Escribir sobre este tema con carácter crítico puede traerme más sinsabores que otra cosa. Hasta no sería improbable que Eduardo Galeano –un “discapacitado capilar”, según su expresión, y escritor igual que yo (bueno… quizá no tan iguales más allá de la calvicie, pero colegas al fin o, al menos, sudamericanos ambos)– reaccionara airado si leyera este escrito, tan defensor del fútbol como es.
Pero sin dudas hay que abrir una crítica con todo lo que ha venido sucediendo con el fútbol, esta “pasión de multitudes” como suele llamársela, en estos últimos años, y a pasos cada vez más acelerados.
Los campeonatos mundiales ponen en evidencia de un modo particularmente grotesco lo que ha pasado a ser el fútbol profesional en nuestra aldea global: un fabuloso mecanismo de control social.
Sería ingenuo pensar que el Campeonato Mundial, esa parafernalia mediática que cada cuatro años crea un escenario ilusorio de 30 días de duración, sirve a los poderes fácticos para hacer o dejar de hacer lo que son sus planes geoestratégicos de dominación a largo plazo. No necesitan de él para invadir países, para aumentar el precio de los combustibles o para desviar la atención sobre la catástrofe medioambiental en curso debida al mismo modelo insostenible de desarrollo, sólo por dar sólo algunos ejemplos. Si hay “lavado de cerebro” de parte de las clases dominantes –¡y definitivamente la hay!– ello no se realiza porque durante un mes se inunden las pantallas de televisión con partidos de fútbol y media humanidad ande hablando sólo de los astros de moda, de cuánto ganan en cada fichaje o del nuevo modelo de ropa deportiva. El proyecto es más insidioso, más maquiavélico: se trata de controlar en el día a día, abrumando con partidos y más partidos, y más campeonatos y más ligas… ¿Cuántas horas diarias de fútbol consume por televisión un habitante promedio? ¿Mejora eso de algún modo su relación con el deporte? ¿Por qué ese crecimiento exponencial del fútbol profesional –amateur ya no existe, es casi una pieza de museo– en todo el mundo?
No hay dudas que, al igual que todo gran evento de proporciones enormes, puede funcionar puntualmente como distractor de masas, tal como también lo puede ser la boda real o la muerte de alguna estrella de la música pop, por ejemplo. No otra cosa fueron el que organizara la dictadura militar argentina en 1978, con el que se intentó lavar la cara en su sangrienta guerra sucia, o el de la Italia fascista de 1934, en el que se buscaba a toda costa disciplinar y mantener ocupada a una clase obrera demasiado “rebelde”. De todos modos quedarse con la estrecha idea que estos campeonatos son las cortinas de humo de gobiernos dictatoriales es ver sólo un lado del asunto, y quizá sesgadamente.
En todo caso, los Mundiales evidencian el papel que en la moderna cotidianeidad ha pasado a desempeñar el fútbol profesional (independientemente que, como deporte –en eso estamos totalmente de acuerdo con Galeano– sea muy bonito, vistoso, picaresco). En forma creciente, desde mediados del siglo pasado, y sin detenerse, aumentando cada vez más, el negocio del fútbol sirve como “opio de los pueblos”. Lo que sí es evidente es que el fútbol como espectáculo mediático para consumir –por televisión más que nada– crece sin parar. Ello, evidentemente, no es decisión de quienes estamos condenados a consumirlo en forma pasiva sentados ante un televisor sino de grandes poderes que fijan el curso de lo que sucede en nuestro atribulado mundo.
Que ello es gran negocio, es innegable (lo que mueve globalmente cada año representa la decimoséptima economía mundial). Lo que sí puede deducirse es que poderes globales de largo aliento que están más allá de las administraciones gubernamentales de turno, también lo aprovechan como droga social, como anestesia. El Mundial no es sino una dosis un poco más fuerte del “pan y circo” cotidiano al que nos someten, con dos, tres o más partidos diarios durante los 365 días del año, y con una cantidad de torneos que ya cuesta memorizar. ¿Cuántos partidos y cuántas copas se están disputando en este momento, cuando estamos leyendo estas páginas? ¿Cuántos millones de personas están ahora prendidos a un televisor (o radio, o pantalla de computadora quizá) siguiendo una transmisión de fútbol, anestesiados, embobados si queremos decirlo así?
Si algo podemos criticar con fuerza no es el fútbol como deporte (¡que vivan todos los deportes, por supuesto!, y ojalá todos practiquemos alguno) sino todo el circuito político-económico que ha ido formando su profesionalización creciente así como su utilización en tanto mecanismo de control de masas, ahora ya a nivel planetario. El Mundial es sólo una pildorita de esa medicina.
Hoy día pareciera imposible pensar en desprofesionalizar el gran circo del fútbol, pues eso implicaría chocar con poderes monumentales. Eso, sin dudas; pero vale la pena abrir la crítica sobre todo esto. ¿O preferimos quedarnos sentados ante la pantalla y mañana comentar el partido del caso con los amigos?
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