Sin
pronunciarme en cuanto al problema de la historicidad del personaje,
cuestión sobre la cual sigue habiendo controversia, lo cierto es que
su imagen y su palabra son hechos de realidad. A manera de ejemplo,
y valga la diferencia de plano o ámbito, Homero como autor de La
Iíada y La Odisea existe aunque no hubiere nacido
o se lo niegue, pues son esas epopeyas las que le confieren entidad;
y algo parecido puede decirse en relación con Shakespeare y la duda
sobre su autoría de la magna dramaturgia denominada isabelina. Jesucristo
transformado en Verbo es una incontrovertible y potente fuerza histórica.
El presidente Chávez lo destaca como un fundador y faro de socialismo, un determinante líder en la lucha por la justicia social. La contrarrevolución se revuelve, bufa y trata de ridiculizar las afirmaciones presidenciales, como de costumbre. Un breve recorrido puede ayudarnos a ver.
La palabra cristiana nace entre los pobres, los humildes, los desarrapados y desheredados de la fortuna. Tiene ascendencia multisecular en las más sensitivas tradiciones judaicas: Jesús se forma como rabino y en su voz fluyen las hondas aspiraciones de los de abajo, la igualdad, las enseñanzas comunitarias esenias ligadas a la consigna de dar a cada quien según sus necesidades –la cual, atravesando los siglos, desembocaría íntegra en Carlos Marx–; sus bienaventuranzas a quienes carecen de todo, su condena a quienes todo lo tienen, su alegoría del rico, la aguja y el camello, su fustigación de los mercaderes en el templo convertido en “cueva de ladrones”, su vida en comunidad, el conjunto, en fin, de sus obras y decires en el curso de apenas tres años de acción pública, no permiten confusión acerca de en qué lado está y cuál es el sentido de su batallar y de su opción social y humana.
Pero
con su muerte y la creación de una Iglesia que él no dispuso aunque
sus fundadores se la atribuyen, se fue produciendo una división del
trabajo que prefiguraba la disolución de la hermandad e igualdad y
la aparición de una jerarquía y separación de clases, y aunque durante
centurias se combatió por preservar la pureza del mensaje y su praxis,
con profusión de catacumbas, persecuciones y martirologio, al fin,
siglo IV, la Roma imperial logró vencerlo, asimilarlo y convertirlo
en religión oficial del Imperio.
Desde
entonces hubo una doble corriente, la dominante, dueña del personaje
y su palabra, que hizo del boato y el poder temporal el centro de su
accionar, mediante el cual, manejando sus homilías como un hipnótico
u “opio del pueblo”, transfirió la esperanza al Cielo y predicó
la resignación aquí, corriente puesta siempre, con Inquisición y
demás, al servicio de los de arriba, esclavistas, feudales y burgueses;
y la que persistió en la pristinidad del galileo como expresión de
los oprimidos y explotados, ora silenciada y reprimida, ora insurgente,
forjadora de cambios y de nuevo traicionada.
De
esta línea, aunque hay poco espacio para nombres, nos es prohibido
olvidar, entre otros y exceptuando vivientes, a Bartolomé de Las Casas,
Pedro Claver, Miguel Hidalgo, José María Morelos, José Cortés de
Madariaga, Camilo Torres, Helder Cámara, Óscar Arnulfo Romero, Pedro
Vives Suriá, y lamentablemente, mi carencia de información a mano
me impide nominar también a las heroicas religiosas que refrendaron
con la vida su autenticidad cristiana, todos y todas en la línea con
capacidad de historia, precursores(as) y fundadores(as) junto a otros(as)
del intento moderno más importante de recuperar el cristianismo de
Jesús: la teología de la liberación.
La cual fluye hoy en el mismo cauce del bolivarianismo, el marxismo y toda referencia redentora, para orientar al Socialismo del Siglo XXI en la común perspectiva de instaurar el Reino de Dios en la Tierra.