Groucho Marx
Cada vez más
puede constatarse que la lectura está en retirada, y los medios
audiovisuales –lenta pero irremediablemente– van ocupando su lugar.
Sin caer en visiones apocalípticas ni en moralinas de “viejo regañón”,
es un hecho que las nuevas tecnologías digitales centradas en lo audiovisual
tienen un peso fenomenal. ¿Puede competir acaso un profesor con su
clase magistral, o un libro, con el atractivo de una imagen colorida
y en movimiento aunada a un mensaje sonoro? Sí, claro: puede competir…,
pero el resultado no será de los más alentadores. De más está preguntar
quién “gana” (más aún: el resultado ya se puede prefigurar como
goleada vergonzante). Todo indica que la lucha entre ambos polos es
desigual, asimétrica, David contra Goliat. La UNESCO (Organización
de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura)
afirmó que en pocas generaciones más el maestro de carne y hueso irá
pasando a ser una pieza de museo porque la mayor parte de la educación
formal se hará a través de medios audiovisuales (¡no digamos ya la
informal!).
La discusión
en juego no es una simple cuestión de debate académico, un ejercicio
escolástico, discusión bizantina condenada a sesudas reflexiones…
que no trascienden la mesa del bar. Que se vaya perdiendo la cultura
de la lectura crítica y se señale eso con honda preocupación no es
la nostalgia por tiempos idos, supuestamente “siempre mejores que
los actuales”. Es la alarma que se prende por el curso civilizatorio
que vemos se va dando. ¿Triunfó la imagen sobre el discurso crítico?
Hoy por hoy todo indicaría que sí.
En nombre de
un artificio puramente expositivo podríamos tomar la televisión como
la matriz por excelencia de este tipo de construcciones. Aunque, de
todos modos, la cultura de lo audiovisual, o más precisamente aún:
de la imagen, que lo va envolviendo todo, está presente hoy día en
todos los aspectos de la vida cotidiana, más allá de la televisión.
La lectura serena y reflexiva no ha desparecido, pero sin dudas está
seriamente enferma. Hasta incluso en el mismo ámbito de la lectura
va ganando espacio esa tendencia: la prensa escrita tiene cada vez más
un formato televisivo, audiovisual, iconográfico (más imágenes que
textos), y los libros más vendidos son… ¡los de autoayuda, los de
autosuperación! (con letras bien grandes y que no exigen particular
esfuerzo de síntesis crítica).
¿Por qué
todo esto? ¿Qué hace que se prefiera cada vez más “copiar y pegar”
a horas de lectura analítica? ¿Por qué el impacto de una imagen bien
presentada –y eso lo saben a la perfección todos los diseñadores
y asesores de imagen de lo que sea: publicistas, mercadólogos de la
política, cosmetólogo varios– tiene una fuerza fenomenal comparada
con un texto? (siempre más “aburrido”, poco convincente, plano).
Que la especie
humana es inteligente y realiza cosas maravillosas está fuera
de discusión. Por lo pronto haber podido llegar a inventar estos ingenios
tecnológicos que logran recrear virtualmente la realidad es un portento
digno de admiración. Pero eso no quita que, en muchos aspectos, permanezca
muy cerca de sus antepasados de la escala zoológica. Al igual que sus
parientes no tan lejanos, los insectos voladores, la fascinación por
la imagen deslumbrante que sigue habiendo en los humanos es evidente.
Las “luces de colores” atrapan, al igual que el bombillo eléctrico
lo hace con cualquier insecto volador. Para prueba evidente: toda esta
civilización que comenzó a cundir desde el pasado siglo y que las
tecnologías más desarrolladas aprovechan al máximo: la civilización
basada en el “¡no piense, mire la pantallita!” (de lo que sea:
los videojuegos, el cine, el internet, las pantallas de los teléfonos
móviles, y como hermana mayor de todo ello: la televisión). ¿Qué
tiene esta nueva tecnología de las comunicaciones iconográficas que
cautivó de una manera tan masiva a tanta población? ¿Por qué no
para de crecer su auge? ¿Por qué “las luces de la ciudad” –valga
la metáfora en todo su más amplio sentido– atrapan de ese modo?
(300.000 personas por día en todo el mundo salen de áreas rurales
para dirigirse a megaurbes atiborradas de “luces de colores”, pantallas,
carteles).
No es ninguna
novedad que la imagen tiene un poderosísimo atractivo fascinante en
todo el reino animal; una larga tradición de psicología de la percepción
y de rigurosas investigaciones en etología lo confirma: así como los
insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos también sucumbimos
a los destellos luminosos. La dificultad del sistema nervioso superior
del ser humano para distinguir las imágenes virtuales de las reales
conlleva esta situación. Los “espejitos de colores” con los que
los conquistadores europeos fascinaron a los pueblos amerindios lo confirma;
de hecho la misma expresión “espejitos de colores” pasó a ser
sinónimo de engaño, de venta de irrealidades, de artimañas. ¿Qué
es la fascinación sino un dejarse llevar por una fantasía, por algo
de algún modo ficticio? (imágenes virtuales). La psicología de la
percepción y su aplicación a la mercadotecnia tiene mucho que decir
al respecto; ¿alguna vez pensamos por qué los logotipos de las marcas
más famosas del mundo –hagamos el ejercicio de recordar algunas–
tienen todas los mismos colores: rojo, amarillo y blanco?
La imagen va
de la mano de un cierto nivel de ilusión/artimaña: es la seducción
personificada. La moderna cultura de las pantallas vendedoras de sueños
(todas estas que se mencionaron, ahora en versión tridimensional, y
sin saber qué nuevos artificios podrán sumarse a la lista) lo muestra
de modo contundente. En esa perspectiva se encaja el crecimiento exponencial
de los teléfonos móviles de última generación donde pareciera que
lo más importante no es tanto la comunicación oral sino lo que muestra
la pantalla. Estudios recientes indican que en muchos países alrededor
de la mitad de los aparatos vendidos estos últimos años no va acompañados
de la activación de una línea nueva sino que se compran simplemente
por el gusto de acceder a esa fascinante novedad de los nuevos equipos
–más vistosos, con pantallas más subyugantes, más y mejor presentados
como nuevos “espejitos de colores”–.
Que la imagen
tiene esta faceta “tramposa” es ya de largo tiempo conocido. Debidamente
procesada y puesta al servicio de proyectos de poder (léase: televisión
comercial que creció imparable estas últimas décadas) es sabido que
constituye un instrumento sumamente peligroso. Como un intento de acotar
su fabuloso poder, en muchas ocasiones se intentó limitarla con sanos
consejos:
- No hacer de la televisión el centro de los momentos en que la familia se reúne habitualmente.
- Elegir los programas: no ponerse ante la televisión y ver qué hay.
- Acabar cuando se acabe el programa elegido.
- Limitar el tiempo de televisión a los niños y jóvenes en edad escolar.
- No temer que los niños (ni los mayores) se aburran si no están viendo la tele.
- Los estudiantes, de cualquier edad, no deben hacer sus tareas escolares frente a la televisión.
- No poner aparatos de televisión en los dormitorios infantiles y juveniles.
- No usar la tele como niñera.
Todo lo dicho
para la omnipotente televisión puede hacer extensivo hoy a cualquiera
de los nuevos ingenios audiovisuales que van poblando nuestro mundo,
desde la agenda electrónica inteligente a las pantallas planas con
tecnología LCD que se encuentran en cuanto lugar imaginemos (un baño
público, un avión, estadios de fútbol, iglesias, moteles por hora),
desde los nuevos teléfonos móviles hasta los dispositivos para tener
sexo virtual (sí, sí: ¡ante una pantalla, con lentes tridimensionales,
en solitario! Por cierto, según encuestas confiables, valga recordar
que alrededor de un tercio de las consultas a páginas electrónicas
en internet son sitios de sexo virtual). ¿A eso nos lleva, en definitiva,
la cultura de la imagen?
¡Sí! Exactamente
eso: el primado del ostracismo, de la negación del texto, o si se quiere:
del otro, del intercambio. Es la inmediatez absoluta, sin mediaciones.
Es la fascinación. Insistamos: ¡no estamos tan lejos de los insectos!
Más allá
de buenos y bienintencionados consejos (léase la lista de más arriba),
la experiencia nos confronta con que la televisión ¡es! el centro
de las reuniones familiares, que se mira cualquier cosa sin importar
en lo más mínimo el contenido (la imagen atrapa así como el insecto
queda embobado con la fuente lumínica), la tendencia es a tener no
uno sino ¡varios! aparatos en cada casa –aún las humildes– y que
no hay una tendencia decreciente de todo esto sino, por el contrario,
en franco aumento. Las pantallas (“espejitos de colores”) van rigiendo
cada vez más nuestra vida.
¿Y dónde
queda la lectura crítica?
Los poderes
saben lo que hacen. El auge monumental de las tecnologías digitales
es buen negocio, indudablemente (hoy día sus productores/comercializadores
van siendo las empresas con uno de los mejores rendimientos económicos
y entre ellos se encuentran las personas más ricas del mundo). Pero
la cuestión es más que negocio: es también un arma de sujeción,
de control político-ideológico.
De todos modos,
lo que quiere hacerse notar ahora es que, en parte porque así lo deciden
los poderes (“nuestra ignorancia ha sido planificada por una gran
sabiduría”), pero en buena medida también porque hay una lógica
que se mueve sola y en cierta forma se escapó de todo control, la cultura
de la imagen se entronizó y está dando lugar a un nuevo sujeto.
¿Cómo será el ser humano del mañana? No lo sabemos, y sentarnos a pensar eso puede tener mucho de quiromancia inservible, útil solamente para pasar el rato. Pero de lo que no caben dudas es que se está construyendo un nuevo sujeto (¿un nuevo monstruo?) que –pareciera– puede echar por la borda una actitud crítica y pensante producto de años (siglos, ¿milenios?) de maduración. Las tecnologías sirven cuando son instrumentos que nos facilitan el diario vivir. Si empezamos a vivir para alimentarlas, si pasa a ser más importante la herramienta que el ser humano que la usa… ¡se hace imprescindible retomar muy en serio el epígrafe de Groucho Marx!
mmcolussi@gmail.com