza contra cualquier forma de descontento,
de protesta.
Los derechos
humanos, en tanto forma de reivindicación de los principios que fundamentan
la igualdad entre todos los miembros de la especie humana, tienen ya
una larga historia, y no son, en realidad, patrimonio del pensamiento
de izquierda. Surgieron con la burguesía moderna. El mundo moderno,
la concepción política y social de la industria capitalista, tiene
como punto de partida justamente los derechos humanos. Claro
que –valga la salvedad– estos derechos (los llamados “de primera
generación”) son de carácter individual, atañen al ciudadano,
a la figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan fecundo
en la historia –los iluministas franceses, los padres fundadores norteamericanos,
ubicados todos en los finales del siglo XVIII– concibieron un mundo
de las libertades del individuo, superando así los lastres todavía
feudales, monárquicos y teocéntricos con que se movían las sociedades
europeas de ese entonces, y sus respectivas colonias al otro lado del
Atlántico. Pero de ninguna manera estos derechos, la formulación teórica
de esos principios, su visión fundamentalmente jurídica, puede conectarse
con lo que, un siglo más tarde, estaría proponiendo el marxismo, el
socialismo como corriente política.
La Declaración
Universal de los Derechos del Hombre dieciochesca (machista, ni siquiera
se menciona a la mujer) no contempla como un eje fundamental la estructura
económico-social. El acento estaba puesto totalmente en el ciudadano
como ente político: libertad de expresión, de asociación, de locomoción.
Debieron pasar años –y correr mucha sangre– para que las diferencias
económicas fueran consideradas igualmente como algo atinente al ámbito
de los derechos humanos generales (los llamados derechos colectivos,
derechos “de segunda generación”); y mucho más aún para que se
consideraran los llamados universales
(“de tercera generación”): derecho a la paz, a un medio ambiente
sano.
De todos modos,
por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su historia, el campo de
los derechos humanos sigue estando asociado fundamentalmente a la esfera
político-civil. Si bien no es una especialidad jurídica, todo apunta
a esa identificación. En una aproximación rápida –y sin dudas superficial–
puede llegar a identificárselos con democracia –hoy día palabra
ya muy desgastada, que a base de tanto manoseo significa todo y no significa
nada. En su nombre, por ejemplo, puede invadirse otro país y matarse
seres humanos–.
Si bien en
los países latinoamericanos ha ido tomando en los años recientes un
cariz de denuncia, el tema de los derechos humanos no necesariamente
está ligado a los proyectos políticos de izquierda. De todos modos,
su formulación puede conllevar algo de contestatario, en tanto abre
una crítica contra una situación dada (cualquiera fuere, sin incluir
allí forzosamente una lectura de la sociedad en términos de luchas
de clases: denuncia cualquier tipo de discriminación, de injusticia).
De acuerdo al contexto en que se haga, levantar la voz contra el Estado
como violador de derechos humanos puede tener un sentido de profunda
acusación, y por tanto, de proyecto de transformación. En Latinoamérica,
más aún en las pasadas décadas cuando los Estados contrainsurgentes
se constituyeron en los peores violadores de derechos humanos, violadores
del derecho primero a la vida incluso, levantar la voz contra esas tropelías
era profundamente subversivo. En esas latitudes los poderes dominantes
criminalizaron los derechos humanos, y hoy no es infrecuente ver que
se los liga –interesadamente, por supuesto– a la idea de “defensa
de los delincuentes”, así como años atrás se los ligaba a “defensa
de guerrilleros subversivos”. Pero los derechos humanos no tienen
forzosamente el color de la izquierda.
Protestar,
o incluso demandar al Estado porque permitió, por ejemplo, la construcción
de un aeropuerto muy cerca de una ciudad dado que eso hace molesta la
vida cotidiana de sus habitantes por el ruido excesivo (escenario posible
en un país escandinavo, digamos), no conlleva ninguna semilla de transformación
social. Es, simplemente, una protesta respecto a algo que atenta contra
la calidad de vida. Como vemos, entonces, el campo de los derechos humanos
es tremendamente amplio y puede dar para un enorme abanico de posibilidades.
Plantear cambios
profundos, o incluso plantear cualquier cambio, ha sido hasta ahora
una afrenta intolerable para los poderes constituidos, que son siempre
conservadores, en cualquier parte del mundo. Sin embargo hoy, en esta
fase de triunfo absoluto del capital, se da este fenómeno del avance
de un pensamiento que recoge la idea de derechos humanos; es posible
decir en voz alta todo aquello por lo que hace algunas décadas se masacraban
poblaciones completas. En ese sentido podríamos estar tentados de considerar
que ha habido un progreso cultural, político. Tenemos el derecho
a exigir respeto a la vida tanto como condiciones dignas de vida; por
tanto todos podemos expresar abiertamente tener derecho a vivir en paz,
a no ser discriminados por ningún motivo, a expresar sin temor nuestra
opción sexual o nuestra preferencia religiosa. Cosas quizá impensable
en el marco de la Guerra Fría, donde una visión maniquea de la realidad
no permitía estos matices, importantísimos sin duda, y donde todo
se reducía al modelo económico en juego: o se estaba con un bloque
ideológico o con el otro, lo demás no contaba.
Pero insistamos
con la idea: podemos estar tentados de considerar que hay una sustantiva
mejoría en la condición humana. Hoy, en medio de una ya extendida
cultura de derechos humanos, no se podría linchar impunemente a una
persona negra –como pocas décadas atrás todavía hacía el Ku Klux
Klan en el sur de Estados Unidos–, y hasta, por el contrario, un afrodescendiente
puede ocupar la Casa Blanca; o nadie agrediría públicamente a un homosexual
por su condición de tal –al menos en Occidente– sin consecuencias.
Aunque se los siga explotando de manera inmisericorde, nadie se atrevería
a mencionar en público algo insultante contra los pueblos originarios
del continente americano, y en cualquier país de Latinoamérica ya
no sorprende que su presidente sea una mujer. No hay dudas que se ha
dado un paso adelante, por lo menos en lo declarado. Lo “políticamente
correcto”, siempre de la mano de la idea de derechos humanos, se ha
impuesto en forma universal.
Sin embargo
–y esto es lo que debe puntualizarse con preocupación– en nombre
de los derechos humanos (asimilándolos al discurso de la democracia)
se pueden esconder situaciones de la mayor injusticia. En su nombre
se puede hacer cualquier cosa. Sólo para ejemplificarlo con algo que
ya hemos olvidado, pero que sigue siendo una herida abierta: en Kosovo,
en plena Europa, hace apenas unos años se masacró a población civil
llegándose a hablar con toda tranquilidad de “bombardeos humanitarios”
(sic) en nombre de los derechos humanos. O en su nombre, por ejemplo,
se puede llamar a la “resolución pacífica de conflictos”
(un conflicto gremial, digamos) allí donde en realidad no hay conflictos
sino reivindicaciones legítimas.
El discurso
de los derechos humanos es universal; pero por ello mismo es tan amplio
que da lugar a todo. Es el Estado quien debe, en principio, garantizar
su cumplimiento. Pero si las políticas impuestas por la globalización
del capital van contra el Estado: ¿a quién se lo exigimos entonces?
Si se toma al pie de la letra lo que los derechos humanos nos confieren
como facultades para la población, y se exige en consecuencia –aunque
no sepamos claramente a quién exigirle–, si se los pone en práctica,
por fuerza se abren confrontaciones: si todos tenemos derechos a una
vida digna, sin dudas alguien demasiado “afortunado” en la distribución
de las riquezas tendrá que renunciar a sus derechos a la propiedad;
si todos tenemos derecho a la paz, hay que terminar con la industria
bélica y la hegemonía militarista estadounidense (pero, ¿cómo lo
hacemos?); si todos tenemos derecho a un medio ambiente sano, ¿cómo
cambiamos el modelo de desarrollo insostenible en curso que inexorablemente
nos lleva a una catástrofe medioambiental global?, ¿a quién se le
exige ese cambio?
Con todo esto,
en definitiva, queremos decir que en la forma en que se concibe todo
el campo de los derechos humanos existe el riesgo (insistamos: existe
el riesgo, lo cual no significa que ello pase siempre) de quedarse en
un discurso vacío, sin incidencia en la realidad.
Mucho de las agendas de la izquierda de hace un par décadas es asumido hoy como plataforma de los grandes factores de poder, incluidos los derechos humanos. ¿No es, como mínimo, llamativo este corrimiento?