Los índices de precios al consumidor (IPC) en una sociedad donde haya exagerada libertad funcional para que los comerciantes y prestadores de servicios varios los fijen a su antojo y según sus particularidades empresariales e individuales, tales estadísticos pierden razón de ser.
En consecuencia, todo el esfuerzo humano y dinerario que en su elaboración gaste el Estado es un craso caso de malversación de fondos. Contra esa realidad se estrellan todos los intentos intervencionistas en materia dineraria del mismo Estado y de la banca nacional privada.
Como sábese, la función teórica principal de todo IPC es la de facilitar el conocimiento de los grados de presión alcista o bajista, y a partir de esos informes tomar las medidas pertinentes, como las de estimular tal o cual producción, frenar otras, regular algunos precios de mercancías básicas o de primera necesidad, cosas así, de tal manera que las fluctuaciones características de la ofertademanda se mantengan dentro de bandas razonablemente funcionales en aras de evitar desajustes alarmistas o de compleja reestabilización.
Pero ocurre también que tales IPC son elaborados con intenciones extraeconómicas: El gobierno de un país puede utilizar estos indicadores de precios para suavizar los perversos y perjudiciales efectos inflacionarios que confronte en momentos dados por causas endógenas y exógenas.
Es así cómo estos bancos centrales optan por cambiar la base referencial utilizada para medir las variaciones correspondientes. Obviamente si el IPC de un año acusa notorios efectos alcistas, un cambio de la base hacia arriba, por ejemplo, o sea, a partir de precios ya aumentados, los nuevos incrementos de estos se verán minimizados frente a otros índices que fueran o sigan siendo calculados sobre la misma vieja referencia. De esa manera, la Inflación sostenida se “invisibiliza” a una población que termina olvidándose de los incrementos acumulados. Caso concreto: Un “cafecito venezolano de los años preherreristas costaba Bs. 0,25 (de níquel), y así venía con una constancia de muchas décadas, o sea, 25% de la unidad monetaria nacional. Hoy ese mismo cafecito cuesta 3 y más Bs, o sea, 300% y hasta más respecto de la moneda unitaria nacional. Eso significa que durante ese intervalo el cafecito ya ha experimentado un alza hasta 1.200%, si se respetara el viejo IPC de aquellos años de inflación cero. Por mejorados que estén los salarios actuales, hay un rezago renta/precios de notoria incidencia en la carestía. Dejamos salvos los ajustes ponderativos que privan en cada IPC ya que este estadístico es envolvente de todos los precios de todas las mercancías del PIB correspondiente.
Otro estadístico monetario digno de analizar más de cerca es el relacionado con la moneda de curso legal. En toda economía moderna se requiere no sólo determinado volumen de circulante que pueda dar cuenta de un proceso de intercambios mercantiles con mínima viscosidad circulatoria, sino también de una variedad adquisitiva reflejada en las diferentes denominaciones monetarias.
Es así cómo debe imprimirse billetes de diferentes denominaciones y ponderadamente estimados y ajustados a los hábitos de consumo para los diferentes sectores de usuarios, ya que, según estos y su particular velocidad circulatoria, los billetes resultarán más o menos duraderos; este es un dato que obliga a su oportuna reposición permanente y periódica. Ni qué más añadir sobre el respaldo y calidad de las monedas y billetes: billetes y monedas de baja calidad o de impráctica manipulación causan rechazos comerciales y hasta encarecimiento de los precios por concepto de pérdidas de tiempo y desconfianza en su aceptación en la banca privada.
Dentro de esas monedas, cobra importancia la “calderilla” o moneda de sencillo metálico, la usada para los cambios fraccionarios de la unidad monetaria nacional, digamos, en los “vueltos” cambiarios de las compras que así lo requieran. La carencia de sencillo es causa de retrasos circulatorios que terminan reflejándose en la circulación total de la Economía. Esto se traduce en una caída del PIB con la secuela de una baja en la oferta, pérdidas de tiempo para productores, comerciantes y consumidores, además de los abusos que los detallistas suelen practicar con sus “ventas con premios” (vueltos parcialmente en especie para suplir las faltas de calderilla).
Esta calderilla forma el llamado cono monetario. Este sido cambiado varias veces en la Venezuela de las últimas 3 o 4 décadas, una de ellas hasta por meras razones políticas, por cambios en el medioeval escudo o por la mala letra que ha venido caracterizando a las acuñaciones importadas. Fue así cómo hasta la última acuñación de monedas de plata venezolanas[1] para el curso legal, los yerros ortográficos, tildes y letras indebidas se mantuvieron durante más de 100 años, aprox., a pesar de sus múltiples acuñaciones conservadoras de los mismos yerros.
Por ejemplo, el señalamiento expreso del tenor de aquellas monedas o “ley”, aparece como LEI (sic). (Esto nos da una idea de alto índice de analfabetismo funcional burocrático que sigue privando en Venezuela: se va a la escuela, se conoce la “o” por lo redondo, a meternos a deportista, farandulero o a político, y ya. Ese parece ser el que ideal de la mayoría de los venezolanos, a pesar del esfuerzo que algunos gobernantes han hecho por quebrar semejantes vicios culturales, heredados de la rancia y primitiva España.
El diseño de las moneda, su texto y poder adquisitivo en la calderilla, es de suma importancia. Tales monedas deben ser de rápida manipulación, ya que una monedita que dificulte su conteo es susceptible de ser rechazada, como contraejemplo de la falsa ley de Gresham[2]. La última calderilla venezolana peca de todas las normas más elementales de acuñación para la moneda fraccionaria. Desde su aparición, la diminuta monedita de Bs. 0, 01 fue indignadamente rechazada, al igual que la de Bs. 0,05; igual suerte ha corrido la monedita blanca de Bs. 0,10. Súmese el despilfarro que supone la circulación de los billetes de Bs 5, oo y Bs. 10, oo en un mercado donde los bienes de consumo popular cuyos precios sobrepujan 2 o más veces la unidad monetaria nacional. Esos desaciertos de acuñación forzaron al mismo Estado a tolerar que circulen simultáneamente dos (2) conos monetarios nacionales correspondientes dos leyes monetarias, a fin de paliar las deficiencias de la calderilla actual.
En la Venezuela de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX existió la moneda de cobre de Bs. 0,01, y la de Bs. 0.0025 (1/4 de centavo), y la de Bs. 0,005 (1/2 centavo), todas casi del mismo tamaño sin guardar proporción lineal con la de Bs. 0.01. Esto no ocurrió con la calderilla vigente donde sus diseñadores y los responsables burocráticos de estas acuñaciones se limitaron a considerar monedas como si su peso guardara relación con su poder adquisitivo. Esperamos que estos inconvenientes monetarios que en nada ayudan a la fluidez comercial sean prontamente resueltos y no se incurra de nuevo en tan onerosas malversaciones por parte de una institución, como el Banco Central de Venezuela, de la que el pueblo espera más aciertos que yerros sobre la materia de parte de su burocracia con alto rango directivo.
marmac@cantv.net
[1] Cf.: Mercedes Carlota de Pardo, Monedas Venezolanas, Tomo I, Banco Central de Venezuela, (Caracas, 1973), p. 244.
[i] http://www.sadelas-sadelas.blogspot.com marmac@cantv.net