En entrega anterior dijimos que luego de la decisión del gobierno de reubicar el oro depositado en el exterior, había que esperar la reacción de sus depositarios . Esto lo detallamos más adelante en esta misma entrega.
Es impresionante lo que ocurre hasta con las más triviales observaciones, más bien, debiluchas miradas, de quienes gozan de cierta connotación comercial. El fenómeno “gresham” se explicaría porque las actividades industriales, fabriles, comerciales y financieras se hallan todavía en el mundo por encima de cualesquiera otras, por científicas, académicas, deportivas, religiosas y filosóficas que estas últimas lo sean. No en balde, son comerciantes quienes otorgan los Nobeles.
El renombre a la Ley de Gresham partió de las mismas observaciones de hechos cotidianos que a fuerza de repetirse terminan sensibilizando hasta los más despistados. Ya desde niños nos vamos empapando de asuntos “financieros”, de diligencias mercantiles, mismas que si bien les ignoramos sus entronques históricos, nos atrapan con fuerza de ley, de costumbres que seguirán desarrollándose y arraigándose para acompañarnos toda la vida, y sin darnos cuenta, terminan absorbiendo buena parte de nuestras valiosas potencialidades cognoscitivas e investigativas.
Lo que este cofundador del capitalismo incipiente y rico afamado usurero inglés lanzó al mundo de su clientela no pasó jamás de ser una simple evidencia palmaria, un hecho que practican por igual todas las personas cuando consumen su dinero ora para su manutención, ora para la compra de medios de producción u otras mercancías con fines de lucro en la producción de pequeña escala y en el comercio de quincallería.
Basta recordar lo que los niños pobres hacen con sus canicas de cristal, o lo que practica todo mercachifle con sus mercancías de tercera, sus géneros defectuosos. Los primeros suelen pagar con las canicas más estrelladas, y los segundos esconden las mejores prendas hasta salir de las peores.
Por supuesto, se acogería a la ley de Gresham el comerciante mediano y de alto giro cuando dispone colmar los exhibidores y estantes de sus inventarios con los productos de baja demanda que recibió en consignación o adquirió a bajos precios, o proceden de sus amigos o de empresas donde es accionista. Agotadas estas mercancías o “huesos", entonces decide vender las de primera calidad o las más solicitadas. Muchas eventuales oleadas de escasez responderían a estas estrategias greshamianas.
Algunos profesionales con bajo perfil ético suelen evitar la clientela de pobres o los casos “pichacosos” que les supondrían, respectivamente, baja remuneración o mucho trabajo. Los artesanos, mecánicos diversos, suelen rechazar las encomiendas de reparación de productos pasados de moda o muy usados. Los albañiles, por ejemplo, no son muy amantes de completar los trabajos iniciados por algún colega suyo que no resultó del agrado de su contratista.
Ciertamente, los billetes de banco deteriorados son los primeros que ofrecemos, pero también son rechazados, nadie los quiere. Así pasó con los “mediecitos” y demás monedas de plata venezolanas que, a punta de su elevada circulación y que muy maleducadamente eran arrojados a los “mostradores” de hormigón, de tal manera que fueron perdiendo peso por su excesivo roce, se volvían “lisos”, sin relieve alguno. De manera que esta afamada ley halla allí una limitación que perfectamente puede anularla.
Un billete roto es rechazado por todos porque nadie está dispuesto a aceptarlo, en consecuencia sale del juego y queda la moneda buena, la de papel bueno, la moneda de mayor peso, sea esta de plata, cobre u oro, porque ninguna puede ser rechazad si se mantiene la misma paridad entre las variadas monedas oficialmente reconocidas por el ente emisor.
La Ley de Gresham cobró importancia más por el crédito del banquero que hizo el señalamiento, que por tener cientificidad ni legalidad como tal. Veamos el siguiente ejemplo de cómo esta “mala ley” tiene, sin embargo, aplicaciones derivadas de su propia inconsistencia:
Un rico heredero venezolano, hijo de una renombrado comerciante e industrial de la llamada IV República, postperezjimenista, desposeído de experiencia y no muy bien asesorado, o asesorado por un amigo “pirata” de los que tanto abundan en las finanzas del mundo, hizo negocio por una ensambladora de vehículos venida a menos en EE UU y en sus variadas sucursales transnacionales. La transacción fue del orden de unos 50 MM de dólares, pongamos por ejemplo, dólares que a la sazón mantenían determinada paridad cambiaria con el bolívar de marras, digamos 100Bs/1$.
Monto de la transacción = 5 mil MM de Bs. Pasado unos meses o menos, este rico heredero cayó en la cuenta del mal negocio que había realizado; movió toda su influencia política muy bien ganada por su respetado padre, y logró de los tribunales competentes, o de común acuerdo con el vendedor del caso, la correspondiente acción redhibitoria, es decir, que se echara para atrás la transacción del caso.
Efectivamente, le devolvieron su billete, y montante a los mismos 5 mil MM de Bs que había desembolsado, con la particularidad de que para ese momento el dólar había remontado un subón considerable. De perogrullo, de todas maneras nuestro rico heredero salió timado.
Bien, ahorita mismo, con la flamante decisión del Gobierno nacional venezolano de mover los depósitos de oro que tiene Venezuela en la Europa Occidental hacia las bóvedas del Banco Central de Venezuela o h. otros bancos con mejores indicadores de confiablidad económica, nos encontramos con la posibilidad de que sus depositarios actuales entreguen menos tonelaje de oro a cambio de la misma cantidad de dólares que valía todo el tonelaje que fue allí depositado para esa fecha anterior, para cuando cada onza troy valía menos dólares. Así se aplicaría la ley de Gresham, porque, no en balde, a una mala ciencia como es esta Ley, se le ha dado tanta importancia literaria, financiera y hasta dotado con fuerza de Ley.
marmac@cantv.net
[1]Thomas Gresham. http://es.wikipedia.org/wiki/Ley_de_Gresham [2] http://www.aporrea.org/actualidad/a128907.html Nota 5. [3] Llamamos mercachifle al comerciante de tercera, pobre o de pequeño capital, muy ávido de enriquecimiento ligero y fácil. De allí que un gobierno que desee prosperidad para su economía debe cuidarse de los “empresarios” de corto giro embrujados por el lucro. La mala calidad de sus mercancías no pone en riesgo su capital, y si lo hace es pequeña su pérdida.