El titulo sugiere por lo menos otra estética, pero sabemos que hay tantas como culturas e individuos, conjugadas en sus respectivos tiempos; y ciertamente, en materia de belleza, como “entre gustos y colores”, quien manda es la diversidad (de objetos y de sujetos), la que pareciera ser infinita en estos tiempos de revolución, cuando los pueblos empiezan a florecer, y son reconocedores de la pluriculturalidad. Solo el capitalismo se ha empeñado, con relativo éxito en la última centuria, en imponer un solo canon de belleza, el cual ha distorsionado a más de un mundo en este planeta, desatando infiernos por doquier. De la estética revolucionaria, a la que aspiramos, hablaremos mas adelante. Ahora nos ocuparemos de la estética que nos han impuesto.
Solo en medio de lo que los intelectuales de las supercherías (farándula de todas las especies, ligados a las corporaciones del entretenimiento y la información)1 han dado en llamar, “tormenta creativa”, fútil ejercicio que consiste en escarbarle la piel al ocio que genera la codicia, muy propio de los laboratorios de la industria publicitaria, pudiera encontrársele atributos humanistas al capitalismo, como aquello que algunos se empeñaron en llamar, desde el extremo de la rancia derecha venezolana: “capitalismo popular”, tan de brujos como inventar “la burguesía popular”.
Dado que el capitalismo, no solo es la irracional e ilimitada tendencia a acumular capital, acto fuera de todo parangón natural (contranatura matemática), es en esencia, simple y alevosa barbarie, que por razones de artificio, encuentra asidero en imágenes creadas por su propio lenguaje, el que a veces se disfraza de inteligente y llama “burbujas” a las creaciones inverosímiles de su sistema neoliberal, termino lírico que los tecnócratas de la economía le robaron a la poesía para describir esos espacios inconexos que sobreviven hasta con cierto grado de imperturbabilidad, en medio de la barahúnda devastadora.
El capitalismo blandió sus cuchillas, asomándose por entre las profundidades del oscurantismo, y sin saberlo, como enajenado engendro de si mismo, le cercenó el soplo humano a las generaciones postreras al siglo dieciséis. A estas alturas podemos decir que el capitalismo es el responsable de todos los males de la sociedad moderna,2 valga decir, de la sociedad actual, la sociedad del siglo veintiuno, y sobre todo, y más importante, del zarpazo lanzado a todo lo que fuera humano, de su enclaustramiento, de su castración, de su degradante humillación y su permanente vejación. Las miles de millones de almas que hemos existido, bajo el inclemente azote del capitalismo (últimamente tan salvaje como el renacentista, espuma toxica de ese enjambre de aberraciones que resultó ser la civilización occidental), hemos terminado siendo “productos” de uso masivo; y finalizaremos siendo, por el camino que vamos, alimento para consumo animal3, aun cuando quienes la ingieran, de cualquier manera, tengan fisonomía humana.
Esa es la proyección de una perspectiva actual, es lo que se vislumbra desde este salvajismo imperante. Basta con mirar a nuestro alrededor para percatarnos de que estamos sumergidos en un océano de humanos mutilados, incapacitados para reconocernos en la tragedia que nos apartó de lo mejor de nuestra existencia, el vigor que nos hace igual a la grandeza del universo. Todos andamos por ahí, mostrando lastimeramente, las profundas heridas que nos dejó el tajo de cuando nos mutilaron nuestro potencial humanista. Humanos funcionales, solo aptos para vivir en capitalismo. Condenados a la tragedia universal, el de no desarrollar el poder contenido en cada ser, ni el de su conjunto, obra cuyas colosales magnitudes, se perderían de vista en la eternidad. Condenados a no poder comunicarnos entre nosotros mismo y mucho menos con el universo contenido en cada átomo de nuestro ser.
Así de nefasto es el capitalismo. Sin embargo, la guerra en su contra no está perdida, apenas comienza: el escenario es el cerebro y las armas son las ideas. Asomado en los albores del fin de su hegemonía, plagado de contradicciones, envenenado por las distorsiones acumuladas en las sucesivas crisis sufridas. Incapaz de sostener por más tiempo la quimera del egoísmo ilimitado, se prepara para morir, no sin antes amenazar con la hecatombe mundial y así ponerle finiquito a la historia.
En resumen, el capitalismo es la fuente de toda violencia actual. Si bien la violencia como fenómeno social, es anterior al capital, éste en su hegemonía, cauterizó su dolor para incorporarla como parte integral de la vida moderna. En consecuencia, el capital es enemigo letal de la belleza, la que conjuga en si, la libertad, la paz vital, resultado de la praxis de la justicia para todos los integrantes de una sociedad. De allí la profunda decadencia degenerativa de las expresiones comunicacionales occidentales, valga decir: globales, en especial la de su arte, y específicamente la del cine norteamericano, en donde la sustitución del guión o dialogo, ese ejercicio maravilloso de elaboración y transmisión de ideas, de conocimiento, de reflexión, de conciencia critica, de placer y felicidad que es el habla, ha sido sustituido sistemáticamente, por largos, vertiginosos y tediosos discursos visuales de violencia exacerbada.
En las ultimas décadas han sido dilapidados impunemente, ingentes recursos, humanos, artísticos y financieros en la producción de abundante metraje porno, el que no es solo dirigido a la excitación, o a la saciedad sexual (cúspide de las aspiraciones machistas) por medio de la repetición hasta el hartazgo de actos lascivos, sino a la exaltación del morbo, mediante la utilización de elementos fetiches de la vida norteamericana, creados por su propio cine: sangre, armas, drogas, mujeres, explosiones (cada vez mas estrambóticas). En su afán de exaltar y describir la violencia en sus más mínimos detalles, el cine holibudence ha terminado generando su última tendencia: híperviolencia norteamericana.
Por otro lado, todo esta aglomeración de discursos de la híperviolencia, en su extensa variedad de formatos y recursos, propios del lenguaje cinematográfico, desde la narración en cámara lenta de los pormenores de la violencia en los cuerpos humanos, hasta la cámara acelerada que satura el mensaje con imágenes sin alicientes para la reflexión, solo con lo mínimo para reaccionar (que en el caso del espectador, se reduce al simple efecto de mirar), tienen como finalidad precisamente, la desmitificación de su cuerpo para su ulterior aniquilación. Es decir, nada de lo que dice la gran pantalla norteamericana, en materia de cuerpos humanos, es accidental. Todo tiene su propósito en ese sentido. Ese cine pasó de ser el arte de las posibilidades plásticas, tan o mas osadas que las de cualquier otro performance, a ser el aparato propagandista, de la ideología de sus “complejos industriales”, es decir, de sus intereses; tan obtusos como el mismo capital, para los cuales, el cuerpo humano, íntimamente ligado al amor, significa el amor mismo, un factor fundamentalmente antagónico al capital, ante el cual se plantea la liquidación de todo lo humano que pueda contener.
No es poco lo que se ha invertido en el último cuarto del siglo que finalizó, y de lo que va del corriente, en esfuerzos de todo tipo para desacralizar al “templo del alma”, con el fin de convertirlo en una mercancía de muy poco valor.4 Útil únicamente en sus funciones autómatas (condición del esclavo perfecto, apto solo para el trabajo, el consumo y la guerra). Depreciarlo tanto, al punto de no sentir por él la mas mínima compasión, mucho menos amor, aquel que se deriva del “amor propio” (el que nos hace susceptibles a amarnos y a amar a los demás, y respetarlo y venerarlo como la residencia donde mora la virtud que no semeja a los dioses), hasta llegar a aniquilar su instinto de conservación; ultimo escollo para el logro de su total rendición, aquella que comenzaron los conquistadores europeos cuando destripaban los cuerpos de los niños y niñas indígenas contra las rocas de los ríos de la “Abia Yala” con el mismo afán imperial.
En ese corto lapso, el capitalismo, a través del cine, ha avanzado más en el propósito de conquistar el cuerpo humano, que todos los demonios de todos los tiempos, y han comenzado, en un cambio de estrategia, hacia lo más neoliberal, por atacar sus defensas espirituales con lo más obsceno de sus baterías: la violencia ramplona (he allí lo porno). Para el cine norteamericano, el cuerpo humano no tiene ningún valor. Ha terminado siendo, convenientemente, un bloque de carne, cual saco de boxeo; una interminable fuente de sangre y un amasijo de huesos. Es además, el blanco de todas las formas de violencia habidas y por haber, desde los tatuajes5 mas aborrecibles en cualquier milímetro de su superficie, hasta el objeto de todas las formas de torturas posibles con todas las herramientas, ingenio y exquisiteces tecnológicas de las que disponen sus poderosas casas productoras, ligadas, en el organigrama del poder, al complejo industrial militar y sus agencias de seguridad. Así terminan, literalmente, molidos a golpes, descuartizados, horriblemente quemados, cocidos a punta de proyectiles, explotados, aplastados, tajados, siquitrillados; hasta sucumbir en medio de un caos terminal, pero aun en pie para seguir siendo objeto de la violencia sin limites, emulando las aspiraciones del capital: acumulación infinita.
El capitalismo es enemigo de la belleza, de aquella que producen y cultivan, pueblos e individuos, por una causa fundamental: al mercado solo le interesa vender, y para ello no solo uniforma la belleza, sino el gusto, es decir, lo que hemos padecido hasta ahora, por encima de nuestros propios, estilos, usos, costumbres; por encima de nuestra identidad, es el concepto de la belleza capitalista, subordinado a la acumulación de capital. Y ello, como ya hemos dicho, ha plagado al mundo de miserias y tragedias, al punto de hacer que naciones, e incluso continentes enteros, aborrezcan sus propias esencias, tratando de ser o parecer aquello que no cabe en su cosmogonía. Por supuesto aquí la historia del colonialismo y sus secuelas, tiene mucho que explicar, siendo este, en la era moderna, una consecuencia genuinamente capitalista.
En ese sentido la Revolución Bolivariana presenta algunas deudas. Unas de forma y otras de fondo, pero todas de tanta importancia como la supervivencia misma. En casi década y media no se asoman, ni las obras ni los artistas de la revolución, aquellos monumentos, que interpreten la grandeza, la valentía, el carácter único del pueblo de Bolívar. Pero pudieran ser estos, temas emblemáticos, propios de las pantallas, en donde la crítica fácil y superficial daría tela que cortar a los lamentadores de oficio.
Bien lejos de ese interés. Capturamos en este momento, claramente revolucionario, el mejor de nuestra vida republicana, en consecuencia, el mejor para su cultura. Nunca antes hubo mayor claridad en cuanto al rumbo a seguir en una materia tan difusa en la vida nacional, como es la cultura. Solo un momento revolucionario reconoce en esta, la raíz de sus propósitos y es hoy justamente cuando el tema de la cultura tiene un plan que va mas allá de la mera atención, la inversión necesaria, el acompañamiento, la inclusión y el protagonismo del pueblo en el quehacer cultural, que pudieran ser nobles deberes de un gobierno, pero que en el fondo, pudieran no tener asidero en ningún objetivo concienciador, mas allá de la buena voluntad con que se hagan.
Ahora, en repuesta a la necesidad de profundizar las acciones revolucionarias, se plantea un propósito realmente trascendental, que en boca del ministro Calzadilla suena así: “La descolonización del pensamiento” como meta dentro del Plan Nacional Socialista 2013/2019. Menuda tarea, a la que para mayor claridad se suma otro joven ministro: Villegas, el de Información y Comunicación, quien propone una triada de trabajo en la construcción del ideario bolivariano, en el cual intervienen las carteras de Cultura, Información y Comunicación y Educación, áreas inseparables a la hora de elaborar la estrategia para la defensa de nuestra cultura y contra el ataque de la canalla mediática, hecho al cual el país no le ha dado la importancia que merece.
Esto radicaliza la revolución, porque uno de los anclajes del colonialismo, quizá el más poderoso, el que nos mantiene mordiéndonos la cola, describiendo un circulo vicioso, es precisamente la lengua, aquella que nos hace pensar, hablar y construir ideas con el idioma del colonizador, viejo o nuevo. Mientras practiquemos su cultura, en todas sus expresiones: artísticas y tradicionales, seguiremos siendo colonia, aun cuando nos jactemos de una ilusoria independencia política y económica.
Pero de todo ello, de las grandes acciones que intenta suplir y saldar la enorme deuda cultural, se encarga el gobierno revolucionario. Nosotros analizaremos la inaudita ausencia de estética, en muchos casos peligrosa; incubada detrás de los pequeños detalles, aquellos que reiteradamente reclama nuestro Comandante en Jefe y que el burocratismo, las visiones ortodoxas, la ineficiencia, las desidias y la flojera, las torpes decisiones de servidores públicos que aun actúan como simples funcionarios, indolentes e ignorantes, reproducen día a día. Las que por falta de atención, podrían ir minando las bases emocionales del pueblo y por inercia, dar al traste con el proyecto bolivariano.
Todo lo que atenta en contra de la dignidad de la gente, en contra de su salud espiritual, lo que rebaja y humilla su condición humana, no es solamente feo, es enemigo de la humanidad y por ende, contrarrevolucionario, es por ello que la revolución debe atender a su estética, elaborarla con el esmero con que planifica su economía y su ideario político, porque en el fondo de ello, se levanta la autenticad de sus cimientes, la identidad unificadora, fuente de toda fortaleza nacional.
No es solamente las ya cotidianas montañas de basura, escombros y chatarra por doquier, la estridente bulla visual, el deteriorado, oxidado y mal ubicado mobiliario urbano, la contaminación sonora, las que atentan en contra de la salud publica, la de un pueblo tradicionalmente atropellado, a la que por su fortaleza espiritual, se puede sobreponer, son los pequeños detalles contenidos en la invisibilidad de lo no importante y lo poco urgente, lo que mina y arruina el espíritu.
Bastaría con caminar, cámara en mano por las calles del pueblo, y recoger las imágenes del peligroso museo de la desidia y el mal gusto, el de la irresponsabilidad supina. Los detalles en las aceras y brocales, alcantarillas, bordes y uniones, escalones, barandas, pasamanos, postes, pedestales, muros, pasarelas, islas, bancos, cestas, dispensadores, pisos, bustos, estatuas, monumentos, columnas, etc., a los que el detalle allí en la culminación, la mala terminación, el mateo, el apuro y el negociado, deja inconcluso, derruido, con una carga de agresión explosiva, que amenaza lo mas entrañable del ser. Concretos amorfos, semáforos mohosos, como salido de las profundidades de los pantanales, cementos chorreados, asfaltos embasurados, pisos desnivelados, arenales regados, aguas empozadas, pinturas disparejas, alambradas enmarañadas, cercas derribadas, soldaduras protuberantes, luminarias torcidas, maleza indómita.
Todo este paisaje urbano es una maravillosa oportunidad para celebrar la belleza, deleite espiritual. Para practicar la consideración, el respeto, el cariño y el amor que sentimos por nuestros semejantes. Y mas allá del servicio que prestan, es la oportunidad para trascender su funcionalidad y utilitarismo, es la ocasión para, a través de la belleza que exhiben, gozar de lo que alimenta y fortifica el alma, como practica de la ternura, la solidaridad y el amor, valores inherentes al socialismo.
Los puentes suelen ser tramos de encuentro entre espacios que hasta su llegada eran irreconciliables. Auténticos monumentos a las relaciones humanas, por lo cual deben exponer en sus estructuras, la hermosura de su funcionalidad: adornos aéreos, ramilletes voladores, protectores de la fragilidad transitoria, versos calidos que dan seguridad al viajero sobre el cruce de la turbulencia. En Caracas los puentes siguen siendo de guerra, provisionales. Única y exclusivamente para pasar de un lado a otro. Y remediada esta contingencia diaria ¿Quién se detiene a reparar en los detalles? En la ausencia absoluta de humanidad. En la desproporción entre lo medianamente útil y lo notablemente feo o agresor; así son todas las edificaciones erigidas para el pueblo, obedientes a un criterio absurdo: “como quienes lo van a utilizar y disfrutar son los pobres, no importa”. Lo importante es solucionarle la emergencia a quien nada sabe de estética.
Así, el rancho va por dentro. Esa condición de sobrevivencia con lo mínimo, impuesta por los gobiernos del puntofijismo: cuatro paredes y un techo, levantados con materiales de deshecho, en un espacio precario, tan miserable como la mezquindad. Ese rancho está presente en las instituciones públicas como legado cultural del pasado. En sus recepciones, en sus salas de espera, sus oficinas, pasillos y patios. En el escritorio raído, la botella plástica, en el toldo sucio y atravesado, en el oxido de sus metales, en el uniforme, el bolso o la bolsa plástica. En la cinta o la cuerda para delimitar espacios. En los anuncios de advertencia. En los conos chorreados. En el piso sucio y las paredes manchadas. En el aire acondicionado inservible. En la gotera. En la grosera fachada. En la persiana destartalada, en el polvo y el hollín, en el tirro, el parche, el cable pelao, el tubo descubierto, la incomodidad, el hacinamiento. En el aparato inútil. En la escalera mecánica que en vez de subir, baja; o en vez de bajar, sube y en la mayoría de los casos ni sube, ni baja. En lo desincorporado. En sus receptáculos de basura. En las colas injustificadas. En la moto atravesada, en el arma exhibida, impune y amenazante. En la caravana de camionetotas. En el draibol abusivo, en la discriminación de los accesos. En la silla de la puerta. En la puerta misma. El candado, la cadena. Y qué decir del maltrato del funcionario de turno, dueño y señor del rancho.
Es así como la estética revolucionaria, mas allá de cuidar la aplicación de los valores que soportan a la belleza artística (todo aquello que tiene que ver con el equilibrio, el balance, la proporcionalidad, la armonía, la limpieza, la claridad, la audacia, la novedad, la propuesta) debe esforzarse en hacer prevalecer el sentido de la dignidad de la persona humana y convertirlo en su máximo ideal de belleza.
La Revolución Bolivariana ha entrado en un trance de absoluta estabilidad gubernamental, sintetizado en la consigna: “Chávez somos todos” o “Yo soy Chávez”, que no solo se manifiesta en la cohesión del alto equipo de gobierno, encabezado por el Vicepresidente Maduro, mostrándose unido, comprometido, diligente y radicalizado, sino, y mas importante aun, en las sentidas expresiones del pueblo venezolano, movilizado y con una firme convicción de apoyo y fe en el socialismo. Resultado de la proeza pedagógica del Líder Supremo de la revolución, El Comandante en Jefe, Hugo Chávez Frías. Pero esa maravillosa conjunción revolucionaria, faro, inspiración y guía de la resistencia mundial, debe hacerse, acción cotidiana, en procura de la derrota del pesado e ineficiente aparato burocrático, emulando el amor y la veneración rendida a Chávez, en el entendido que todas las acciones de gobierno son dedicadas a Chávez, es decir al pueblo, el objeto del amor.
¡Viva Chávez!
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