Si bien el término “niños de la calle” es muy impreciso, hay consenso tanto en círculos académicos como políticos en considerarlo como una realidad derivada de la pobreza estructural y de la aglomeración en grandes centros urbanos. El fenómeno cobra especial relevancia en los países del Sur, históricamente pobres en el reparto del mundo que se viene dando desde la modernidad. Cantidades enormes de niños en distintas ciudades del mundo, fundamentalmente en las regiones más pobres, viven hoy en las calles sin la atención ni supervisión de adultos. Su número exacto no está precisado, pero se considera que, como mínimo, puede haber no menos de cien millones.
En el trabajo con niños de la calle se pone un especial énfasis en la dimensión educativa. Quienes se dedican a ello habitualmente son llamados “educadores”. La idea que alienta las intervenciones tiene que ver con lo pedagógico: los niños deben ser reeducados, o educados, dado que, por sus circunstancias de vida, lo han sido poco o nada. Pero quizá aquí pueda abrirse una pregunta: aquello de que carecen ¿es sólo educativo? ¿Su cambio existencial pasa por enseñarles un nuevo estilo de vida?
La experiencia nos demuestra que los menores que viven en las calles saben acerca de su condición, sobre los problemas que les trae aparejado su modo de vida y los beneficios que les traería otra alternativa. Pero curiosamente es más probable que no abandonen la calle. Pareciera que el saber no garantiza nuevas actitudes.
Es ante este acto siempre incomprensible para el sentido común que surge el interrogante sobre sus motivaciones. Si saben acerca de los daños que ocasiona la droga, ¿por qué siguen usándola? Si en los albergues de las instituciones que cuidan de ellos se les brinda todo lo que no tienen: comida, abrigo, amor, respeto, ¿por qué se marchan tan frecuentemente de ellos? Si están más que informados que la vida en la calle lleva casi invariablemente, previo paso por cárceles y hospitales, a la muerte, ¿por qué no cambian sus hábitos?
Todas estas preguntas -quizá por lo intrincado de sus respuestas- nos hacen pensar en que, tal vez, no sólo se trate de reeducar. Probablemente también sea necesario intentar profundizar más en las determinantes de estas conductas. Dicho en otros términos: habrá que averiguar por qué los niños de la calle son como son. ¿Y cómo son?
La marginalidad, fundamento de la callejización
A todas luces los niños callejizados son distintos de los niños llamados “normales”. Lo normal, en nuestro medio social, es crecer en el seno de una familia. Cuando esto se cumple -y es lo que pasa regularmente- se es hijo de papá y mamá. Pero ser de la calle es ser de nadie.
Para estudiar la psicología de los menores callejizados deberíamos partir por conocer aquella del niño considerado normal, para luego establecer comparaciones. Sabemos que no hay, en términos rigurosos de salud mental, un sujeto normal asintomático; pero hay, sí, una media socialmente aceptada, cultural, que funciona como paradigma. Es normal que el sujeto humano se constituya como tal a partir de otros humanos. Esto es: un recién nacido puede devenir un adulto adaptado a su entorno, socialmente útil, con una identidad sexual definida y con capacidad para gozar de la vida después de transitar por los difíciles vericuetos de la humanización, de la socialización. Llegar a ser ese sujeto normal adulto no es un hecho asegurado biológicamente. El ser humano, en su sentido más pleno, se hace en el contacto con los otros: desde bebé, con su familia, con las cargas simbólicas que va recibiendo en su crecimiento, con la incorporación de su cultura. Hacerse ser humano es ingresar al mundo de la Ley, al mundo de las prohibiciones, de lo que va más allá del instinto. La Ley -la norma, el consenso social- es lo que dice qué se puede y qué no se puede. Asumir ese bagaje simbólico, entrar a él y hacerse cargo del mismo, se da necesariamente a través de otros pares; y en nuestro mundo generalmente cumple esa función el núcleo familiar. Cuando ello se cumple a medias, o cuando directamente falla, sobrevienen problemas en el proceso de la socialización, problemas de integración que llamamos trastornos psicológicos (alguna disfunción no orgánica que impide una buena adecuación al ambiente y produce displacer y que puede ir, abarcando un amplísimo arco, desde por ejemplo síntomas de enuresis hasta una psicosis).
En el curso de la vida de un ser humano, ya desde el nacimiento se van estableciendo estructuras y modalidades propias en el plano psicológico que habrán de marcarlo indeleblemente. Todo se juega en torno a esto: cómo un sujeto ingresa al mundo de la Ley. Y no hay tantas posibilidades al respecto: a) vive al margen de ella: psicosis; b) la reconoce pero no la acepta, vive en el borde: psicopatía; y c) la asume y se hace cargo de ella: la normalidad, que no es sino el campo de las neurosis. Neurosis, psicosis y psicopatías; son las tres estructuras de base posibles entre los seres humanos. Todos estamos cortados por la misma tijera; también los niños de la calle.
En la infancia, y a través de las figuras parentales, es donde el ser en formación se moldea. En ese difícil trabajo de “modelado” pueden ocurrir disrupciones; lo común es que, no sin dificultades y con menor o mayor grado de ansiedades, los niños crecen y terminan siendo adaptados a su medio reproduciendo las normas sociales que se le impusieron. Los síntomas neuróticos infantiles (trastornos de aprendizaje, enuresis, angustia, dificultades de integración) hablan de traspiés en ese proceso; con tratamiento psicológico (que necesariamente incluye trabajo con los padres) se resuelven positivamente. Incluso las psicosis infantiles debidamente tratadas (incluyendo siempre el entorno familiar) pueden tener buen pronóstico. ¿Y los niños de la calle? ¿Deben ser abordados desde la psicopatología? ¿Por qué siempre se incluyen psicólogos en los equipos de trabajo que los atienden?
“Niño de la calle” no es una entidad gnosográfica en sí misma, no es una entidad entre las enfermedades mentales. No se puede curar a nadie de esta “patología”. Pero todo el fenómeno, si bien de orden social en su raíz -síntoma de la descomposición de las sociedades más pobres en su no planificado paso de agrarias a urbanas, índice de la marginación de vastos sectores “sobrantes” para la lógica del capital- comporta una lectura, y una intervención por tanto, desde la psicología clínica. Un niño de la calle puede ser neurótico, psicótico o psicópata (la experiencia indica que, al igual que en el resto de la población, la prevalencia fundamental es neurosis); pero si algo diferencia su psicología de la de un niño criado en el seno de una familia (que también puede ser neurótico, psicótico o psicópata) es justamente eso: la ausencia de familia. El lugar de donde tiene que venir la Ley falla, por tanto falla el ingreso al mundo de la Ley.
Psicológicamente un niño de la calle es ante todo un niño marginal, un niño que “sobra”. El trabajo de acompañamiento de todos los días con ellos enseña que la experiencia más común es que provienen de hogares repletos de niños, donde su existencia concreta no es sentida por sus progenitores como un triunfo ni un milagro sino más bien como una carga. No son niños deseados, racionalmente planificados. Sus padres viven agobiados por la pobreza, por la descarnada lucha por sobrevivir; en muchos casos son bebedores severos o alcohólicos. Por tanto, no queda mayor tiempo para el cuidado y el amor. En muchos casos estos niños fueron regalados, abandonados, pasaron de mano en mano o terminaron siendo criados en orfelinatos. En muchas ocasiones ni siquiera fueron inscriptos legalmente; es decir: no existen en términos de ciudadanía. Infinidad de veces se dan casos de abuso sexual; y casi como constante encontramos violencia física, del más variado estilo y calibre. Todas estas experiencias -dramáticas, durísimas-, más que hacer sentir que son lo primordial en el hogar, los marca como estando de más. ¿Y qué le puede esperar a alguien que se le dice que “sobra”?
El trauma en lo real aquí tiene un peso decisivo. No se trata, como en la novela familiar del neurótico, de recuerdos encubridores, de fantasías de abuso. Aquí la violencia está presente a golpes concretos, inscrita a sangre y fuego. Estos niños son marginales desde su inicio, pues están al margen de lo que debería ser su primera y más importante fuente de vida: sus padres. Sobran en la dinámica intrapsíquica de quienes los concibieron, por tanto sobrarán en lo real.
Marginados y marginales psicológicamente, luego lo serán también en la estructura social. Si su familia de origen no los pudo contener, les hizo saber que sobraban, la sociedad más tarde los reafirma en ese lugar: con reformatorios, con desprecio, incluso con limosnas (¿alguno de nosotros le daría limosna a su propio hijo?).
Las conductas adictivas
Prácticamente todos los niños de la calle terminan siendo drogodependientes. Como tales, presentan las mismas características psicológicas que cualquier adicto: labilidad afectiva, actitudes manipuladoras, un talante general psicopático, baja tolerancia a la frustración, compulsión al consumo. El estupefaciente viene a ocupar un lugar central en sus vidas. Pero si bien la adicción a psicotrópicos presenta esa preeminencia en sus historias, difieren en algo del narcómano que tiene una familia, que no es un paria. Este tiene algo que perder; un niño de la calle ya lo perdió todo de entrada, por eso es lo que es. Sin quitarle la importancia enorme que tiene el hecho de ser adicto a una droga (en este caso más a las sustancias solubles volátiles que a otros productos más caros: cola de zapatero, thinner, incluso gasolina, característicos de otros estratos sociales), podríamos concluir que los niños de la calle son “adictos”, antes que nada, a su condición de marginales. La drogadicción viene por añadidura.
La callejización, psicológicamente considerada, es un proceso complejo que indica la compulsión a seguir viviendo en condiciones de exclusión social en las calles. Fenómeno intrincado, que si bien es producto de una profunda injusticia económico-social de base, necesita también de razones subjetivas. No todo niño pobre termina en la calle. Para un menor callejizado, la calle es todo; la calle intenta suplir aquello que faltó originalmente. Vivir en las calles -más allá de lo que el sentido común puede apreciar como un infierno, y que de hecho lo es ciertamente en un sentido- tiene una arista fascinante. El callejizado, aquel que no fue contenido en una estructura familiar, aquel que deambuló los primeros años de su vida entre la apatía o la violencia de quienes lo trajeron al mundo, queda atado a ese mundo cerrado de los que viven en su misma condición, encontrando ahí un reconocimiento que le fue vedado en otra parte. La vida en la calle atrapa; opera -simbólicamente- como cualquier droga. Alguien puede hacerse “adicto” a ese estilo de vida, que en cierta forma es “fascinante”, “fabuloso”; allí no hay normas que respetar, todo es posible: no se cumplen horarios, no se soportan padres autoritarios, hay sexo cuando uno quiere, hay dinero fácil; y hay además el placer del narcótico. Si no fuera por ese mecanismo adictivo que se establece, no podría entenderse por qué tantos niños “prefieren” volver a la calle abandonando los centros de rehabilitación que se les ofrecen como propuesta alternativa. La lógica indica que la vida callejera es terriblemente difícil, displacentera: hambre, frío, violencia, desprecio. Pero la psicología humana no sabe mucho de lógica. ¿Por qué tan pocos niños y jóvenes logran abandonar realmente esa vida? (se considera, con objetividad, que apenas un 5% de niños callejizados logra realmente dejar esa condición).
Como toda conducta adictiva también la “adicción a la calle” (a la vida sin normas más precisamente dicho, a la transgresión) produce una profunda dependencia, haciendo que el círculo vicioso se cierre cada vez más. A esto se le suma la dificultad práctica concreta que encuentra aquel que intenta romper ese circuito: exclusión por parte de la gente, prejuicios que lo condenan a la marginación perpetua, una dramática carencia de “gimnasia” social: falta de documentación, falta de preparación laboral, desconocimiento de las reglas de convivencia.
Hacia una “clínica” de los niños de la calle
Digámoslo una vez más: nadie se cura de ser niño de la calle; esto no es una enfermedad mental. Es, en todo caso, una disfunción psicosocial donde la psicología puede aportar algo. Pero seamos claros en esto: con la actual tendencia económica global no hay solución para el problema. Los niños de la calle son un síntoma de una sociedad injusta que no resuelve sus diferencias estructurales, que hace que “sobre” gente en el mundo.
Un niño o un joven de la calle necesita, entre otros, un abordaje desde una perspectiva psicológica. Es cierto que ninguno de ellos consulta espontáneamente un servicio de salud mental. Pero entonces ¿qué autoriza nuestra intervención como psicólogos en programas de asistencia que intentan ayudarlos? Sencillamente una ética. De lo que se trata en nuestro trabajo es facilitarles la posibilidad de confrontarse consigo mismo, ayudarles a desarrollar la pregunta sobre quiénes son, por qué son así, quieren seguir siendo así.
Nosotros, en tanto psicoterapeutas, no seremos quizá quienes los movamos de su situación de menores marginados. Ni tampoco quien le provea alimento, ropa o medicamentos. O tal vez la sumatoria de todo esto lo logre. Lo cierto es que vale la pena intentar modificar su situación -que es además una forma de preguntar por qué se llega a esto, lo que lleva a intentar evitar que siga ocurriendo-. Lo que la experiencia indica es que una actitud represiva no logra ningún cambio (ningún reformatorio reformó a un menor transgresor sino que, por el contrario, lo reafirmó en su lugar de marginalización). Tampoco una posición caritativa; esto, por el contrario, los reafirma más aún en su posición de marginales, de “pobres víctimas”. Ni el supuesto “amor” bondadoso de propuestas eclesiales: no olvidar que en muchos casos, las mismas personas que los atienden tan “bondadosamente” terminan siendo sus violadores, fenómeno nada infrecuente en este mundillo de la atención de niños de la calle).
Trabajar psicológicamente con niños de la calle es facilitarles la ocasión para que rehagan su vida en términos simbólicos: no pasar a ser los padres que no tuvieron sino recuperar -a través de las palabras- ese espacio legal al que no pudieron acceder. Es común decir que estos niños necesitan mucho amor. Innegablemente, pero creo que esto solo no alcanza. Por otro lado vemos que aunque ofrezcamos desinteresadamente una y otra mejilla en una actitud de amor incondicional, eso no transforma su situación profunda; finalmente terminan decepcionándonos y no dejan la calle. ¿Pero qué se espera acaso de esa abnegación? A un hijo no le damos todo a cambio de nada; ¿por qué lo haríamos con un niño de la calle? A la prole se le da, sabiéndolo o no, un modelo de vida: cuidados diversos, amor, y límites. Son los límites los que impiden que alguien se haga psicótico o psicópata.
Al abordar clínicamente estos niños deberíamos plantearnos no reemplazar lo que faltó (el padre alcohólico que abandonó el hogar, la madre agobiada con una docena de hijos que no sabía cómo criar) sino ayudar a procesar esa falta. La carencia material -la comida siempre escasa, el juguete ausente en cada cumpleaños, la palabra de estímulo- puede llegar a suplirse; y eso es lo que hacen habitualmente las organizaciones que asisten a los niños en riesgo: llenan esos vacíos. Distinto es el caso de la falta de Ley. El trabajo psicológico con niños de la calle debe apuntar a problematizar esa instancia. Sólo si alguien se hace cargo de su historia personal puede ser uno más de la serie, adaptado e integrado.
Pero junto a lo anterior no puede dejarse de considerar en todo momento que el fenómeno en su conjunto, los cien millones de niños que pululan por las calles, son producto de estructuras sociales injustas y que, en tanto las mismas continúen, no dejará de haber niños en esas condiciones.