Una revolución en el pensamiento revolucionario.

Un amigo comunista, en la década de los 90, cuando era Senador por Miranda postulado por la Causa R, en un encuentro ocasional frente al Palacio de las Academias, entre las usuales muestras de afecto de estos casos me dijo con evidente tristeza, “camarada, que vaina nos echo Gorvachov”. Y en cierto sentido tenía razón mi amigo. Ciertamente la perestroika le había puesto fin a un símbolo de la izquierda: la URSS como centro de poder capaz de enfrentar al imperialismo capitalista. Y eso fue una verdadera contrariedad no solo para las fuerzas revolucionarias. Lo fue para la humanidad en su conjunto al darle paso a la hegemonía de un poder omnímodo y arbitrario originado en la concentración de medios en los EEUU. El desvanecimiento del imperio soviético – porque se trataba de un verdadero reino - aparte de momentáneamente interrumpir el proceso dialéctico que ha marcado la historia del ascenso humano, rompió el precario balance de poder que había potenciado el multilateralismo representado en la ONU. Lo que se llamó el equilibrio del terror permitió un margen de libertad de acción a los estados del sistema internacional, que entre otras cosas toleró la asociación de los gobiernos y los pueblos periféricos en el poderoso movimiento de los no alineados y, con él, el surgimiento de una resistencia a escala global hacia el uso del poder puro como instrumento para definir el orden mundial. En esa resistencia multiforme, expresada principalmente, aunque no únicamente, por los movimientos pacifistas y ecologistas, esta lo que llamo la revolución en la revolución.

Lógicamente Venezuela no estuvo ajena a esta transformación que modifica especialmente la forma de hacer política, centrada en la idea del partido y su doctrina. Sin que fuera percibida, la acción de las organizaciones políticas fue sustituida paulatinamente por la actuación de asociaciones, en muchos casos ad hoc, vecinales y funcionales, las cuales a la par de buscar solucionar sus problemas concretos inmediatos, rechazaban un orden sustentado en el ejercicio del poder dentro de la idea de una representatividad ficticia. En el campo específico de la izquierda, de hecho las vanguardias ilustradas, en representación del proletariado, perdieron el monopolio de impulsar la revolución entendida como salto cualitativo que imperiosamente conducía a la sociedad comunista. Asistimos, como ocurría a lo largo y ancho del planeta, al ascenso en la potencia de formas de poder en un espacio que ha dejado de ser absorbente, es decir compuesto de organizaciones tradicionales que funcionan como tubérculos – acumulando poder en detrimento de su entorno social y ecológico – para convertirse en rizónico. Es decir, en redes que a manera de raíces fasciculadas, como en las plantas rizoforáceas, extienden sus raíces por amplios espacios nutriéndose de su entorno pero a la vez alimentándolo fijando el terreno y la humedad. Se trata de un fenómeno que en la práctica enfrenta el poder concentrado en los partidos de todos los signos y en las corporaciones asociadas en lo que llaman la sociedad civil, al poder difuso en los múltiples y variados agregados sociales, cada uno en busca de la solución de sus problemas inmediatos y en conjunto resistiendo la concentración de medios en las organizaciones tradicionales. Una aglutinación que se traduce en privilegios generadores de desigualdades odiosas. Ahora las respuestas a las demandas sociales no pueden formularse en términos de las esperanzas de un futuro mejor propuesto por una ideología de naturaleza finalista. Ya se trate de la sociedad comunista o del fin de la historia. La contestación debe ser aquí y ahora.

Esa realidad, que ha afectado hasta la propia concepción de la guerra, ha producido tres fenómenos aparentemente inconexos: la tendencia al fraccionamiento de las fuerzas políticas; el incremento de la apatía; y, el resurgimiento del caudillismo. Estas anomalías, que en otras latitudes se han presentado aleatoriamente, en proporciones variables, en Venezuela se presentaron casi sincronizadas. Presenciamos el fraccionamiento tanto de las fuerzas conservadoras, incluyendo las llamadas moderadas o de centro, como de las fuerzas de cambio, al mismo tiempo que crecía la apatía manifestada en la abstención electoral y, el líder carismático fue substituyendo al partido. Lo primero respondía a la acción oportunista de buscar captar el descontento de la sociedad en su conjunto ante la ineficacia del sistema político frente a la solución de problemas concretos. Lo segundo, confundido con un conformismo, expresaba la desconfianza y, hasta la resistencia de las sociedades a un sistema electoral, base de la legitimación del ejercicio del poder, donde la voluntad individual del ciudadano era substituida por el marketing político. Y lo tercero, era el producto combinado de la necesidad de gobierno y de la ausencia de instituciones eficaces para llenarla. Fue el último fenómeno, que tuvo como antecedentes los intentos de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, lo que colocó a Hugo Chávez como el líder carismático en dominio de la escena política nacional, uniendo las fuerzas contestatarias, mientras la nueva dinámica política fraccionaba aún mas las conservadoras. Sin dudas, en su liderazgo se articula ese poder difuso conformado por las redes sociales descentralizadas que trascienden el ámbito de dominio del Estado venezolano.

Incuestionablemente en este cambio jugo un papel significativo la tradición democratizadora y en particular su expresión radical, el jacobinismo de la izquierda transmitida por los partidos revolucionarios. Sus ideas básicas de igualdad, libertad y justicia social, desarrolladas dentro del humanismo, han estado presentes en la generación de estos movimientos con apariencia anárquica. Del mismo modo que ha sido determinante la reacción represiva que a escala mundial y local han tenido las fuerzas conservadoras que han acumulado históricamente los factores de poder. Esta ha obrado como agente unificador a escala global de este conjunto informe de asociaciones contestatarias. Y, positivamente, ha sido un catalizador la nueva revolución científica y tecnológica, especialmente en el campo de la información y las comunicaciones. Es en el terreno mediático donde se realiza la nueva forma de hacer política. Y en él no caben las organizaciones tradicionales absorbentes, ni siquiera la vieja estructura del Estado, dada la accesibilidad a medios alternativos del hombre común. Y en ese contexto presenciamos en nuestro medio como las viejas organizaciones revolucionarias, aglutinadas en su mayoría en torno al líder carismático, pretenden absorber la masa descontenta en franca competencia entre sí. Es un intento vano. El reto es darle organicidad a ese poder difuso para lograr la eficacia en la acción de dirección y, eso demanda la adopción de una visión de la política que la conciba como una ciencia y una técnica para enfrentar y resolver el problema social de la subsistencia, y no la utópica finalista, o la liberal pesimista, que marcaron nuestra historia y la de la humanidad en los dos últimos siglos.


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Alberto Müller Rojas


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