Hace muchos años vivía aquí en Miami un cubano de ascendencia libanesa y española que se le ablandaron los sesos porque se pasó mucho tiempo comiendo muy poco y leyendo libros de historia diecisiete horas diarias. Después de tantas tragedias, esta vez les brindo una entusiasta comedia.
Camaradas y amigos: Esta semana no pude escribir. Empecé a hacer algo sobre Irán, pero no pude terminar el segundo párrafo, y sobre Siria no llegué ni a las sesenta palabras. Como ya llevo tanto tiempo hablando de guerras y otras grandes tragedias, tal vez la mente me dio señales de cansancio, de aburrimiento y hasta de protesta. Empecé otros temas, a ver si me salía algo, incluyendo el del caníbal que le comió la mayor parte de la cara a un mendigo junto al Miami Herald, pero me sucedió lo mismo. Entonces me di cuenta que debía escribir sobre algo alegre y traté de hacer una sátira sobre otros caníbales de Miami que devoran conciencias, no rostros; pero tampoco pude escribir ni párrafo y medio. Fue entonces que, para no faltar a nuestra cita de los viernes, tomé una escopeta de dos cañones y volví a fusilar algo que ya había publicado hace cuatro años, aunque haciéndole varios cambios. Espero que, al menos esta vez, se rían un poco y que no crean que en esta ciudad todos somos caníbales.
1-. EL HORNO Y LOS SESOS
Hace 34 años vivía aquí en Miami un cubano de ascendencia libanesa y española que se llamaba José Beiter Caballero. Se había pasado muchos años leyendo libros de historia y comiendo muy poco y, como solía leer bajo el sol abrasante de este horno casi acuático, y tenía unos cincuenta años, se le ablandaron los sesos y perdió una parte del juicio.
Era seco de carnes y de rostro enjuto, gran madrugador, y de la caza también amigo. Mas no le dio por usar adarga antigua ni lanza en astillero, ni acuchillar cueros de vino ni retar a inmensos leones cansados ni nada de eso.
Como no se veía bien que por las calles de esta reverberante ciudad anduviese un hombre tan flaco sobre un rocín tan huesudo, se compró un coche viejo al que siempre mantenía muy limpio, aunque el fuego cercano de una extensa maleza hubiese levantado un aluvión de cenizas. El coche no comía heno, sino gasolina y expulsaba bióxido de carbono, o sea era enemigo del medio ambiente y del calentamiento global, amigo.
Le dio, entonces, por proteger y buscar la asidua compañía del hijo de un primo suyo. El joven, regordete y bonachón, con un coeficiente de inteligencia por debajo del chimpancé, pero por encima de Bush, encontró en su protector el calor humano que no le daban sus padres, y andaba con él para todas partes. Se llamaba Eliodoro, no Sancho.
Como todas sus lecturas eran de historia, no de caballería, Beiter no salió por la puerta de un corral al mundo para desfacer entuertos ni conseguirle a su escudero el gobierno de una ínsula más barata que Barataria, sino que, perdido ya el juicio, aunque en forma pacífica y hasta cordial, se convenció a sí mismo que había participado en algunos de los hechos históricos de los que tanto leía y que había sido amigo de varias de las figuras más famosas de la historia.
Un siquiatra certificó que tenía ciertos desórdenes mentales, y el gobierno le dio el disability, una pensión como deshabilitado. No era mucho, pero como su esposa trabajaba en una tienda de ropas, entre ambos resolvían los pocos gastos de una vida modesta. Su esposa no era de El Toboso, sino de los Remates de Guane, en el extremo occidental de Cuba, y no se llamaba Aldonza Lorenzo, sino Sacramento del Altar Cruz Iglesias, a pesar de que, cuando nació, sus padres no creían ni en la paz de los sepulcros.
Digamos, a propósito y antes de entrar en materia, que quien se dedique a leer aquí en Miami, a no ser que sea muy rico y muy cuerdo cuando comience a hacerlo, está condenado a la pobreza o la locura, y, muchas veces, a la burla de quienes no leen ni el periódico porque dedican todo el tiempo a actividades más productivas. Aquí es más fácil ver a Atila montando a caballo que a alguien leyendo un libro. Los salones de lectura de las bibliotecas están vacíos, pero en los de las computadoras hay largas filas, aunque no para leer en internet a Marx ni a Schopenhauer ni a García Lorca, ni siquiera a Mark Twain.
2-. LA PEÑA DE “EL PUB”
Por lo demás, Beiter era un hombre muy limpio, dentro y fuera. Siempre vestía de impecable guayabera blanca de mangas cortas y pantalones que nunca perdieron las rayas ni la pulcritud. Cuando tomaba agua o refresco, o ese lento veneno al que llamamos “café cubano” aunque sea de Madagascar, se echaba siempre hacia delante o a un lado para que ni una sola gota cayera sobre su ropa y, cuando se sentaba a comer, ponía servilletas sobre la mesa para apoyar sobre ellas los brazos, aunque estuviese cubierta por un límpido mantel. Que se sepa, no había cometido delito alguno ni tenía enemigos ni debía dinero ni nadie lo andaba buscando porque le hubiera robado a su mujer. Era, en rigor, un hombre sin mancha.
Todo lo contrario era Eliodoro, no sólo porque su protector era alto, flaco y culto, y él bajito, ignorante y gordiflón, sino porque sólo se bañaba y cambiaba de ropas cada quince días y, a veces, cuando hablaba, de su aliento salía un curioso olor, como si hubiese acabado de comer un par de cebollas crudas. Beiter era incapaz de hurtar una manzana que hubiese caído de un árbol solitario; Eliodoro entraba a los mercados a robarse los chocolates.
Beiter Caballero murió hace casi veinte años. No pude asistir a su velorio porque entonces vivía lejos de Miami, pero me dijeron que estaba tendido en la funeraria con una guayabera muy blanca y un pantalón sin arrugas, y que lo enterraron en un ataúd todo pintado de blanco, para gran asombro de todos pues tenía más de setenta años, y que Eliodoro lloraba como un bebito con hambre.
Regresemos a 1978. Unos quince amigos solíamos encontrarnos todos los jueves, por la noche, en el restaurante El Pub de esta ciudad, que estaba frente al Parquecito de los Viejos, en la Calle 8 y la Avenida Quince, y que ahora se halla a una cuadra hacia el oeste porque aquél lo derrumbaron para hacer un edificio de oficinas. Íbamos a eso de las ocho y media y nos retirábamos temprano, casi siempre antes de las doce, porque casi todos estábamos casados.
Yo había salido de Cuba, por tercera vez, hacía un año y mantenía una actitud muy discreta. La cuestión era sobrevivir en un medio tan hostil para que no me desordenaran el ordenamiento de mis huesos ni me desalmidonaran la guayabera, que también usaba.
En El Pub teníamos, en fin, una peña cultural en la que se hablaba de historia. No duró mucho, menos de dos años, porque quienes la habíamos propiciado nos fuimos a vivir a otras ciudades y países.
Aunque era la materia que dominaba, Beiter no era miembro asiduo de la peña, sino que acudía a ella cada dos o tres semanas porque solía acostarse muy temprano para seguir leyendo libros históricos, de la aurora al ocaso, siempre bajo el sol, sentado en una silla de extensión en el diminuto jardín que se hallaba junto al modesto efficiency en que vivía con su mujer.
3-. LA INEFICIENCIA DEL EFFICIENCY
Tal vez muchos lectores no sepan lo que es un efficiency, pero aquí, en esta sociedad en la que todo se compra y se vende, se usa mucho. Un matrimonio tiene una casa por la que dio una entrada –aquí se compra a plazos desde el biberón hasta la mortaja-- y le está pagando al banco una hipoteca, digamos, de novecientos dólares mensuales. El marido llama a un maestro de obras, suponiendo que él no lo sea, y le hace a una de las habitaciones un arreglo para que tenga puerta exterior, baño muy estrecho --en el que sólo se puede usar una estilla de jabón, porque no cabe el jabón entero, y en el que siempre hay el peligro que pueda uno dislocarse un codo--, y una pequeña cocinita empotrada en la pared, con una sola hornillita, en la que si se cocina un lacón no se puede cocinar al mismo tiempo las papas.
Le pone una cama vieja y otros muebles de uso, muy baratos, un cubrecama descolorido, una lámpara medio rota y unas cortinitas de plástico que si se les acerca un fósforo encendido a un cuarto de metro se prenden como si fueran de gasolina, y lo alquila por quinientos dólares mensuales. O sea que el hombre soltero, o el matrimonio, que vive muy apretado en el efficiency, porque no pudo reunir seis o siete mil dólares para darlos de entrada por una casa, es el que está pagando más de la mitad de la casa que es de otro, para que éste viva con toda amplitud, como Carmelina (esto era en 1978, después todo cambió, provocando la grave crisis hipotecaria de hoy en la que millones de personas han perdido sus hogares)
4-. EL MUDO QUE OIA MÁS QUE NADIE
Volvamos a Beiter Caballero. Los asiduos a La Peña de El Pub pedíamos café o té casi caliente, sodas frías y pastelitos o tostadas, porque si hubiésemos pedido chocolate caliente, como en España, nos habríamos refrito el hígado en esta caldera a la que llaman capital del sol porque sospecho que pudiera estar situada dentro de él.
Nos sentábamos en una mesa larga, al fondo, apartada de las demás, y nunca alzábamos la voz para no asustar a los demás comensales con temas tan extraños para ellos, tratando de evitar siempre que alguno pudiera sufrir una embolia si trataba de entendernos.
La camarera que siempre nos atendía era Elena, una robusta asturiana cuyos padres habían leído algunos versos de Homero. A veces, cuando estaba sirviendo los pastelitos y las tostadas, abría más los ojos, miraba fijamente a quien en ese momento estuviese hablando del tema habitual, o sea historia, y le decía: “si te entiendo que me ahorquen”. Estaba casada con un mudo que oía más que nadie y del que siempre decía: “Es un amor, nunca se queja”.
Todos éramos muy pobres, pobres o casi pobres y pagábamos la cuenta estos últimos. A nadie se le exigía nada que no fuese cultura. Podía no tener zapatos, pero debía tener cultura histórica.
Cuando Beiter llegaba a la peña, ya sabíamos que aquella noche íbamos a compartir con nuestras esposas más risas que sexo.
A pesar de su locura, que sólo se le manifestaba al creer que había participado en hechos de otros siglos y milenios, mantenía en buen orden sus conocimientos. No decía que Robespierre era guatemalteco ni Juana la Loca berebere ni que Borodino había sido a orillas del Manzanares ni ningún otro disparate. No. Sus datos eran correctos y su erudición, admirable. Sólo cuando entraba él en el escenario de la historia era cuando se manifestaba su locura.
5-. IDUS DE MARZO
Una noche llegó y después del café y los pastelitos, hizo un gesto aun más serio que el habitual, dio suavemente con un puño en la mesa, y exclamó:
--¡Pobre Cayito! ¡Veintitrés puñaladas! ¡Y yo se lo dije!
Todos lo miramos, sonriendo con discreción. Entonces uno de nosotros, tratando de ocultar la risa, le preguntó:
--¿Qué le dijo a quién, don Beiter?
El respondió, entonces, con cierto enfado:
--¡A Cayo Julio César, chico, Cayito, mi amigo!
Entonces, mientras nos mordíamos un poco los labios para no estallar de risa, por temor a su expresión tan patética, añadió:
--Llegué temprano a su casa aquella mañana de marzo en el momento en que se iba a montar en su litera, en compañía de Marquito, sí, el mismo al que la historia llama Marco Antonio y yo siempre le he dicho Marquito porque también era muy amigo mío. Cayito me recibió con un abrazo, a pesar de que aún no se habían inventado del todo los abrazos. Allí estaba el general Décimo Junio Albino, un tipo que me cayó mal desde la primera vez que lo vi. Una bella mujer miraba desde una ventana, pero nunca supe si era Cornelia o Cleopatra. Tomé a Cayito por una mano y le dije: “¡No vayas más al Senado, Cayito, que eso allí es un nido de hijueputas!”, pero no me hizo caso. Cuando llegó a la puerta del recinto senatorial, el general Albino se llevó a Marquito algo lejos con el pretexto de decirle lo que nunca supe que dijo, y Cayito entró solo. Allí lo atacaron aquellos cobardes. Peleó muy duro, a pesar de que ya tenía casi 56 años; pero eran muchos, y cuando se dio cuenta que iba a ser acuchillado, también, por el bruto de Brutus, a quien quería como un hijo porque tal vez lo era, se echó la capa sobre el rostro y la cabeza, ya ensangrentados, y cayó al pie de la estatua de Pompeyo... que reía. Cuando quemaron su cadáver en el Foro, Marquito hizo el mejor discurso de su vida. ¡Qué emoción, qué voz, qué gestos! Yo estaba allí... y lloraba.
Todos reímos con discreción, por lo de las veintitrés puñaladas, pero Eliodoro tenía el rostro bañado por el llanto. Beiter se mantuvo impasible, con el gesto muy serio. Tal era su locura.
6-. WATERLOO
Regresó un par de semanas después y, sin esperar el café ni las tostadas, exclamó:
--¡Cómo es posible que Napo me hiciera eso, chico! ¡Cooooosa más grande!
Ya sabíamos que solía decirle así al Emperador, a quien Martí llamaba, con toda razón, “corso vil, Bonaparte infame”. Entonces añadió, siempre con el gesto muy serio:
--Llegué allí como a las ocho y media de aquel 18 de junio. El crepúsculo se acostaba a dormir al despertarse la noche. Todo era muerte, sangre era todo. Allá en la colina, protegido por las sombras, estaba Wellington con su risita de hiena; acá, en la llanura, el viejo Blücher, con su uniforme negro aunque no tanto como sus entrañas, avanzaba, veloz, con su mirada de lobo. En el momento en que mi primo Cambrone, enfurecido, gritó “¡Merde!”, el Emperador se iba a subir a su berlina con el bicornio caído sobre una oreja, su poco pelo en desorden, la frente llena de sudor, los ojos muy abiertos y echando por la nariz un líquido indefinido. Me le acerqué y le dije: “No te vayas a mandar a correr ahora, Napo, que eso no es lo tuyo; tienes que echar pie en tierra aquí y resistir como to’ un caballo!”; pero de un salto terrible se subió al coche, tiró la portezuela, machucándome un dedo, me miró en forma muy rara y no paró hasta París, chico, y después los pérfidos británicos lo metieron en Santa Elena, adonde se quedó sin imperio sin país sin mujer sin hijo sin bicornio sin barriga sin botas sin espada sin catalejo sin caballo sin pelos y sin vida.
Las carcajadas fueron tan escandalosas como silente su seriedad, y Eliodoro comenzó a aplaudir y a reír, también con estridencia, y con fuertes convulsiones en la papada y la panza.
7-. CIEN MIL AÑOS DIMENSIONALES
Otra noche, al sentarse a la mesa, exclamó, con marcado énfasis:
--¡Yo fui amigo del Hombre de Cro-Magnon!
Como si sólo hubiese habido un solo hombre de Cro-Magnon.
--Pero, don Beiter –le dijo uno de nosotros, cuyo rostro no recuerdo- entonces, ¿qué edad tiene usted?
Beiter abrió bien los ojos, empinó el pecho y respondió:
--Cien mil años dimensionales.
No había forma de rebatirle nada a un hombre que diera una respuesta así.
Una noche dijo que Hitler se había dejado el bigotico y Mussolini afeitado la cabeza, por sugerencias suyas.
8-. YUSTE
Aun otra noche, que no quiso ni siquiera café porque acababa de salir de un Burger King, dijo, con la mayor seriedad del mundo:
--Llegué a Cáceres aquel 3 de febrero, con mucho frío, en el momento en que se encaminaba a Yuste mi amigo, y digo mi amigo... ¡mi hermano Carlos I! ... sí aquél al que le decían Carlos V del Sacro Imperio Romano-Germánico y Duque de Milán y Archiduque de Austria y Duque de Borgoña y otras hierbas que no se comen los chivos. Tenía el rostro compungido. Lo tomé por un brazo, lo llevé aparte, y le dije: “No te metas en el monasterio ése, Charlie, que tú eres joven todavía y eso ahí es muy aburrido... ¡vámonos pa’ Graná’ con las putas que allí to’ es alegríííía!”. Pero no me hizo caso tampoco, porque a mí nadie me hace caso a pesar de que siempre tengo razón, y murió al año siguiente, más triste que un búho, con menos de sesenta años, casi un niño. Entonces llegó Felipito, el que inventó el coñac.
9-. LOS PIGMEOS
Otra vez llegó a la peña y dijo que había acompañado a Ernesto Hemingway a un safari en África. El pequeño avión había aterrizado en pleno campo y cuando bajaban por la escalerilla, cientos de pigmeos desnudos corrieron hacia ellos, mientras se acercaban y se separaban, con rapidez, las manos de la boca, exclamando a coro: Ca…ba…lleeeee…ro, Ca…ba… lleeeee…ro, Ca…ba…lleeeee…ro.
Aquella noche las carcajadas fueron aun más estridentes y los comensales nos miraban como si hubiésemos llegado de otra galaxia.
Otra vez dijo que había desembarcado en Normandía tomando vino con Eisenhower, que había traído de España a El Caballero de Paris, que le había enseñado a Churchill a abrir el huequito del tabaco, que tomaba carajillos con Pepe Botellas y otras cosas por el estilo.
Tal vez algún día comparta con ustedes otras anécdotas de este Quijote que vivió en un curioso lugar de la Florida cuyo nombre no voy a olvidar.
carlos.rivero@att.net