“Para
los de arriba hablar de comida es una pérdida de tiempo. Y se comprende,
porque ya han comido”.
I
Acometer el
tema de la pobreza es particularmente difícil. Lo es por varios motivos.
Por un lado, porque es muy complejo determinar claramente sus causas,
el proceso que la instaura, su dinámica general. Pero por otro, porque
es infinitamente más dificultoso encontrarle soluciones concretas.
Indicando rápidamente,
quizá como primera aproximación, que identificamos pobreza con
carencias materiales, con falta de recursos, podría decirse que la
historia misma de la Humanidad es una constante lucha contra este fantasma.
El puesto del ser humano en el mundo no está asegurado de antemano;
su realización es una permanente búsqueda de la satisfacción de necesidades
básicas que le permiten sobrevivir, búsqueda que, a inicios del siglo
XXI y con todo el potencial técnico que se ha llegado a acumular, no
termina nunca de colmarse. Hoy día se produce entre un 40 y un 50 %
más del alimento necesario para nutrir a toda la población mundial,
pero el hambre sigue siendo la principal causa de muerte de nuestra
especie, mientras que la actividad más dinámica, que conlleva las
más altas cuotas de inteligencia incorporada y genera la mayor ganancia,
es ¡la producción de armas!
De todos modos,
la idea de pobreza no está especialmente ligada a ese estado originario
de carencia que debe ser satisfecho día a día. Un pueblo determinado,
en cualquier momento de su historia, simplemente debe cumplir con el
colmado de esos satisfactores para seguir manteniéndose como unidad,
con la tecnología que dispone según su grado de desarrollo (paleolítico,
agricultura de subsistencia, sociedades post industriales, etc.). En
esa tarea cotidiana, independientemente de su capacidad productiva,
no se siente “pobre”. La noción de pobreza aparece cuando hay puntos
de comparación: una sociedad es pobre con respecto a otra vista como
rica, una clase social es una u otra cosa relativamente a otra, así
como lo puede ser un individuo, sólo en parangón con otro -un anacoreta,
aunque desnudo, puede ser infinitamente rico, comparada su vida espiritual
con la de otro, un ciudadano urbano “estresado” por sus deudas,
digamos-. La pobreza habla, en todo caso, no de la cantidad de medios
de sobrevivencia sino del modo de su apropiación, de su distribución
social.
El jefe de
una tribu bosquimana es pobre puesto en la bolsa de valores de New York,
pero no lo es en su contexto originario: allí es el jefe. Seguramente
hoy la vida de un trabajador término medio de cualquier país industrializado
es más rica en cuanto a acceso a bienes materiales en relación a lo
que puede haber sido la de un faraón egipcio, o la de un Inca del Tahuantinsuyo.
Pero hay una diferencia sustancial entre la vida del ciudadano actual
y la de un monarca.
Con todo esto,
entonces, queremos situar la idea de pobreza -y por tanto su contrario:
la riqueza- en tanto productos históricos, sociales. Un monarca, un
jefe, el sacerdote supremo de la tribu, etc., dispone de una cuota de
poder definitivamente superior a la de un asalariado moderno con acceso
al confort material generado por la industria de estos últimos 100
años, el cual no deja de ser, pese a todos los bienes materiales, más
pobre en términos de relación política. Sería tonto quizá preguntar
cuál es más rico o cuál más pobre. En todo caso esto nos ilustra,
una vez más, de lo complejo del tema. La reina Isabel la Católica,
en el poderoso reino español de fines del siglo XV e inicios del XVI,
estuvo ocho años con la misma blusa como promesa hasta que se venciera
a los moros. ¿Alguien osaría decir que era una pobre diabla mugrienta?
II
Hacer una lectura
histórica del concepto de pobreza lleva a una exégesis que, además
de no ser el objetivo de este breve artículo, implicaría un recorrido
monumental por la historia humana. Recorrido que debería tomar en cuenta
los distintos momentos habidos en relación al desarrollo de la capacidad
productiva, y a la forma en que el producto de esa capacidad fue repartido
socialmente.
Pobres ha habido
siempre, dice una visión simplista de las cosas. ¿Pero desde cuándo
es posible comenzar a encontrarlos como tales en la historia? En la
época de las cavernas nada podría autorizar a verlos como realidad
social concreta. En todo caso, ante ese paso trascendental que significa
la humanización de algunos monos, más bien deberíamos ver una riqueza
cualitativa fenomenal: un animal comienza a modificar su entorno natural,
produce cambios deliberadamente, trabaja. He ahí una primera riqueza
humana espectacular, aunque las condiciones materiales de sobrevivencia
de aquellos ancestros hoy las pudiésemos ver como de la más radical
pobreza.
Se puede hablar
con propiedad de pobres, ya como categoría sociológica, en la medida
en que aparecen sus contrarios: los ricos. Las sociedades claramente
divididas en clases sociales presentan pobres: hay una división clara
entre los que tienen y los que no tienen. ¿En nombre de qué sucede
esto, se establece, se acepta, se sacraliza? ¿Qué mecanismo natural
lo decide? No entraremos a ver el por qué de esta dinámica histórica,
dado que el tema exige, en sí mismo, un desarrollo infinitamente más
amplio de lo que aquí nos proponemos. Lo que sí puede anticiparse
es que el intentar dar respuestas convincentes a estos interrogantes
ha suscitado reflexiones, tomas de posiciones, revoluciones y un sinnúmero
de acciones varias en la historia universal, sin que hasta el momento
se haya superado el problema (porque sigue habiendo pobres y ricos todavía,
y como van las cosas, nada hace pensar que eso vaya a desaparecer en
lo inmediato).
En tanto hay
una injusta, una inadecuada repartición del producto social, hay pobres.
Esto es: los pobres se definen en relación a sus contrarios. Aunque
pueda parecer un juego de palabras (pero no lo es, por cierto), es especialmente
reveladora esa oposición: hay pobres en tanto hay ricos, hay quienes
tienen menos (están carenciados) en tanto hay otros que tienen demasiado
(les sobra).
¿Por qué
a algunos les sobra y a otros les falta? Este es el eje medular para
entender el fenómeno de la pobreza: hay quienes tienen poco porque
otros poseen de más.
Entendida así,
entonces, la pobreza es un fenómeno enteramente humano, social. No
tiene parangón en el campo natural, no depende de ningún determinante
físico-químico. Insistimos con el concepto: la pobreza no se define
por la cantidad de riqueza que se le opone sino por la calidad de su
distribución. Un rey, aún en taparrabos, es rey, es rico, comparado
con sus súbditos. Y desde otra cosmovisión, un ascético anacoreta
en su reclusión voluntaria, aunque casi no coma ni acceda a los placeres
de la vida terrenal, en su riqueza espiritual se siente infinitamente
más rico que el mundano común. ¿Desde dónde y cómo “medir”
la pobreza entonces?
III
Hoy día, totalmente
envueltos por una lógica mercantilista, por una cultura del consumo
a cualquier costo (capitalista, para decirlo sin tanto rodeo), entendemos
el concepto de pobreza en relación indisoluble con la carencia de recursos
materiales.
Desde ya, esa
noción es correcta en un sentido: con el auge espectacular de la producción,
merced a la revolución científico-técnica puesta en marcha hace un
par de siglos y ya nunca más detenida, siempre más rápida y en perenne
expansión, la dinámica generalizada se resume en el tener, en el consumir.
El sentido implícito del proceso de humanización, del progreso, es
tener cosas materiales. La vida termina valorándose en términos de
objetos; se es lo que se tiene.
En ese escenario
-impuesto desde que la economía capitalista europea comenzó a expandirse
por el mundo, actualmente globalizado y entronizado con una fuerza desconocida
anteriormente en la historia- ser pobre significa no disponer de todas
las cosas que la productividad humana moderna puede ofrecer. Civilizaciones
agrarias milenarias, que lograron desarrollos fenomenales en términos
culturales (la hindú, las americanas precolombinas, la china) pasan
a ser pobres frente a la avalancha modernizadora de oferta de bienes.
Surge ahí el mito del “desarrollo”, y su contrario: el “subdesarrollo”'.
No cabe ninguna
duda que la forma en que se va construyendo la sociedad global entre
desarrollados y subdesarrollados es, además de injusta en términos
éticos, absolutamente insostenible como proyecto humano. No es aceptable,
pero mucho menos es viable en el tiempo y en relación a los recursos
que provee la naturaleza, un modelo de organización social donde el
20% de la población humana consume el 80% del producto total.
Ligando la
pobreza a esta visión fundamentalmente material, es descarnadamente
real que la brecha entre “ricos desarrollados” y pobres “en vías
de desarrollo” crece. Si el sueño del progreso científico-técnico
que ilusionó cabezas y corazones en pleno auge positivista, en los
inicios de la expansión del modelo capitalista, hizo albergar expectativas
respecto a una paulatina, pero finalmente total, extinción de la pobreza
en el mundo, hoy, más aún con las tendencias neoliberales triunfadoras
en este momento, se ve que ese prosperidad universal está muy lejos
de alcanzarse. Por el contrario: la brecha entre ricos y pobres (entre
Norte desarrollado y Sur subdesarrollado, así como entre estratos beneficiados
y postergados en lo interno de cada estado nacional -fenómeno más
especialmente acentuado en el Sur-) crece. Dicho de otra manera: la
pobreza crece. O más descarnadamente aún: los pobres de carne y hueso
crecen. De tres nacimientos que se producen por segundo en el mundo,
dos de ellos tienen lugar en un barrio marginal de alguna atestada macro-ciudad
del Tercer Mundo.
En el año
1820 el 20% más rico del planeta tenía 3 veces más que el 20% más
pobre; para 1913 ese 20% más rico ganaba 11 veces más que el 20% más
pobre. En 1997, con un crecimiento descomunal de la productividad en
términos históricos, el 20% más rico accedía 74 veces más a las
riquezas producidas que el 20% más pobre. En países como Brasil y
Guatemala esa diferencia es aún mayor, llegándose al extremo patético
de 120 a 1. El 6% de la población mundial posee el 59% de la riqueza
total del planeta, y 98% de ese 6% de la población vive en los países
más ricos. La población estadounidense, pese al declive que hoy día
experimenta su país como unidad nacional (¡pero no así sus grandes
empresas transnacionalizadas!), consume el doble de lo que consumía
en la década del 50 del pasado siglo, en su momento de mayor auge económico.
Un perrito
de un hogar término medio de un país del Norte consume en promedio
anual más carne roja que un habitante del Tercer Mundo. Mil millones
de personas no tienen acceso al agua potable, en tanto que 1.300 millones
de personas disponen de menos de un dólar diario para vivir. 1.000
millones son analfabetos. Era de las comunicaciones, pero la mitad de
la población mundial está a no menos de una hora de marcha del teléfono
más próximo. Según estimaciones de organismos internacionales, el
costo anual adicional para lograr el acceso universal a servicios sociales
básicos en todos los países en desarrollo sería de 15.000 millones
de dólares americanos (enseñanza básica, agua y saneamiento para
todos), en tanto que en los Estados Unidos se gastan 8.000 millones
anuales en cosméticos, y 11.000 millones son gastados anualmente en
Europa en helados.
Según datos
de Naciones Unidas, el patrimonio de las 358 personas cuyos activos
sobrepasan los 1.000 millones de dólares -que pueden caber en un Boeing
747- supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el
45% de la población mundial.
No caben dudas:
lamentablemente, pese a la ¿cooperación al desarrollo? existente,
la pobreza crece. Valga agregar, como dato no menos escalofriante, que
en 50 años de “cooperación” que el Norte viene desplegando con
el Sur, desde la ya legendaria Alianza para el Progreso del presidente
John Kennedy en los años 60, ni un solo pobre en el mundo dejó de
ser tal gracias a estos mecanismos de ¿solidaridad?, lo que muestra
que esas políticas no son sino otros tantos instrumentos de control
social.
Además de
constatarlo por los datos anteriores (escalofriantes desde ya), podemos
ver ese crecimiento de la pobreza con otros indicadores (no menos alarmantes):
en el planeta, y fundamentalmente en el área desarrollada, se destinan
más de 500.000 millones anuales para drogas (segunda actividad económica
de la especie humana en la actualidad) y más de un billón anual (más
de 30.000 dólares por segundo) a gastos militares (el rubro más rentable).
Que se gasten esas cifras astronómicas en helados, cosméticos, estupefacientes
y armas también nos lo dice: la pobreza crece (¡y no necesitamos ser
el ermitaño asceta para entender lo que eso significa!).
IV
Estamos frente
a un prejuicio, hoy ya globalizado, donde la idea de desarrollo está
ligada indisolublemente a progreso material. Grandes culturas de la
historia, con enormes avances técnicos, con profundas enseñanzas morales,
medioambientales, con reflexiones acerca del fenómeno humano de gran
valía, como lo decíamos más arriba, puestas en comparación con el
rasero técnocrático-economicista que rige actualmente el mundo, aparecen
como atrasadas, pobres. Lo son, según ese criterio, porque no han seguido
el ritmo de crecimiento técnico y de acumulación de riquezas que se
dio en Europa. ¿Son “pobres” la tragedia griega, la cosmovisión
maya, el arte chino, la filosofía budista?
¿Podríamos,
con una actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir llamando pobre
a una cosmovisión que pone el acento en el equilibrio ser humano/medio
ambiente (como por ejemplo la de los pueblos americanos tradicionales)
cuando vemos el disparate ecológico que ha causado el desarrollo industrial,
con niveles de degradación del planeta por falta de previsión y afán
enfermizo de lucro rayanos en la demencia? ¿Cuál es ahí la riqueza?
¿Podríamos,
con una actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir llamando pobre
a civilizaciones que no necesitan de un consumo cada vez más masivo
de narcóticos para huir de sus realidades como sucede en los países
industrializados? ¿Cuál es ahí la riqueza?
¿Y cuál es
la riqueza que nos propone el modelo de consumo desarrollado? Fundamentalmente
eso: ¡consumo! Consumo como motor de la vida, consumo por el consumo
mismo. Su arquetipo es un ciudadano tranquilo, que no protesta (que
tampoco disfruta la tragedia griega ni el arte chino), sentado ante
la pantalla de televisión (¿Hollywood, Walt Disney?), tomando Coca-cola
y usando sus tarjetas de créditos. ¿Esa es la riqueza? Valga decir
que todo eso luego hay que pagarlo, y hoy vemos, con la crisis galopante
del imperio mayor del capitalismo, por dónde van las cosas: la deuda
es materialmente impagable, tanto la pública como la privada (cada
ciudadano estadounidense tiene en promedio 5 tarjetas de crédito y
7.000 dólares de deuda). ¿Dónde queda la riqueza?
Por cierto
que no se pretende transmitir una idea ingenuamente bucólica de civilizaciones
no-occidentales pre industriales; desde ya que la calidad de vida que
la tecnología nos puede proporcionar (agua potable, saneamiento ambiental,
más y mejores alimentos, educación para todos, comunicaciones, más
tiempo libre, etc.) es fabulosa, y por cierto hay que bendecirla. Las
comunidades hippies de no-consumo, en tanto islas alternativas en medio
de la vorágine moderna, son insostenibles (la historia lo demostró).
Lo que debe ser puesto en debate -debate que, por cierto, ya está abierto,
y debe seguir alimentándose- es la idea de riqueza que los modelos
modernos y post modernos nos ofrecen.
La riqueza
no puede ser solamente consumir. Gastar cantidades impresionantes en
helados, mascotas, cosméticos o estupefacientes junto a gente que come
una vez por día, o no come, no constituye ninguna riqueza en términos
humanos. Habla, en todo caso, de modelos de desarrollo, de visiones
de la vida y de proyectos de ser humano que evidencian, fundamentalmente,
una pobreza existencial profunda (alarmante, sombría). Si esa es la
riqueza que nos ofrece el post-modernismo (cada uno con su propio vehículo,
consumiendo gaseosas y hamburguesas -¡o estupefacientes!-, y con la
lap top hasta para ir al baño), si la profundidad de la tragedia griega
se reemplazó por King Kong y la hondura de los sistemas de pensamiento
orientales dieron lugar a los libros de autoayuda realmente, como dijera
Saramago, nos merecemos desaparecer come especie.
Desde ya el
problema de la pobreza no es una cuestión de actitud moral, de caridad
para con el desposeído. Ejércitos de Madres Teresas y de voluntariados
(tan a la moda hoy día) no alcanzan; ni siquiera sirven para hacerle
cosquillas al problema. El tema de la pobreza es claramente una de las
preguntas medulares que atraviesan la historia humana. Que su respuesta
debe ser difícil lo evidencia el estado actual del mundo: cada vez
más armas, más helados y más cosméticos, y cada vez más pobres
(y no sólo los que no comen; también los que no saben qué hacer con
el tiempo libre.... ¿consumir Hollywood, o videojuegos? ¿Drogas quizá?).
La pregunta en torno a la pobreza es una interrogación sobre la condición
humana misma. ¿Por qué nos resulta tan tentador dejarnos seducir por
la Coca-cola y las hamburguesas? ¿Tan pobres somos?
Luchar contra la pobreza implica, como mínimo, repartir más equitativamente los productos del trabajo humano (lucha política fundamentalmente -que indirectamente incluye lo militar, continuación de la política por otros medios-). Pero también implica no dejarnos de plantear esas preguntas que hacen a lo más hondo de nuestra existencia. Digámoslo con un ejemplo: la población de Europa del Este, todavía en la era del “socialismo real”, ayudó a hacer caer el muro de Berlín fascinada por la videocasetera o el pantalón vaquero que sus economías no le proveían. Hoy se lamentan de lo perdido, y en cada ocasión que tienen, manifiestan su añoranza por la seguridad material mínima que ya no pueden tener. Entonces, complementando la pregunta anterior, habría que agregar -para preguntarse con la misma fuerza-: ¿por qué nos seducen tanto los espejitos de colores?