Para
mi papá, trabajar era lo más fácil del mundo. Viajaba y se alojaba
en el mejor hotel de Miami (…) a la luz de todo el
mundo, recibiendo a los más evidentes mafiosos norteamericanos
(…) llegaba con dinero, entraba y salía, lo declaraba a su nombre.
Juan
Pablo Escobar [hijo del narcotraficante colombiano Pablo Escobar], en
“Los pecados de mi padre”
“La corrupción
ha acompañado la historia de la humanidad, pero en nuestros días ha
alcanzado tales extremos que los hechos derivados de su significado
etimológico: descomponer, depravar, dañar, viciar, pervertir, sobornar
y cohechar, no parecen suficientes para describir este cáncer de la
sociedad, convertido en un antivalor generalizado. La corrupción constituye
un fenómeno político, social y económico a nivel mundial. Es un mal
universal que corroe las sociedades y las culturas; se vincula con otras
formas de injusticia e inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos,
violencia, muerte y toda clase de impunidad; genera marginalidad, exclusión
y miedo en los demás pobres mientras utiliza ilegítimamente el poder
en su provecho. Afecta a la administración de justicia, a los procesos
electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales
nacionales e internacionales, a la comunicación social. Está
por igual en la esfera pública como en la privada, y en una y otra
se necesitan y complementan. Se liga al narcotráfico, al comercio de
armas, al soborno, a la venta de favores y decisiones, al tráfico de
influencias, al enriquecimiento ilícito”.
Todo esto, con características casi apocalípticas, lo decía la Conferencia
Episcopal de Ecuador reunida en Quito en 1988 en su documento “Corrupción
y conciencia cristiana”. Hoy día podríamos suscribir uno a uno
estos conceptos como algo absolutamente vigente en cualquier parte del
mundo.
Agregaba el
documento más adelante: “La corrupción refleja el deterioro de
los valores y virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia.
Atenta contra la sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática
y el desarrollo de los pueblos”. Más aún: la lapidaria descripción
presentada por los prelados no es patrimonio de cualquier “pobre y
atrasada nación del Sur”, de algún “Estado fallido”, como una
dudosa ciencia política de corte imperial se ha dado en calificar últimamente
a algunos países del Tercer Mundo. Por el contrario, es la más fiel
descripción del capitalismo desarrollado del Norte. ¿No es esa acaso
la nota distintiva del capital financiero que maneja el planeta?
Hoy día los
“negocios sucios” han pasado a ser la fuerza principal que dinamiza
al sistema en su conjunto. La especulación financiera, el negocio de
las armas (principal industria a nivel global, que no es otra cosa que
el negocio de la muerte), el tráfico de drogas ilícitas, el lavado
de capitales “sucios”, el crimen organizado en su conjunto, la guerra,
no son una nota marginal en el capitalismo actual: ¡son su esencia,
su savia vital, su núcleo fundamental!
El capitalismo
de fines del siglo XX y comienzos del XXI ha pasado a ser, lisa y llanamente,
una mafia. La corrupción, si nos apegamos a la caracterización hecha
más arriba, no es una enfermedad del sistema, un cuerpo extraño que
lo ataca: es su dinámica cotidiana, lo que constituye y define su forma
actual.
El capitalismo
contemporáneo, manejado por mega-capitales de alcance planetario, se
asemeja más a una estructura mafiosa, corrupta y delincuencial que
al espíritu empresarial que lo puso en marcha hace ya algunos siglos.
La “aventura” de invertir y buscar hacer prosperar el negocio, sabiendo
que ello puede suceder pero que no está asegurado de antemano –el
riesgo ocupaba un lugar por cierto– se cambió hoy día por un esquema
donde la ganancia fácil es la norma. Para ello este nuevo esquema corrupto
se asegura su “éxito” con prácticas más de orden criminal que
empresarial. “Estados Unidos requiere libertad de acción en las
zonas comunes globales y acceso estratégico a regiones importantes
del mundo para satisfacer nuestras necesidades de seguridad nacional”,
puede leerse en la Estrategia de Defensa Nacional de Washington del
año 2008. La ganancia se asegura al precio que sea, y si es por medio
de la fuerza bruta, no importa: el fin justifica los medios. La proclamada
“libre competencia” quedó en la historia. El mundo pasó a ser
el campo de acción de bandas delincuenciales… ¡legales!, con poderes
omnímodos y que se dan el lujo de hablar de democracia y libertad.
Igual que un gángster de barrio, el actual capitalismo se mueve con
la más descarada bravuconería e impunidad.
La corrupción,
entendida en el modo en que la declaración de Quito lo presenta, es
decir como “descomponer, depravar, dañar, viciar, pervertir, sobornar
y cohechar”, es consustancial al clima de negocios que domina
el mundo. O mejor dicho, con que los mega-capitales globales dominan
al mundo.
Si a principios
del siglo XX el presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge podía
decir que el negocio de su país consistía en “hacer negocios”,
hoy eso se ha trocado en “hacer negocios sucios”. El criminal negocio
de la muerte (las armas, las guerras, las drogas ilegales) cada vez
más va entronizándose como el ámbito de mayor crecimiento, que más
ganancias da. A título de ejemplo: en estos últimos 35 años el negocio
de las drogas ilícitas dentro del territorio estadounidense (un gran
negocio de la muerte manejado criminalmente ¡no sólo por capos latinoamericanos!)
creció de un promedio de 17 a 400 toneladas –más de una tonelada
diaria vendida–, es decir: un 2.353%, lo que da como resultado un
67% de crecimiento anual (índice que ningún otro rubro comercial siquiera
sueña con alcanzar).
Junto a ello,
el negocio de las armas, fabricadas por las principales potencias mundiales
encabezadas por Estados Unidos, produce igualmente ganancias fabulosas,
siempre manejadas con criterios criminales, mafiosos. Por lo pronto,
el monumental negocio de las armas (que ocasiona dos muertes por minuto
a escala planetaria) no se parece a ningún otro. Debido a su relación
con la seguridad nacional y la política exterior de cada país, funciona
en un ambiente de alto secretismo y su control no está regulado por
la Organización Mundial del Comercio sino, muy precariamente, por los
diferentes gobiernos. En general –esto es sin dudas lo más preocupante–
los gobiernos no siempre están dispuestos o son capaces de controlar
las ventas de armas de forma seria y responsable. Por otro lado, lo
más frecuente es que las legislaciones nacionales en la materia, si
la hay, sean inadecuadas y estén plagadas de vacíos legales, en tanto
que los mecanismos existentes no son obligatorios y apenas se aplican.
En otros términos: el negocio de las armas no es transparente, se maneja
como asunto mafioso, gangsteril. Por no ser de conocimiento público
no está sujeto casi a ninguna fiscalización, vendiéndose tanto en
el mercado “legal” como en el negro. Por eso, las diversas iniciativas
internacionales de la post Guerra Fría para fiscalizar este tipo de
transacciones han resultado inútiles. Los intereses económicos, políticos
y de seguridad hacen de este rubro un sector misterioso, intocable en
definitiva. Es decir: corrupto, viciado, impenetrable, peligroso para
el ciudadano común.
Y peor aún:
los mega-capitales o mega-fondos que manejan estos monumentales negocios
no son transparentes, no están controlados por nadie. Los mismos hacen
y deshacen a su antojo, definiendo guerras o políticas que afectan
a vastos sectores de la humanidad, produciendo quiebras de economías
nacionales cuando lo deciden y aumentando sus ganancias en forma exponencial
sin asumir el más mínimo riesgo. Para ilustrarlo, Ignacio Ramonet
explica sintéticamente en “Nuevo capitalismo” cómo funcionan estas
mafias legales, intocables, absolutas: “Para adquirir una empresa
que vale 100, el fondo pone 30 de su bolsillo (se trata de un porcentaje
promedio) y pide prestados 70 a los bancos, aprovechando tasas de interés
muy bajas. Durante tres o cuatro años reorganiza la empresa con los
administradores que tenía, racionaliza la producción, desarrolla actividades
y capta toda o parte de las ganancias para pagar los intereses... de
su propia deuda. Después de lo cual, revende la empresa a 200, por
lo general a otro fondo que hará lo mismo. Una
vez devueltos los 70 pedidos en préstamo, le quedan 130 en el bolsillo,
por una puesta inicial de 30, es decir, más del 300% de tasa de retorno
sobre inversiones en cuatro años.
¿Quién da más?”
El capitalismo
actual se basa fundamentalmente en el sistema financiero internacional;
esos mega-capitales, que no tienen patria, que responden sólo a la
lógica del dinero fácil y rápido, se mueven en un espacio de extraterritorialidad
ajeno en un todo a leyes nacionales, a superintendencias bancarias,
a regulaciones, a convenios internacionales. Ese espacio no controlado
(igual que el del negocio de las armas o de las drogas ilegales) –y
que, al contrario, controla en muy buena medida la marcha del mundo–
es el de los llamados paraísos fiscales y la banca offshore.
Hoy por hoy
nadie sabe con exactitud cuántas son esas empresas y esos capitales.
Lo cierto es que existen, y su presencia en la dinámica global es decisiva:
sociedades virtuales o reales que no están obligadas a presentar balances,
a establecer su composición accionaria o, incluso, a tener capital
alguno. Las hay en todo el mundo: en islas perdidas diseminadas a lo
largo del planeta, en capitales de países del Norte, o curiosidades
como el Principado de Sealand, que funciona sobre una antigua plataforma
petrolera del Mar del Norte, o el Dominio de Melchizedek, la primera
“nación virtual”, situada sobre un desértico atolón vecino a
las Islas Marshall, en la Micronesia en pleno Océano Pacífico, que
a través de su página www.Melchizedek.com ofrece nacionalidad, pasaporte y facilidades
para toda clase de negocios.
Extremando
las cosas podría decirse que el capitalismo en sus albores era “serio”;
o, si prefiere, fijó reglas donde el espíritu de empresa, el riesgo
de la aventura comercial era parte de su proyecto, asumiendo eso con
total seriedad. El libre mercado, la competencia interempresarial fue,
sin dudas, su motor original. Era lícito enriquecerse siguiendo esas
reglas. Por supuesto que las mismas implicaban la esclavitud o eliminación
de millones de seres humanos y la depredación inmisericorde del medio
ambiente; pero esas eran las reglas del juego. En eso consistía su
“mayoría de edad” como sistema, su seriedad, destronando al decadente
feudalismo europeo y expandiéndose por todo el orbe transformando sin
retorno toda la sociedad global. Hoy, vencedor en la Guerra Fría y
sin enemigos a la vista –al menos en lo inmediato– su voracidad
no cesa, habiéndose transformado en un monstruo que no se detiene ante
nada, moviéndose como criminal, saltando las mismas reglas que estableció
siglos atrás. El espíritu puritano y el orgullo del trabajo que lo
pusieron en marcha sobre el feudalismo medieval quedaron totalmente
en la historia. Ahora es un gángster fuertemente armado que busca seguir
perpetuándose a punta de pistola (o de misil nuclear), haciendo cada
vez más fortuna, sin trabajar y dedicándose a negocios turbios. ¿No
es eso acaso las más absoluta corrupción de sus propios principios
fundacionales?
Ahora ya no
se trata de competir, de seguir las leyes de mercado y ser respetuoso
de esos principios. Ahora la avidez por la ganancia inmediata es el
nuevo norte. Todo se vale. Igual que un criminal, el dinero fácil es
el único objetivo: la guerra, el crimen, la droga, el dinero sucio,
la especulación financiera, el robo descarado…., todo eso reemplazó
al espíritu emprendedor y laborioso de algunos siglos atrás.
Como sistema,
el capitalismo jamás fue “serio”. Fue depredador, criminal, abusivo.
Si a eso se le puede llamar “seriedad”, abre inquietantes interrogantes.
Pero no hay ninguna duda que hoy, envalentonado y ensoberbecido como
nunca, su seriedad se transformó en mueca burlona. No se premia el
trabajo tesonero y el ahorro sino la especulación, la corrupción,
“el deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de
la honradez y la justicia”, como dijeran los obispos ecuatorianos
citados arriba.
Hoy como ayer, estamos ante los mismos problemas: el sistema beneficia a muy pocos a costa del perjuicio de las mayorías. La diferencia es que en la actualidad toda esta delincuencial corrupción se ha ido disfrazando de legal. En otros términos: estamos en las manos de unos cuantos gángsteres peligrosos, llenos de poder y dispuestos a cualquier cosa para seguir manteniendo sus privilegios. Pero nos alienta saber que la historia no ha terminado, y tal como dijo el español Xabier Gorostiaga “los que seguimos teniendo esperanzas no somos estúpidos”.