El tema del nacionalismo ha sido uno de los más espinosos de dilucidar a lo largo de la historia. El nacionalismo, que está relacionado con el principio de reafirmación de una nacionalidad, del sentido de pertenencia a una nación, ha derivado muchas veces en distorsiones peligrosas, al convertirse en un concepto hermético, que se explica por si solo. El concepto de nación no sólo resguarda la fundación de una geografía, configurada por luchas históricas, sino también el sentido de una identidad definida, de unos rasgos particulares que señalan a cada nación como dueña de su destino, y por ende dueña de una libertad para ejercer ese destino. Lo cual hemos llamado hoy autodeterminación de los pueblos. Para lograr su independencia como nación, cada país ha debido luchar a menudo con naciones más poderosas, que han partido del principio de dominación, por su poderío militar, para preservar su identidad o defender su independencia de acción.
La relación de los gobiernos de América con los gobiernos de Europa ha sido, en siglos precedentes, una relación de este último tipo. El territorio ahora llamado América estaba ocupado por un vasto conjunto de naciones indígenas, que se expandían desde el norte hasta el sur del continente, cada una de ellas con sus propios códigos sociales, culturales y religiosos, y debieron confrontar a los europeos en el proceso de la llamada conquista, un proceso cruento que se desarrolló desde el siglo XV, y cuyas características ya conocemos. Desde la conquista (o del eufemismo del “descubrimiento”) este proceso llegó a tener todos los rasgos de un descarado exterminio, avalado por buena parte de los imperios e instituciones europeos.
Europa fue precisamente la sede originaria de una serie de nacionalismos que, durante el Medioevo y el Renacimiento, fueron derivando en políticas institucionalizadas de dominación, para dar origen a la delirante idea de los pueblos elegidos de Dios, de las razas superiores, los cuales más tarde, en el siglo XX, engendran la pesadilla del Nacional-Socialismo en Italia y Alemania, en líderes como Mussolini o Hitler, inclinados al extermino masivo de otros pueblos, a quienes consideraban inferiores. Se siembra así la idea de amonedar líderes carismáticos a la manera de símbolos que deben permanecer detentando poderes omnímodos, figuras deificadas que emplean todos los medios para controlar masas de pueblos, manipuladas por la propaganda y las cartillas ideológicas. En África, Asia y América no tardaron en aparecer figuras calcadas de aquellas, líderes sangrientos que propiciaron tiranías siempre nefastas para los pueblos.
Durante los siglos XVIII y XIX aparecen en Venezuela figuras como Francisco de Miranda y Simón Bolívar, con un ideal común de liberar al país del yugo español, que intentaba apoderarse de otras regiones vecinas donde están hoy Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Chile o Argentina. El ideal de Miranda y Bolívar quiso ser pan-americano, o gran colombiano, es decir, integrador. Es el primer intento venezolano y americano de fundar una gran nación emancipada, dotada luego de un cuerpo de leyes, una estructura administrativa y una Constitución, basadas éstas en las ideas primigenias de Miranda y Bolívar. Después de la guerra de Independencia, de donde salieron airosos los criollos pero el país quedó devastado, vinieron las guerras federales, que asolaron aún más el territorio, seguidas de los primeros intentos de reconstruir el país por parte de militares como Guzmán Blanco, Castro, Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez, quienes --en distintos lapsos de gobierno-- vislumbraron posibilidades de progreso en alianzas con Estados Unidos, país detentador del “Sueño americano” de “prosperidad y progreso”, que degeneró en mero desarrollismo material. Lo que no sospechábamos en nuestros países era que se trataba del imperio emergente, que hablaba “en nombre de la libertad”, como bien anotó Bolívar pocos meses antes de morir, para sojuzgar a nuestros pueblos.
Venezuela entra entonces, a partir de los años de la década de 1930, en una fase regresiva de reconocimiento de sus cimientos históricos y culturales. El país comienza a absorber una serie de influencias extranjeras, excitado como estaba con el nuevo parámetro de progreso expedito: la riqueza petrolera. El descubrimiento del petróleo (el reventón del pozo Zumaque se produjo en 1904, y a partir de 1920 se inicia la explotación petrolera a gran escala) propicia en Venezuela la entrada a un progreso y una modernidad basados en un paradigma económico rentista, de pactos automáticos con Estados Unidos para la explotación del petróleo; una clase política entregada a la nación del norte y un patrón de avance social calcado del progreso norteamericano, con las respectivos códigos culturales a imitar: evasión, consumismo, riqueza fácil, triunfo del individualismo, personalismo, competitividad de mercado.
Tiene lugar en nuestro país un progresivo deterioro de la agricultura y la ganadería. Se produce un crecimiento desproporcionado en las ciudades y el campo se abandona paulatinamente, con lo cual la riqueza propiciada por el petróleo se centraliza en grupos económicos de intereses creados, monopolios de familias pudientes se hacen de estatus privilegiados en ciudades capitales como Caracas, Valencia, Maracaibo, Barquisimeto, mientras las poblaciones pequeñas se van depauperando y la burocracia aumenta en ministerios, cargos, empleos, oficinas. El petróleo se convierte en un símbolo de progreso y riqueza, mientras al trabajador del campo se le reducen las posibilidades de tener un modo de vida digno, más allá de las negociaciones ventajistas ofrecidas por terratenientes, intermediarios o acaparadores. Empieza a producirse así una visión maniquea del progreso, una representada en el petróleo y sus patrones de prosperidad: capacidad adquisitiva, confort, consumo serial y masivo, televisión banal, riqueza fácil, esnobismo, hedonismo, uso compulsivo de aparatos, enseres, autos, exhibicionismo, belleza cosmética, arquitectura monumental, desprecio por la artesanal. Del otro lado se pinta un mundo de pobreza, marginalidad, analfabetismo, poco acceso a la medicina y a la instrucción (hago aquí la diferencia entre instrucción y educación, pues muchos ciudadanos analfabetos del campo suelen ser más educados que los de la ciudad), trabajo alienado, obediencia incondicional al patrono, estancamiento, fatiga, hostigamiento laboral.
Se empiezan a crear también los debidos estándares ideológicos del éxito: hombres y mujeres triunfadores, viviendas y autos de lujo, viajes costosos, mujeres-objeto, promiscuidad sexual, ostentación; en fin, una serie de símbolos cotidianos que fueron creando estereotipos a imitar, a través de la publicidad masiva. Mientras esto ocurre, se produce el otro proceso: ocultamiento de lo tradicional, invisibilizaciòn de la cultura popular, maltrato a las minorías étnicas, machismo, desprecio a la diferencia, violencia sexual, segregación, racismo, hostigamientos de clase y todo tipo de violencia pasiva, como la que está presente en los mensajes ocultos de la publicidad.
La hipocresía institucionalizada es uno de los métodos eficaces para mantener este estado de cosas. Durante la época de Pérez Jiménez, las arcas del erario público nacional se empiezan a colmar y se cree a pie juntillas que todo lo que viene de fuera es superior que lo producido aquí, desde la ropa hasta la comida. Es un convencimiento jerárquico producido de manera automática: la materia prima, los bienes culturales, la educación, la medicina, la belleza física de europeos o norteamericanos son superiores a los nacionales, lo cual estimula los frecuentes viajes de venezolanos al exterior en busca de “mundo”, a adquirir cosas de “buen gusto”. Con ello se estimula también la creencia de que la educación en Estados Unidos es mejor, allá están los mejores centros de salud y las mejores universidades, las mejores oportunidades de progreso, mientras a Venezuela y Latinoamérica en general se los ve como sinónimos de atraso, miseria, marginalidad, subdesarrollo (término éste que fue acuñado por el Departamento de Estado de EE.UU, y sobre el cual luego se hizo una teoría). Creo que parte de esto consolidó el menosprecio de lo nacional entre nosotros. Hubo una entronización artificial de las clases sociales: se hablaba en lengua común de clase media baja, clase media alta, clase rica, clase pudiente, burgueses u oligarcas; y del otro se hablaba de pobres, miserables, marginales, sifrinos, tierrúos. Pero no se hablaba de clase trabajadora, clase obrera, clase profesional. Términos insólitos se intercambiaban y usaban para referirse a las “capas” sociales, con el debido juicio social o moral acerca de cada una de ellas.
Durante los años de la democracia representativa, desde la década de los años 1960, casi todos los gobiernos venezolanos usaron la imagen de Bolívar y de los héroes de la gesta de Independencia como referencias formales o mecánicas, para hacer discursos o justificar efemérides, pero al movimiento emancipador de nuestros próceres no se le imprimió un contenido en la práctica social. Se hacían discursos y conferían condecoraciones, ofrendas florales en plazas públicas, pero no se registraban acciones que dieran fe de un sentimiento de orgullo de lo nuestro, el pueblo no tuvo un sentimiento concreto de esa lucha patriótica en la educación o en los mensajes éticos. El nacionalismo sólo estaba ahí como telón de fondo, como escenario; la patria no tenía un contenido concreto sino diluido, por lo cual el término “patriota” fue ridiculizado posteriormente. Se produjo una confusión deliberada entre patriotismo y nacionalismo, que desfiguró completamente los mensajes de autodeterminación de nuestros pueblos, para convertirlos en formas fáciles de ganar elecciones (siguiendo los guiones de campañas electorales norteamericanas) donde sumergirse para alcanzar el poder en años subsecuentes.
No podemos comparar los viejos nacionalismos europeos ocultos en el nazismo, el comunismo o el sionismo, con los nacionalismos jóvenes de América latina, que surgieron casi todos como modos de defenderse de los nacionalismos seculares, con rasgos muy distintos. La primera diferencia es que nosotros no tenemos ni hemos tenido monarquías o imperios ni invadimos países, como lo han hecho británicos, españoles o franceses. Pongo el caso de España en la actualidad, que pretende dar una imagen de gran cohesión política interna, cuando no es tal (Ortega y Gasset la llamó “España invertebrada”), una España que en verdad se encuentra fragmentada entre el país vasco, el país andaluz, el país catalán, el país gallego, el país canario o el país castellano, es decir, las provincias o regiones compiten continuamente entre si, pero cuando le conviene a la administración central, el gobierno puede hablar de “la madre patria”. Por desgracia, los últimos gobiernos españoles, incluyendo el “socialista” de Zapatero no han podido acertar, con sus gestiones ineficaces. Y ahora les espera un tiempo aciago con el gobierno populista y reformista de Rajoy.
Aquellos rancios nacionalismos estaban basados en ideas de superioridad racial, mientras nuestras jóvenes repúblicas estaban apenas definiendo sus nacionalidades, constituyendo por vez primera sus Estados--Naciones para dotarlos de sus respectivos ordenamientos jurídico-administrativos, distanciados de las sujeciones europeas. En países como Ecuador, Perú, Guatemala o Bolivia, donde los indígenas constituyen la mayor parte de la población, muchos gobiernos legalizados articularon políticas para mantener a esas poblaciones viviendo en condiciones de precariedad, de pocas opciones de participación en beneficios básicos de vivienda, salud o instrucción. En el caso de Venezuela, es sabido cómo, durante los años de la década de 1950, se facilitó la migración al país de un amplio contingente de italianos, portugueses y españoles con el objeto de “blanquear” a la población, obedeciendo a la concepción racista de dominación social occidental más primitiva.
Justamente, lo que estos países están haciendo ahora es ejercer su autodeterminación como pueblos, están dando pasos significativos para que se reconozca su condición indígena, negra o afrodescendiente en términos de equidad. Secularmente, sociedades llamadas modernas han colocado a indios, negros o pobres en el mismo estatus de marginalidad, identificándolos muchas veces de manera automática con ladrones, asesinos o criminales, dando lugar a que se los considere, per se, como razas estigmatizadas, a las que habría que suprimir de una sociedad “desarrollada” o “civilizada”, esta es, la que define la hegemonía blanca aceptada.
Lo negativo no es, en todo caso, que quienes integran esa hegemonía viviesen en paz con ella y no trataran de imponerla a los demás, sino que con frecuencia hablan en nombre de una democracia inefable, y terminan por convertirse en autócratas. Vindican sus privilegios y modos de vida, ejercen inconscientemente el racismo, se defienden de los marginados, desplazados o de los habitantes de las barriadas llamándoles “escorias” de la sociedad. La ley estaría hecha para ser aplicada esencialmente a éstos.
Pienso que, en los últimos años, en el proceso hacia el socialismo que está propiciando el actual movimiento bolivariano, no es para centrarlo en la adoración narcisista de Bolívar o Chávez, --donde el culto a la personalidad puede resultar muy nefasto—sino para dirigirlo a la valoración del propio país, de la propia nación. Se están vindicando nuestras tradiciones indígenas y populares, --que habían estado opacadas en años anteriores-- a la dinámica social del país. Los venezolanos siempre hemos sido personas abiertas a todo, admiramos y sentimos en profundidad las expresiones culturales de los pueblos de América: podemos saber más de tango que un argentino; más de rancheras que un mexicano o de cumbias que un colombiano; podemos apreciar a un Pablo Neruda tanto como un chileno, o a un Juan Rulfo tanto o más que un mexicano. Pero no nos asombramos si alguien en el extranjero ignora quién es José Antonio Ramos Sucre o Juan Sánchez Peláez. Por mucho tiempo hemos permanecido en un mediano o bajo perfil.
Pero llegó la hora. Existe hoy en Venezuela un desborde de la cultura popular. Editoriales del estado no cesan de publicar libros de todas las tendencias estéticas e ideológicas; la música y el cine han llegado a un punto enorme de expresión y difusión; se multiplican los reportajes televisivos sobre nuestros pueblos del interior, donde se privilegia el saber popular; gabinetes ministeriales de cultura se instalaron en cada estado, y distintos Ministerios y Misiones ejecutan planes de avanzada en materia de vivienda, educación y salud, donde cada año participan más venezolanos. Bajo ese formato ampliado de participación, --y no de simple cooperación, ayuda o caridad-- las comunidades se están organizando para dar respuesta a sus urgencias, en contra de cualquier pronóstico adverso, como el que se fabrica en la maquinaria de los medios privados. Libres como son, la empresa y los medios privados tienen derecho a expresar sus diferencias y desacuerdos –de eso se trata la tolerancia--- lo hacen y eso está en el límite de lo justo, pese al lenguaje precario que utilizan. Lo extraño es que se plieguen de modo automático a propuestas neoliberales ya agotadas.
Todos estos meses hemos presenciado el repudio de la sociedad civil de los países “avanzados”, de Europa y Estados Unidos al fracaso del modelo económico neoliberal, que mantiene en las calles a miles de Indignados: trabajadores, estudiantes, profesionales, ancianos, obreros, desempleados, reclamando todos sus derechos a gobiernos que les han fallado.
Lo mejor que está haciendo el Estado venezolano hoy es invertir la riqueza de su petróleo en agricultura, vivienda, salud, educación y cultura. El desarrollo económico en si mismo no sirve de nada, engrosar las cuentas bancarias de grupos privilegiados de siempre. No hay nada que pueda detener a un pueblo instruido, formado en una educación ética, con claras determinaciones de superación moral, y orgulloso de su legado cultural. En cierto modo, los escritores tenemos la opción de recoger ese legado para devolverlo al pueblo, convertido en obra literaria.
Hoy por hoy hago votos para que continuemos trabajando en Venezuela en la preservación de nuestra dignidad de nación, con la Revolución Bolivariana como herramienta de lucha hacia un horizonte socialista, para que nuestro orgullo de pueblo siga reafirmándose en calles, aulas de clase e instituciones donde las figuras de Bolívar y otros protagonistas de nuestra gesta heroica no sean sólo imágenes repetidas, sino estímulos para proseguir en esta marcha hacia un porvenir mejor.
Gabriel Jiménez Emán
gjimenezeman@gmail.com