Si bien la
legalización de los matrimonios homosexuales es algo muy reciente,
la homosexualidad no es nada nuevo en la historia. La constitución
misma del sujeto humano abre esa posibilidad en el ejercicio de su sexualidad,
junto a otras. En realidad la especie humana es un abanico casi infinito
de posibilidades, en el sentido más amplio, pero cada individuo particular
no es infinitamente creativo y amplio. Por el contrario, nuestras posibilidades
como sujeto están más o menos acotadas, limitadas. Más aún –y
tal como enseña el psicoanálisis– la repetición signa nuestras
historias. Pasamos la vida repitiendo (modelos, mitos, valores, ideología),
y es muy difícil romper los ciclos que nos anteceden y constituyen.
De ahí el surgimiento de los prejuicios, que no son sino las matrices
que nos constriñen a seguir repitiendo “lo que debe ser”, lo que
se supone ha sido, es y, por tanto, deberá seguir siendo. Claro que,
en medio de esa dialéctica, también se abre la posibilidad de la transformación.
En el campo
de lo sexual, punto culminante y siempre problemático en el proceso
de humanización, de aculturación, del triunfo de lo simbólico sobre
la biología –los animales se mueven por instinto, los humanos no
tanto (“el instinto está «pervertido»”, dijo Jean Laplanche, por
eso es posible la homosexualidad) los prejuicios están a la orden del
día. “Prejuicios” en el sentido de “juicios previos”, de claves
simbólicas que nos anteceden y nos condicionan/determinan la vida.
Si bien un
estudio del investigador canadiense Bruce Bagemihl, “Exuberancia
biológica: homosexualidad animal y diversidad natural” (1999),
muestra que el comportamiento homosexual –que no se corresponde en
forma directa con actividad sexual teniendo que ver más con el orden
de la dominación– ha sido observado en casi 1.500 especies animales,
desde primates hasta parásitos intestinales, y está bien documentado
para unas 500 especies, ello no funciona del mismo modo que en el ámbito
humano: los individuos con “prácticas homosexuales” no son excluidos
por los heterosexuales, discriminados, hechos a un lado.
No hay campo
de lo humano donde lo simbólico, y por tanto los prejuicios, se muestren
con tanta virulencia como en el orden de la sexualidad. Más allá que
desde una posición casi militante se levante hoy la idea que la identidad
sexual es una “opción”, ello no se trata tanto de una cuestión
de elección voluntaria cuanto de constitución subjetiva, histórica,
producto de la repetición inconsciente de un sujeto en que sus
fantasmas (el modo en que se procesa el complejo de Edipo y la castración,
según nos enseña el psicoanálisis) deciden la estructura de personalidad.
No se “elige” ser heterosexual, ni homosexual, ni bisexual, ni se
“opta” por ser sado-masoquista, o paidofílico, o travesti, ni se
llega a aceptar el voto de castidad o la poligamia por simples “decisiones
personales” impulsadas por un presunto libre albedrío, así como
no se es esquizofrénico, paranoico o neurótico obsesivo por voluntad
propia. “No es loco el que quiere sino el que puede” decía
Jacques Lacan. Antes bien, todas estas posibilidades que presenta el
mosaico humano vienen amarradas a historias subjetivas que preceden
y deciden a cada sujeto individual. En tal sentido, la “normalidad”
es sólo cuestión de consenso.
La homosexualidad
es tan vieja como el mundo. Lo que, por ejemplo, para los aristócratas
varones de la Grecia clásica era un lujo (podían tener su mancebo,
junto a su mujer con la que dejaban hijos), para la Iglesia Católica
actual es un pecado, y hasta hace unos pocos años para la Organización
Mundial de la Salud –OMS– era un trastorno psicopatológico, llegándose
hoy día a la idea de “opción” comenzándose a aceptar legalmente
los matrimonios homosexuales. Pero ¿qué es en definitiva la homosexualidad?
El “Elogio
de la sodomía” fue escrito por Giovanni Della Casa, arzobispo
de Benevento, dedicado a su compañero homosexual, el papa Julio III,
quien ejerciera su papado entre 1550 y 1555. Es decir: la homosexualidad
no es algo nuevo y desconocido en la historia. ¿Es privilegio de aristócratas,
práctica tolerada socialmente, “vicio”, trastorno psicopatológico,
decisión personal? De hecho, la Organización Mundial de la Salud la
eliminó de su listado de la Clasificación Internacional de Enfermedades
en 1990. ¿Hasta ese año era una “enfermedad” y ahora no entonces?
No podría pasar lo mismo con la varicela, el cáncer o los juanetes.
Todo esto muestra
que la cuestión en juego no es sencilla, que toca las fibras más sensibles
de los seres humanos. Y muestra también que no es una simple cuestión
de elección voluntaria: evidencia que la sexualidad, más que ningún
otro ámbito humano, está transida por la cultura. ¿Cómo, si no,
una “enfermedad” puede ser legalizada hoy día por un juez que firma
un acta de matrimonio, o en otro contexto lleva a su eliminación en
campos de concentración junto a judíos, gitanos y comunistas, por
indeseables?
Sin dudas la
homosexualidad es un tema polémico. Por lo pronto, es generalizado
el uso de ese término para referirse a la práctica homosexual masculina,
y no así al lesbianismo. Pareciera que ni aquí estamos libres del
machismo. Pero más allá de esta consideración, cualquier forma de
homosexualidad es altamente polémica. En algunos países se condena
al castigo público a quienes la practican; en otros, aunque oficialmente
eso no suceda, no dejan de aparecer con regularidad travestis asesinados
(¿“limpieza” social?), y son ya históricos los desprecios y acosos
que sufren los y las homosexuales. Estudios serios indican que hasta
un 25% de los varones alguna vez en su vida tiene algún tipo de contacto
homosexual. Por cierto: ¿qué personas atiende esta masa siempre creciente
de travestis que pulula por las calles de prácticamente todas las ciudades
occidentales? ¿A mujeres? No, definitivamente. Los “clientes” son
varones. ¿De dónde viene entonces esa repulsión tan grande por los
homosexuales que presentan los varones de nuestra cultura “normal”?
Como sucede
con todo lo que pensamos, creemos y opinamos: no somos muy originales.
En general, repetimos lo que heredamos culturalmente. Y en un
mundo machista no podríamos dejar de repetir –en general en forma
acrítica– los patrones que se vienen reproduciendo desde tiempos
inmemoriales: un varón bien nacido no hace esas “asquerosidades”.
En el documento
“Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de
las uniones entre personas homosexuales”, preparado por la Congregación
para la Doctrina de la Fe en el 2003 y firmado por el entonces Prefecto
Joseph Ratzinger (ahora Papa Benedicto XVI), se dice que “La homosexualidad
se trata, en efecto, de un fenómeno moral y social inquietante”
(…) “El hombre, imagen de Dios, ha sido creado
«varón y hembra»”, agrega citando el Génesis, 1, 27. “Ninguna
ideología puede cancelar del espíritu humano la certeza que el matrimonio
en realidad existe únicamente entre dos personas de sexo opuesto, que
por medio de la recíproca donación personal, propia y exclusiva de
ellos, tienden a la comunión de sus personas”.
Pese a contar entre sus filas una buena cantidad de sacerdotes homosexuales,
la posición oficial del Vaticano no duda en considerar esta inclinación
sexual como “objetivamente desordenada”, viendo en ella
“pecados gravemente contrarios a la castidad”. Por eso concluye
que “reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas
al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento
desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también
ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común
de la humanidad”. De ahí el encendido llamado que hace a los
gobiernos de los distintos países a no promover leyes que acepten estos
casamientos.
Saliendo
del closet
No hay sexualidad
“normal”. El apareamiento entre un macho y una hembra de la especie
humana en vistas a dejar descendencia es algo que sucede a veces, ocasionalmente.
Pero las relaciones amorosas que unen los géneros, o las relaciones
amorosas en general, no tienen como fin último “normal” la búsqueda
de establecer nuevas crías; si no, por cierto, no se hubieran ideado
todos los dispositivos de contracepción que existen. Por el contrario,
la sexualidad da para todo: la genitalidad es parte, pero no la agota;
y de hecho es tan sexual el llamado “coito normal” (¿posición
del misionero?) como el uso de un vibromasajeador, un beso, acariciar
una prenda interior, buscar una muñeca inflable o la posición más
absurda, o erótica, que propone el Kamasutra.
Los prejuicios
regulan la vida. Es más: quizá no pueda vivirse sin ellos, en
el sentido que son las matrices culturales, los moldes ideológicos
que nos preparan nuestras respuestas. Pero más que modelos arquetípicos
que nos orientan, a veces son un estorbo para las relaciones abiertas
y solidarias. Si vemos el mundo desde ellos, en buena medida ya está
acotada nuestra actuación; de ahí la necesidad perpetua de desarmarlos,
de no quedar atrapados en ellos.
Todos tenemos
prejuicios, esquemas previos que nos marcan, indefectiblemente. ¿Por
qué, en lengua española, llamar “gay” al movimiento homosexual
si ese término no es español? ¿Habla ello de la preeminencia del
inglés dado el imperialismo cultural que los anglosajones imponen hoy
por hoy? Seguramente. Si el actual matrimonio “normal” –heterosexual
y monogámico– es una institución en crisis que lenta pero inexorablemente
muestra una tendencia o a su desaparición, o al menos a su transformación
radical, ¿por qué los homosexuales lo buscan tan afanosamente? No
hay dudas, más allá de lo justo como derecho civil de esa reivindicación,
que anida allí también un prejuicio. ¿Qué se espera de un matrimonio?
Lo que está
claro con este paso legislativo de la oficialización de las alianzas
de parejas homosexuales es que las sociedades van mostrando, no sin
dificultades ni tropiezos, una mayor cuota de tolerancia, de respeto
a la diversidad.
Una cuestión
que inmediatamente se plantea en relación a esto es el tema de las
adopciones de hijos por parte de estos nuevos matrimonios. En más de
un caso se ha dicho, incluso gente progresista que intenta ir más allá
de sus prejuicios y sin ánimo de ser irrespetuosos, que “entre homosexuales
casarse es una cosa, tener hijos ya es más discutible”.
Definitivamente
es muy difícil, quizá imposible, prescindir de la carga de prejuicios
que nos constituye. Que la homosexualidad, o más aún: la bisexualidad
de varones y mujeres, está presente en la historia de todas las culturas,
es un hecho incontrastable. De todos modos, hasta ahora al menos, la
edificación cultural se ha hecho siempre sobre la base de la célula
familiar –mono o poligámica, en general más patriarcal que matriarcal–
con la presencia de los progenitores de cada uno de los dos géneros:
masculino y femenino. ¿Qué pasa si eso cambia?
Una vez más:
hablamos desde nuestros condicionantes, desde nuestros códigos más
interiorizados, desde una historia que nos sobredetermina. Por ello
es tan “normal” y “esperable” esta reacción, casi de espanto
a veces, con respecto a la crianza dentro de otros patrones, para el
caso: con dos figuras parentales del mismo sexo.
Para ser absolutamente
rigurosos con un discurso analítico que se quiere serio, objetivo,
certero, no podemos afirmar en forma categórica qué puede deparar
este nuevo modelo de familia homosexual. Quitando los epítetos más
viscerales, que no son sino expresión de los ancestrales prejuicios
(“es anormal”, “es degenerado”, “vamos hacia la desintegración
familiar y social”, “no está bien”, “¡qué asco!”) lo mínimo
que habría que pedir es rigor científico para abrir juicios.
Las ciencias
sociales (la psicología, la sociología, la semiótica) nos hablan
de la constitución del sujeto humano a partir de lo que se puede encontrar
en la actualidad, y del estudio de la historia. Pero es un tanto aventurado
hacer hipótesis de futuro sin bases ciertas. Quedarse con valoraciones
éticas que estigmatizan a priori esos nuevos seres humanos criados
en estos nuevos contextos, es discutible.
¿Qué hubiera
opinado un pedagogo del siglo XIX si se le decía que la principal fuente
de socialización y transmisión de valores del siglo siguiente no iba
a ser un ser humano sino una máquina, un aparato que emite sonidos
y que reproduce imágenes y que no falta en casi ningún hogar, rico
o pobre? Probablemente hubiera reaccionado escandalizado. ¿Cómo reaccionaríamos
ahora si nos dijeran que las tres cuartas partes de los futuros seres
humanos serán producto de inseminación artificial, y el otro cuarto,
producto de clonaciones? ¿Y si nos dijeran que dentro de varias generaciones
sería muy raro que la población quisiera tener más de un hijo por
pareja, que muchas parejas incluso optarían por no dejar descendencia,
y que ya nadie se casaría sino que conviviría unos años en unión
libre? ¿Y qué pensaríamos si nos dicen que el sexo cibernético,
individual y sin la contraparte de carne y hueso, va tomando cada vez
más preeminencia? Esto se asemeja más al escenario actual, que para
muchos inquieta, por cierto, pero que, al mismo tiempo, es una tendencia
real. ¿Descalificaríamos de antemano a esa sociedad porque no es como
la nuestra actual? ¿La tildaríamos de “anormal”?
En todo caso,
para ser rigurosos en lo que se plantea y no hablar sólo desde la mediocre
cotidianeidad prejuiciosa y superficial (eso es la “normalidad”
en definitiva), ¿qué elementos reales tenemos para afirmar que los
niños de matrimonios homosexuales serían “anormales”?
Hoy por hoy, acorde a los cambios que, nos gusten o no, van dándose en las sociedades –la humanidad cambia, para bien o para mal, y en general cambia para democratizar más los beneficios del desarrollo social– las uniones matrimoniales homosexuales indican que la moral, aunque muy lentamente, también va cambiando. Siendo rigurosos con la verdad, no podemos caer en la simpleza de decir que una moral es mejor que otra. Los seres humanos necesitamos ordenamientos axiológicos, códigos de ética, y no hay sociedad que no los tenga. Lo que sí podemos saludar hoy como un paso importante en el progreso social es que, no sin tropiezos ni dificultades, vamos comprendiendo que todos por igual tenemos derechos, que todos somos iguales, que el mundo no es de nadie sino de todos y para todos. Que nadie vale más que nadie. Lo contrario justifica los campos de concentración.