La violencia es inherente a la
revolución, ya que esta debe sorprender y trastocar el movimiento y el espacio
del sistema de valores que transformará. No necesariamente debe ser una
violencia cuerpo a cuerpo, la cual no se descarta, dada la calidad del enemigo,
pero si debe ser impactante por la naturaleza del cambio. Este no es temporal
ni superficial, ha de ser tan ágil e inteligente que evidencie, en el acto, la
obsolescencia del poder reinante. Contundente como aquella potencial violencia
contenida en “La otra mejilla”, respuesta a corta distancia, a la agresión
cotidiana, pero trascendente en su acción transformadora. He allí, una idea
revolucionaria de alto vuelo, aun no entendida en su extraordinaria sencillez.
Uno de esos temas fundamentales, es la cultura (quizá sea nuestro único
tema fundamental). El objetivo de una revolución es cambiar la idea que desata la acción. La acción
es todo aquello que abunda en el bien común y que acumula hacia la culminación
humana. Para que ello suceda, esa idea debe acceder a un tiempo, es decir, para
que tenga espacio y movimiento, debe convertirse en un proceso. Claro, esto tendrá
su oposición: la contrarrevolución. Pues entonces, es necesario conquistar el
poder que permita el transcurso de ese proceso. En otras palabras: anterior al
poder hegemónico que implantará la revolución, sucederá la conquista de un
poder que permita la transición al
estado revolucionario.
En ese transitar nos encontramos en la Revolución Bolivariana.
Gústenos o no, somos los picapedreros de este umbral. Es nuestro papel
histórico.
Gústenos o no, estamos destinados a sacrificarnos. Esto no
necesariamente quiere decir que debemos conquistar a sangre y fuego una colina.
Inmolarnos en medio del parque enemigo, ante la inminencia de este. No nos ha
tocado, por ahora ahora, la estrategia de la milicia, pero nos ha tocado como
trabajadores de la cultura, transitar por el ojo del huracán en la guerra
mayor: la cultural.
Volvamos a la pregunta: ¿Qué debe hacer, el promotor, el animador, el
operador cultural, que en esencia es el trabajador del revolucionario ministerio para el poder popular de la
cultura? Lo primero es concebir que su tarea principal es la de contribuir a la
transformación de nuestra cultura (estilos, formas, usos, modos, costumbres,
hábitos, tradiciones), en algo útil para el logro de la emancipación, la
libertad, la soberanía, la inclusión, la justicia, la paz y la felicidad de
nuestro pueblo. Pero para ello es menester una condición sine qua non. La
transformación empieza por casa. Habría que comenzar el trabajo revolucionario
por transformarnos a nosotros mismos. Desprenderse de tal cantidad de adefesios.
Desaprender de tanta cosa inútil, incubada en nuestra formación que a la postre, es el primer gran
enemigo de la revolución.
Sabemos lo que aspiramos como
combatientes y defensores de los postulados revolucionarios. Discurrimos en el
discurso sobre la solidaridad, el amor, la justicia, la equidad. Pero ¿Realmente
lo profesamos? ¿O dentro del discurso nos convencemos de serlo, con solo la
etiqueta? La transformación va por dentro. Si fumamos debemos dejar de hacerlo. Con ello dejamos de
financiar al enemigo, no pagamos por el deterioro de nuestra propia salud
(aunque parezca absurdo, tiene un costo oneroso), la de un potencial soldado de
la libertad, ni contribuimos con la muerte de este, y por el contrario,
servimos de ejemplo a nuestros congéneres, entre otros nobles resultados. Igualmente
si consumimos licor. En el fondo es un ejercicio de voluntad y determinación
hacia la liberación, lo demás es puro mito y culebra que nos atolla en la
esclavitud. Cada vez que te tomamos una polar, le entregamos dinero a nuestro
verdugo, el que no necesitará cortarnos la cabeza, sino que paulatinamente nos
consumirá (paradójicamente el consumidor termina consumido), pero sin duda
ejecutará a nuestros hijos, y esclavizará a nuestros nietos. Amen de ese triste
espectáculo de los corredores de toma de aguardiente, generadores de
prostitución, inseguridad y violencia, demoledor de la vida espiritual y
material de nuestros jóvenes.
Si somos machistas, volvamos la mirada hacia
nuestras mujeres: madres, hermanas, primas, tías, novias, esposas, suegras,
amigas, hijas, compañeras, nietas; y preguntémonos: ¿Si tanta barbarie no fue
suficiente a la luz del siglo del socialismo? Hurguemos y liquidemos a ese
racista agazapado que se esconde detrás del humor, la ironía iracunda, y que
emerge en nuestros desafectos hasta xenofóbicos. Espantemos con la luz del
saber, los prejuicios que nos impiden debatir sobre la justicia hacia la
diversidad sexual. Desenganchémonos del dinero, el inorgánico que nos hace
competitivos, desconfiados y traidores. Nos envilece al punto de antagonizar
hasta con nuestros seres amados. Agudicemos el sentido de la oportunidad,
siempre para el otro o la otra, la oportunidad para obtener una vivienda, un
financiamiento, una beca, un crédito, con el convencimiento de que la oportunidad
llegará con mayor facilidad, cuando la presión sobre esta, no esté cargada de
disputa y rivalidad. Confiemos en el otro y la otra, aun cuando nos traicione,
es la única forma de vencer la felonía domestica, para que aflore la confianza
entre iguales. Conozcámonos los unos a los otros con la facilidad con que se
oye, con todos nuestros vicios y virtudes, es la gran posibilidad para amarnos,
cumbre de la sociedad socialista.
Nada de lo dicho con anterioridad, es fácil
de realizar, sobre todo porque nadie querría dar el primer paso y recibir la
respuesta del pendejo. Nadie querría quedarse solo en el mundo del romanticismo
y la candidez, mientras todos corren vertiginosos, al disfrute de los placeres
de la vida. Pero la respuesta es esa, así de sencilla: el primer paso lo da el
revolucionario, y ha de ver hasta con desazón, como el contrarrevolucionario se
burla de él. Mas el triunfo le sonreirá porque estará sembrando el paradigma
del hombre y la mujer socialista.
En fin, nuestra cotidianidad debe estar llena de sacrificios e
invenciones extraordinarias. Estamos destinados a plagar de acciones heroicas
este preámbulo para signar lo sucesivo por lo excepcional. El trabajador
cultural deberá convencerse de que la respuesta que de al acontecer diario, por
muy insignificante que parezca, no ha de ser igual a lo habitual. Deberá estar
cargada de la sencillez de lo creativo, de la interrogante generadora, de las
propuestas novedosas. El papelito en medio del piso, el desequilibrio en la
pared, la mancha en el cristal, el niño en la cercanía, el indigente en la
acera, la palabra mal dicha, mal escrita, la desorientación huérfana, el
saludo, la despedida, el ruido, el caos envolvente. A todo debemos tratarlo
como si lo estuviésemos inventando, llamarlo por su verdadero nombre, su
verdadera denominación, que lo diferencie del mundo de las simulaciones que
creó el capitalismo, para no tener que señalarlas con el dedo del enemigo.
Hacia el 7 de octubre en el curso de la revolución.
miltongomezburgos@yahoo.es