Con la creación de la Celac revive la esencia del Congreso Anfictiónico (nombre referente a la alianza de las ciudades griegas, tomado por el Libertador como metáfora de la unidad nuestramericana), celebrado en el Istmo de Panamá entre el 22 de junio y el 15 de julio de 1826, hace ciento ochenta y cinco años. Fue la expresión más cercana al desiderátum supremo del héroe y al mismo tiempo el inicio de su caída bajo la acción de los enemigos que históricamente sucedieron al dominio español.
Bolívar recogió en la convocatoria –carta circular librada en Lima el 7 de diciembre de 1824– el sueño de Miranda, de los otros grandes próceres y propio. Empezaba indicando que después de las luchas libradas en pro de la Independencia (no completada aún, pues faltaban dos días para el gran Ayacucho), “es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen a las repúblicas americanas antes colonias españolas, tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”. Y se proponía forjar el “cuerpo anfictiónico” mediante una Asamblea de Plenipotenciarios, agentes de la unidad para todos los intereses comunes y decisiones públicas fundamentales.
Año y medio duró la preparación (que contemplaba, entre otros requerimientos, la escogencia del sitio, la aprobación de las respectivas autoridades invitadas, la afinación del temario y la designación de dos delegados por cada país), lapso suficiente para una organización cuidadosa, pero también para la maña e insidia de quienes no querían saber nada del proyecto y a la postre se salieron con la suya: la entente de las oligarquías emergentes –las cuales se sentían más seguras en una parcela a su medida– y el preimperialismo en desarrollo, que estaba cazando el debilitamiento español para dar su zarpazo.
Los manejos de Santander, quien desvirtuaba el contenido del planteamiento bolivariano y por cuenta propia invitaba a los Estados Unidos (para el Libertador se trataba, no lo olvidemos, de las repúblicas “antes colonias españolas”), se enlazaban con los del gigante norteño, cuya diplomacia trabajaba febrilmente y en precoz ejercicio de juego sucio para que todo fracasara. Querían ellos mantener la división, como lo había hecho España siguiendo la receta de Roma, para reinar en lugar suyo en virtud del “destino manifiesto”. Señalaban que no había ninguna amenaza exterior verdadera y que cada país debía emplear sus recursos solamente en su fomento interno, y acusaban a Bolívar de loco, buscador de poder, usurpador, dictador y peligroso enemigo futuro (cualquier parecido con situaciones de hoy no es una simple coincidencia).
La acción del incipiente imperio influyó sin duda en la inasistencia, con diversos pretextos, de importantes países. Acudieron nada más Perú, Colombia, México y Centroamérica, e Inglaterra y Holanda como observadores. EE.UU. llegó tarde, su participación había sido por detrás.
El Congreso aprobó un acuerdo de Unión, Liga y Confederación y dos tratados complementarios, que debían ser sancionados por los gobiernos y congresos respectivos e intercambiados en la siguiente reunión a celebrarse en Tacubaya, México. En esta ciudad sólo fue posible realizar una sesión, el 9 de octubre de 1828, pues los documentos no fueron aprobados por los gobiernos y tuvieron que ser declarados “inoperantes”. El sueño se extinguió allí, no había llegado aún “el gran día”.
El Libertador siguió insistiendo, tratando de crear la Confederación de Los Andes entre Colombia (la grande), Perú y Bolivia, pero tampoco cuajó. Eminentes discípulos suyos también lo intentaron en vano. Se necesitarían dieciocho décadas largas de espera para que la inmortal idea deviniera, por fin, fuerza material en el corazón, la conciencia y las manos de nuestros pueblos, en los cuales está de nuevo Bolívar redivivo. ¡Y bien despierto!
La creación de la Celac, la anfictionía recuperada bajo la impronta de la Revolución Bolivariana, constituye hoy una fiesta para el espíritu de toda persona bien nacida entre los lindes del Río Bravo y el Cabo de Hornos.
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