Francisco Herrera Luque nació en 1927 y murió en 1991. Estudió Medicina en
Salamanca especializándose en psiquiatría en Madrid. Fue cofundador de la
cátedra de psiquiatría en la UCV de Caracas, de la cual llegó a ser
profesor titular. Fue embajador de Venezuela en México. Cuenta en su haber
con más de sesenta trabajos científicos. Porque tenía buena prensa,
Francisco Herrera Luque llegó a ser considerado uno de los creadores de la
literatura histórica venezolana moderna y sus obras han llegado a tener
amplia difusión dentro y fuera de las fronteras de éste país. Nos echó
muchos cuentos, entre ellos “Los viajeros de Indias” (1961), “La huella
perenne” (1969), “Las personalidades psicopáticas” (1969), “La historia
fabulada” (1981-1983), “Bolívar de Carne y hueso y otros ensayos” (1983),
“Boves el Urogallo” (1972), “En la casa del pez que escupe el agua”
(1975), “Los amos del valle” (1979), “La luna de Fausto” (1983), “Manuel
Piar, caudillo de dos colores” (1987), “Los cuatro reyes de la baraja”
(1991), “Bolívar en Vivo” (1997), “El Vuelo del Alcatraz” (2001).
No hizo historia, no hizo novelas (mucho menos) ni tampoco eso de lo que
se vanagloriaba: fabular. Supo de Bolívar tanto como Ramón J. Velásquez,
es decir, vaguedades. En su libro “Bolívar de carne y hueso y otros
ensayos” (Editorial Ateneo Caracas, Ensayos, serie menor, 1983), dice que
Bolívar fue terriblemente injusto con Miranda, al igual que con Manuel
Piar (pags. 10 y 11). Usa esta frase algo ridícula: “Amaba (Bolívar) a
Caracas, con la pasión carnal del hombre” (pag. 11). Añade que Bolívar era
“lugareño, un cerril provinciano, cercado por sus montañas y más de tres
siglos de posesión ancestral”. Eso dice del hombre que estremeció a la
Junta Patriótica cuando proclamó: “¿300 años de calma no basta?”. Pero
Herrera Luque se creía un visionario superior al Libertador. Sigue
diciendo que el Padre de la Patria es “sinuoso en el respeto que le
merecen las leyes de la república, de la que es artífice, y se salta a la
torera, entre sofismas, o frontalmente impositivo, como sucedió en la
Convención de Ocaña” (pag. 11). Esto, contra un hombre cercado por los
estafermos de las leyes de Bogotá, al que le quitaron el mando en el Sur;
el mismo que desconceptuó las Actas de Guayaquil, y el que precisamente en
Ocaña no quiso presentarse para no influir sobre los diputados allí
presentes, lo que acarreó que no se aprobara la Constitución que él
deseaba para Colombia y se entrara definitivamente en una dictadura.
Agrega Herrera Luque que Bolívar era un oportunista, manipulador e
inescrupuloso. Libre de todo escrúpulo en amistad y amoríos. Coloca esa
idiotez inventada por el leyendero peruano Ricardo Palma, de que a Bolívar
le encantaba andar bañado en agua colonia. Dice -(pag. 16)- que si alguna
persona discrepaba del Libertador, él la rechazaba áspero y violento, con
voz descompasada y, chillona. Cuando Bolívar –lo cuentan los historiadores
J. M. Groot, J. M. Restrepo y J. Posada Gutiérrez- al reunirse con su
gabinete expresaba que le dijesen todas las verdades y críticas por más
duras y terribles que le tuviesen que hacer porque estaba interesado y
dispuesto a oírlas. De modo Bolívar habría sido un imbécil, y supremamente
odiado por sus más inmediato colaboradores, que a excepción de Santander,
en verdad lo idolatraban, lo amaban con auténtica sinceridad y devoción.
A la suma de estos defectos (que por cierto cuando analiza el caso
Betancourt casi le parece un ángel), este adeco añade: “Ante la oposición
se encrespa airado, imponiendo su voluntad contra toda norma y
conveniencia... A la crítica responde con redoblada tosudez. Manuela
Sáenz, su amante, ofende las buenas costumbres, tal como fusilar en efigie
a Santander en medio de una fiesta. Manuela tiene amante entre los jóvenes
oficiales. ¿Cómo se explica la indeferencia de Bolívar ante los escándalos
de la mujer a quien llama hiperbólicamente la Libertadora del Libertador?
¿Será que la ha dejado de amar?... O será que aquel grande amor no existió
nunca” (pag. 18).
No se le puede pedir mangos al ciruelo. La cabeza de Herrera Luque era
como la de Tomás Polanco, incapacitada para entender la genialidad de
aquella “adorable loca”, aunque decía que era siquiatra. No puede entender
este Herrera Luque que ese fusilamiento figurado de Santander era parte de
ese supremo amor de una loquita que los siquiatras oficiales no están en
capacidad de entender. Y eso lo cataloga este profesional como “ofensas a
las buenas costumbres”. Cursi, coño. ¿Y eso de que Manuela tenía amantes
entre los jóvenes oficiales, será que él lo vio o pudo comprobarlo con
documentos fehacientes, o son producto de puras habladurías de los
enemigos de Bolívar? ¿Sobre qué fundamenta tales pruebas? Dice otras
babiecadas como éstas: “Bolívar era piropeador y lleno de lugares comunes.
¿O es que se le supone domeñando a las bellas con sesudas reflexiones o
con citas de Chateaubriand o de Lamartine?. El Libertador se entrometía en
la vida doméstica tanto de su casa como en la de su familia” (pag. 30).
Como si Bolívar fuera un patotero de esquina o un gris funcionario
público, dedicado a perder el tiempo en tamañas bazofias cuando era un
hombre totalmente entregado a hacer la guerra para defender la patria; a
hacer constituciones para el respeto y la igualdad entre los ciudadanos
por su condición natural de alfarero de pueblos y naciones. Pero acusa
este Herrera a Luque de pérfido en “sus querellas” con Páez y Santander.
Pero a esas perfidias Herrera Luque le enrostra ésta que le queda muy bien
a su pequeña visión del mundo: “Si Bolívar se hubiese declarado monarca
absoluto, como lo pedían todos, se habría evitado grandes conflictos”
(pag. 36). No entendemos quiénes era “todos”. Allí no podía meter a los
que con grandes sacrificios habían luchado contra la cruel monarquía
española con sus aberrantes desigualdades, y que estaban imbuidos de los
principios libertarios de la Revolución Francesa.
Pero donde la barbaridad de estilo de este hombre alcanza su mayor delirio
lo recogemos en este párrafo: “Aislado de aquel cenáculo de confidentes
extranjeros, tan hijos del romanticismo como él, pierde las perspectivas
de la realidad telúrica (merde) y cae en posiciones arrebatadas e
injuriosas que paulatinamente van cercenando (sic) la lealtad de los
pueblos y de los hombres. Un día insulta públicamente a una delegación
argentina; otro, al representante norteamericano. A Rafael Urdaneta, lo
humilla en una asamblea, al declarar que Sucre es su más leal servidor.
Meses más tarde el propio Mariscal con sospechosa y subsanable tardanza no
acude a su encuentro para darle el último adiós, ni hace esfuerzo alguno
por alcanzar el cortejo que a menos de una jornada se desplaza con pasmosa
lentitud. ¿Qué motivo en Sucre aquella decisión tan ajena a su proverbial
bondad y afecto hacia Bolívar? ¿Será acaso evitarse el agobiante
sentimiento que en los últimos años promovía a consecuencia de ese genio
intemperante que desde siempre estuvo presente en su vida?” (pag. 36-37).
Leyendo este párrafo uno queda frío, hay que decirlo, de la horrible
ignorancia que sobre nuestra historia revela este hombre. No coloca una
sola prueba sobre esos insultos que el Libertador comete contra unos
argentinos y el representante norteamericano, para ver si realmente se
tratan de insultos o justos y muy juiciosos reclamos en defensa de la
patria y de nuestra soneranía. Lo de la humillación a Urdaneta parece que
se lo contaron o que lo oyó de muy malas fuentes, asunto que viene muy
bien documentado en las obras de Joaquín Posada Gutiérrez y José Manuel
Restrepo. Fue algo que el Libertador expresó con todo derecho y certeza en
la inauguración del llamado Congreso Admirable. Indudablemente que Sucre
era superior a Urdaneta como soldado y como estadista, y así como Bolívar
había llegado a escribir una biografía del Gran Mariscal de Ayacucho por
sus grandes dotes de estratega y revolucionario podía llegar a expresar
esas justas alabanzas que en nada debían ofender a ese otro revolucionario
que era Urdaneta (¿O es que acaso el propio Herrera Luque lo duda?).
Siempre me ha parecido mezquino y miserable esta observación que han hecho
varios historiador sobre este punto. Por otra parte, es insólitamente
bárbaro el decir el que Sucre hubiese llegado tarde a Bogotá para no
despedirse de Bolívar, cuando la carta que escribe con lágrimas de inmenso
dolor Sucre, al darse cuenta que ya el Libertador ha salido de la capital
es uno de los documentos más hermosos, más tristes y penosos que un ser
humano haya escrito sobre su maestro, sobre el hombre al que más le debe
en lo espiritual y lo humano, al que más ama y por el que más sufre y
sueña.
Ciertamente el Gran Mariscal de Ayacucho había llegado a la capital de su
comisión a la frontera con Venezuela, el 5 de mayo, cuando ya las sesiones
del Congreso (Admirable) estaban por concluir. Pero ya Bolívar no estaba
en Bogotá. Al entrar Sucre en la capital su corazón le dijo que el
desastre estaba consumado. No obstante corrió a casa del general Domingo
Caicedo con la esperanza todavía de verlo aunque tuviese que seguirlo un
largo trecho; pero era tarde. Como nunca comprendió cuán unido se
encontraba su destino al del más asombroso hombre de América. Fue durante
esa búsqueda ansiosa cuando sintió la perdida definitiva también de la
obra que había ayudado a levantar; aquella hora trágica, la augusta
confirmación de su partida hacia la nada también le pareció definitivo.
Una fría y penetrante punzada lo hundió en la pena cuando efectivamente el
general Caicedo le confirmo que era difícil alcanzar la comitiva del
Libertador. Es entonces que toma papel y pluma y escribe:
A. S. E., el General Bolívar, etc., etc., etc.
Mi General:
Cuando he ido a casa de U. para acompañarlo, ya se había marchado. Acaso
es todo un bien, pues me ha evitado el dolor de la más penosa despedida.
Ahora mismo, comprimido mi corazón, no sé qué decir a U.
Mas no son palabras las que pueden fácilmente explicar los sentimientos de
mi alma respecto a U.; U. los conoce, pues me conoce mucho tiempo y sabe
que no es su poder, sino su amistad la que me ha inspirado el más tierno
afecto a su persona. Lo conservaré, cualquiera que sea la suerte que nos
quepa, y me lisonjeo que U. me conservará siempre el aprecio que me ha
dispensado, sabré en todas circunstancias merecerlo.
Adiós mi general, reciba U. por gajes de mi amistad las lágrimas que en
este momento me hacer verter la ausencia de U. Sea U. feliz en todas
partes y en todas partes cuente con los servicios y con la gratitud,
de su más fiel y apasionado amigo,
A. J. de Sucre.
Ahora bien, toda esa sarta de barbaridades y críticas de Herrera Luque
contra el héroe supremo de América, a la hora de enjuiciar a Rómulo
Betancourt no le aparecen en ninguna parte. Con ese lenguaje adeco que le
aflora por los poros, estampa: “Betancourt, como todos los grandes
estadistas, es un ser de mirada larga en pugna silenciada (merde).” (pág.
74). Para decir más adelante que es un hombre que mira más allá del
horizonte. “Aparte de no tener la vocación de poder, que le atribuye la
gente, Betancourt no sólo acepta las discrepancias (que el pérfido Bolívar
era incapaz de aceptar), sino que parece disfrutar con ellas cuando son de
buena ley” (pág. 76). Y he aquí esta espantosa adulación: “Hace poco le
hice saber ante mis denuncias en Cancillería que hacía uso de mi
condición de independiente por grande que fuese mi admiración por él y mis
simpatías hacia su partido”. (pág. 76).
Pero no cesa su rayo adulador hacia el Brujo de Guatire y se explaya sin
control: “Betancourt es enemigo jurado del culto a la personalidad... En
el ejercicio de la Primera Magistratura deslindó con ostentación
pedagógica, las atribuciones del magistrado y del simple ciudadano reacio a
que su inmenso poder se proyectase en la esfera personal” (pág. 77). Es
decir, un hombre muy superior al Libertador, según su ensayo.
Además Herrera Luque justifica el golpe orquestado por Betancourt y Pérez
Jiménez contra Medina Angarita. Dice que en esa conjura fue fiel a sus
principios, y echando mano de la Biblia asevera: “La Biblia dice an alguna
parte, que el Señor ve con buenos ojos al puñal que se esgrime contra el
tirano. Medina no era un tirano. Pero sí lo era el sistema político-social
vigente. Por evolución no se pasa del sayonato a la libertad... De no
haber insurgido militarmente contra Medina Angarita el 18 de octubre cabe
preguntarse: ¿Hubiésemos alcanzado este sistema democrático que con todos
sus vicios es modelo en América? Personalmente no lo creo” (págs. 80-81)
Bolívar para Herrera Luque queda como un enano de las Batuecas cuando
proclama: “Veinte años de democracia, treinta y siete de conquistas
sociales, demuestran muy a las claras que Rómulo Betancourt desde que
fundó su partido ha promovido cambios sustanciales y definitivos en la
vida de Venezuela, procedentes de su inteligencia, cavilación y quehacer”
(pág. 81). Se desboca en jaladas desmesuradas y sin vergüenza alguna
cuando dice finalmente: “Betancourt hizo ese partido y la revolución que
conlleva por su talento de estadista y un carisma de líder determinado por
una singular peculiaridad antropológica” (pág. 85). Vaya.
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