Las presentes líneas son un preámbulo a lo que será en este 2013, la XVIII edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos; premio creado en 1964, por decreto presidencial, como iniciativa de reconocimiento al octogésimo aniversario del novelista venezolano. Se estimó desde entonces entregar a comienzos de agosto y con periodicidad de cada cinco años, aunque luego, a partir de 1987, se cambiaría por cada dos años, aludiendo que había una vasta producción literaria en Latinoamérica que iba a quedar muy difícil de valorar en un tiempo tan generosamente amplio. Tal como expresa Alejandro Bruzual, del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG), en su ensayo titulado “Un Premio, todos los Premios, Historia de un Concurso y sus avances críticos”, preparado como presentación de la obra “Utopías en movimiento” (Caracas, Fundación Celarg-Monte Ávila Editores Latinoamericana, Octubre 2012, 268 páginas), el Premio, en una primera etapa, se creó con fines conmemorativos, en honor al maestro Gallegos, pero al mismo tiempo para apoyar el afianzamiento de la nueva novelística apenas surgida en la década de los sesenta, distanciándose de las obras de aquella generación calificada de “novelística de la tierra”, a la cual pertenece la obra de Gallegos y de importantes latinoamericanos de comienzos del siglo XX. Ello trajo críticas agudas, entre ellas que fue un Premio que no atendió a los narradores de otras corrientes crearon su producción a partir de la década de los treinta, como es el caso de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias; se estimó que fue un Premio acomodaticio de los grupos editoriales (se premia las novelas publicadas) para elevar las ventas del denominado boom literario y crear todo un nuevo concepto de la literatura latinoamericana, acercándola más a la estigmatización del best seller que estaba caracterizando la literatura norteamericana y europea.
Con sus altibajos y sus contradicciones, el Premio continuo su camino, ya en el 2011, se entregó su edición número XVII, al escritor argentino Ricardo Piglia, por su obra “Blanco nocturno”. Es importante destacar que el Premio Rómulo Gallegos valora es la novela, no la trayectoria del escritor. Esto es donde, a pesar de las críticas, se mantiene férrea la postura del galardón. Se Premia el esfuerzo, en lengua española, de un trabajo narrativo innovador, novedoso en su estructura argumental, pero sobre todo, una narrativa que muestre nuevas bifurcaciones para acrecentar la capacidad comunicacional de los latinoamericanos en sus ensenadas de ficción.
Cada uno de los premiados, desde 1967 cuando se entregó el primer galardón, a la novela “La casa verde”, del peruano Mario Vargas Llosa (Nobel de Literatura 2010), cada uno de los merecedores de este reconocimiento han elevado su voz de agradecimiento y han compartido con los venezolanos, a través de sus discursos, sus posturas acerca de la novela y la literatura. De este modo, y haciendo un poco de sabueso literario, he logrado rescatar algunas frases que bien nos centran en una concepción renovada de la literatura como oficio, como arte, como vía para la liberación y para el crecimiento moral de nuestros pueblos amerindios.
Los diecisiete premiados están repartidos entre Latinoamérica y España, claro, más latinoamericanos, pero ello no le quita presencia a la “madre Patria”, porque al fin y al cabo, la lengua que se premia es la heredada, sea por transculturización y barbarie, por aquellos misioneros que enseñaron a pronunciar un español en sus diversos afluentes y constelaciones, siendo el castellano uno de los modismos más populares del nuevo mundo.
Vargas Llosa al recibir su Premio en 1967, dijo en referencia al papel del escritor, que éste ha “…debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria. Multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia a sus convicciones”. Es decir, devela la cruda realidad de que de la literatura no se puede vivir en estos pueblos apartados de la urbe originaria del primer mundo. Otro que aportó su granito de arena fue el también Nobel (1982), Gabriel García Márquez, a quien en 1971 le otorgaron el Premio por su novela “Cien años de soledad”; para el Gabo los “…escritores no lo somos por nuestros méritos, sino por la desgracia de que no podemos ser otra cosa y que nuestro trabajo solitario no debe merecernos más recompensas ni más privilegios que los que merece un zapatero por hacer sus zapatos…” Digna reflexión, ante esa generación emergente que toma cancha de la escritura para llamarse escritores, cuando en un sentido real son simples vínculos entre una realidad, su fantasía y sus conflictos.
En la III edición del Premio, 1977, es galardonado el mexicano Carlos Fuentes, ese Nobel sentimental de Latinoamérica; Fuentes esgrime que “…la literatura latinoamericana contemporánea ha consistido en darle voz a los silencios de nuestra historia, en contestar con la verdad a las mentiras de nuestra historia, en apropiarnos con palabras nuevas de un antiguo pasado que nos pertenece e invitarlo a sentarse a la mesa de un presente que, sin él, sería la del ayuno..." Nada más concreto y visceral que esta postura de Fuentes para describir el compromiso del escritor latinoamericano. Otro mexicano, Fernando del Paso, en la edición IV de 1982 del Premio, por su obra “Palinuro de México”, deja oír su voz en cuanto a cómo influyó en él la literatura latinoamericana: “…porque fue a través de esos (escritores) latinoamericanos…que descubrí que todos esos países, por compartir la misma lengua y la misma historia, compartían también una serie de realidades, tan hermosas como trágicas, y que de esas realidades ya no podría escapar, aunque quisiera. Pero no quise.”
En la V edición, en 1987, ganó la obra del argentino Abel Posse, “Los perros del paraíso”; Posse expresa que la “…literatura latinoamericana está en la vanguardia de una resistencia. Los avisadores de nuestra América se llevaron y se llevan mucho, pero todavía, como diablos desilusionados en su contrato fáustico, no han podido con nuestra alma…” Y más delante de su discurso sentencia: “…el más sustancial aporte de esta literatura: es el testimonio de nuestra resistencia a aceptar esa pesadilla de aire acondicionado que nos venden como futuro…”
En la VI edición del Premio, 1989, el ganador, el colombiano Manuel Mejía Vallejo, por su obra “La casa de las dos palmas”, resaltaba un silbido de esperanza al oficio del escritor latinoamericano: “…el escritor no puede caer en la desesperanza: siempre habrá sitios donde tendremos fe en la vida y en las cosas, y esteros en paz capaces de reflejar con honda claridad los cielos”. Sin lugar a dudas, Mejías Vallejo inmortaliza el papel humano y sensible del escritor; lo imanta de vida, de mundo; lo fortalece y lo proyecta. En la VII edición de 1991, la obra ganadora es “La visita en el tiempo”, y su autor un personaje nada extraño para las letras latinoamericanas: Arturo Uslar Pietri. La grandeza del galardonado no sólo residía en que él, por su trayectoria, fuera el ganador, sino que significaba el primer venezolano en recibir tan alta distinción. En su discurso no escapó lanzar un dardo seguro al alma del escritor y la literatura latinoamericana: “…el oficio de un escritor nunca ha sido fácil, y ha exigido una entrega total de la persona y un esfuerzo que va muchísimo más allá del esfuerzo físico y de las horas que se miden por un reloj”.
En 1993, el ganador de la VIII edición del Premio, fue mi amigo el argentino Mempo Giardinelli, con quien compartimos buenos momentos en aquellos días de la Mérida bohemia de los ochenta y que junto a Alberto Jiménez Uré y Renato Rodríguez, le oímos elevar el verbo por encima de la palabra en ese instante mágico que se da entre la idea y la grafía. Giardinelli expresaba en su discurso de premiación: “En literatura -se sabe- todo está escrito y a la vez todo está por escribirse…”
En la edición IX, de 1995, le llega la hora a un español: Javier Marías, con su novela “Mañana en la batalla piensa en mí”; caracterizado por su verbo ácido y desconstructor, Marías dice: “Todo escritor es aún más lector y lo será siempre: hemos leído más obras de las que nunca podremos escribir, y sabemos que ese interés, ese apasionamiento, es posible porque lo hemos experimentado centenares de veces; y que, en ocasiones comprendemos mejor al mundo o a nosotros mismos a través de esas figuras fantasmales que recorren las novelas, o de esas reflexiones hechas por una voz que parece no pertenecer del todo al autor ni al narrador, es decir, a nadie…” Casi en este mismo tenor reflexivo, la ganadora de la edición X, 1997, la mexicana Ángeles Mastreta, con la novela “Mal de amores”, que a pesar de haber sido criticada por la relación de su esposo con el mundo empresarial editorial, casi se llegó a insinuar que el premio había sido comprado por él para ella, aspecto que no comparto porque “Mal de amores” es una novela impresionante, con un manejo del lenguaje multifocal y tridimensional, aspecto difícil en una obra novelada, dejó decir en su discurso que los escritores “…nunca estamos seguros de que habrá quien le dé sentido a nuestro quehacer. Escribimos un día aterrados y otro dichosos, como quien camina por el borde de un abismo”.
Para 1999, en la XI edición, el ganador fue el chileno Roberto Bolaño, quien falleciera prematuramente producto de insuficiencia renal, lo que le impidió concluir su tarea como jurado la edición venidera; Bolaño ganó con su novela “Los detectives salvajes” y su visión de la literatura y del oficio de escribir la retrató en su discurso de la siguiente manera: “…(la literatura) es un oficio solitario, y recitamos para nosotros mismos nuestras páginas y esa es la forma de ensalzarnos y no necesitamos que nadie nos diga lo que tenemos que hacer y mucho menos que tras una encuesta nuestro oficio sea elegido el oficio más honroso de todos los oficios… La literatura es un oficio peligroso…”
En el 2001, se dio la XII edición, con ella una novela cautivadora fue la premiada: “El viaje vertical”; su autor, otro español: Enrique Vila Matas; el galardonado expresó no sólo su postura ante el oficio escritural, sino que se posesionó de él para indicar que más allá de la ficción, el escritor es un elemento más en esa ficción, no es el que la produce como tal; por ello hay que ir “…hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, mestiza, donde los límites se confundan y la realidad pueda bailar en la frontera con lo ficticio, y el ritmo borre esa frontera”.
En el 2003, llegaría la XIII edición y con ella la obra “El desbarrancadero”, del polémico escritor colombiano Fernando Vallejo. El ganador ironizó con algunos aspectos de la cultura occidental en el preámbulo de su discurso, se refirió a la literatura desde una postura bastante original: “El demonio sólo cabe en el alma del hombre. ¿No se dio cuenta Cristo de que él tenía dos ojos como los cerdos, como los camellos, como las culebras y como los burros? Pues detrás de esos dos ojos de los cerdos, de los camellos, de las culebras y de los burros también hay un alma…”
En la edición XIV del 2005, ganó el español Isaac Rosa con la novela “El vano ayer”, en su discurso expresó que “…la literatura está llena de almas muertas, de personajes al margen, de secundarios insignificantes, de cocheros alcoholizados que aparecen un par de páginas para conducir al protagonista a casa de su amada; o criadas que tiran una bandeja de copas en el momento crítico de la discusión entre los dos protagonistas; o soldados sin nombre cuyos sesos salpican al héroe en su trinchera…” En una palabra, la literatura da recursos inimaginables para tatuar de vida una historia cuya certeza de que haya sucedido está en el vacío. A todas estas, se da la edición XV en el 2007, ganando la mexicana Elene Poniatowska, con su novela “El tren pasa primero”; la galardonada destaca un aspecto fundamental en su discurso que define, de forma magistral, el sentido de la literatura latinoamericana: “América Latina es racista en contra de sí misma. Si el indio y el mestizo no se respetan a sí mismos, tampoco el país va a respetarse…” Y es que de allí parte el fundamento del oficio escritural: en respetar la diversidad cultural y sus enigmas. En la edición XVI, 2009, con la obra ganadora “El país de la Canela”, del colombiano William Ospina, esta postura de Poniatowska se refuerza: “Yo diría que a un latinoamericano se lo reconoce porque su inteligencia europea esté llena de inesperados atajos indígenas, de los caminos oblicuos del pensamiento mágico…” De allí la grandeza de la cultura amerindia y de su fuerza y trascendencia en la escritura cursiva y sin puntuación que aún confluye con los océanos y con los ríos que dan historias a los novelistas.
Por último, en la edición XVII, 2011, el premio recayó en el argentino Ricardo Piglia, por su obra “Blanco nocturno”; para quien el “…que escribe no es lo que es el que es y el que narra no es el que escribe, como se ha dicho. Hay algo de la fantasía del doble en esta situación: los libros tienen siempre algo de Míster Hyde, son siempre la sombra de su autor…” Sin dudas, el Premio Rómulo Gallegos hoy reivindica una historia literaria latinoamericana que está naciendo, que apenas ha iniciado un camino hacia su robustez y hacia su influencia, porque así como el mito de “El Dorado” cautivó al Conquistador, nuestras historias hoy por hoy, están tomando parte importante del ideario universal de los anhelos y deseos del mundo.
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