El campo de la llamada “enfermedad mental” es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y prejuiciado de todo el ámbito de la salud. “Yo no estoy loco” es la respuesta casi automática que aparece ante la “amenaza” de consultar a un profesional de la salud mental. Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de sí mismo que todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno “no es dueño en su propia casa”, como diría Freud.
Pero Sigmund Freud, justamente, fundador de la ciencia psicoanalítica, jamás escribió una definición acabada de normalidad. Cuando fue interrogado sobre ello, escuetamente se limitó a mencionar la “capacidad de amar y trabajar” como sus notas distintivas. Por cierto que “lo normal” es problemático: ¿dónde está la línea divisoria entre normalidad y lo anormal? Eso remite obligadamente a la finita condición humana, donde los límites aparecen siempre como nuestra matriz fundamental. Muerte y sexualidad, para el psicoanálisis, son los eternos recordatorios de ello, más allá de la actual ideología de la felicidad comprada en cápsulas que el mundo moderno nos ofrece machaconamente.
¿Qué es ser normal? La homosexualidad ¿es una enfermedad mental? Hoy no, pero hace algunos años atrás sí; ¿cómo pudo haber cambiado la taxonomía psiquiátrica de esa forma? Los ejemplos pueden repetirse al infinito. ¿Es “normal” el coito anal, o es una “desviación psicológica”?; y el consumismo, ¿cuándo empieza a ser psicopatológico? ¿Qué decir de la hiperactividad de los niños? ¿Es una práctica normal o es una enfermedad mental la tortura? La respuesta a todo ello no hay que buscarla en el especialista “de los nervios” sino en construcciones sociales, en paradigmas ideológico-culturales (de los que, en todo caso, la psiquiatría manicomial es su expresión pretendidamente científica).
Pues bien: la figura del psiquiatra -en mucho menor medida la del psicólogo dada la cultura biomédica que nos envuelve- tiene ese halo aterrorizante, de respetabilidad temida, en cuanto es quien certifica nuestra normalidad… o nuestra locura. ¿Y a quién le gusta estar loco? Eso es la patencia de no ser dueños de nosotros mismos.
A esto hay que agregarle hoy algo aún más cuestionable: dado que el campo de la salud/enfermedad mental es tan problemático, los legos en la materia (la gran mayoría de la población, por cierto) sienten un temor reverencial ante el saber psiquiátrico. Un “médico de locos” puede decidir el futuro de alguien: su diagnóstico es lapidario, segrega, cambia la vida. Recibir la etiqueta de “enfermo mental” tiene un valor de estigma imposible de borrar. Por ello, distinto a lo que sucede con otras especialidades del campo de la salud, la palabra del psiquiatra tiene un peso especial. Un diagnóstico de “enfermedad mental” asusta de un modo especial, se oculta, tiene una carga moral que no conllevan las “las enfermedades del cuerpo”.
En esa lógica, aprovechando el temor que todo este ámbito acarrea, viene a sumarse un nuevo problema: el campo de las enfermedades mentales, justamente por todo lo anterior, significa la posibilidad de un gran negocio para quien se quiere aprovechar de esos temores. Vince Parray, ejecutivo de la empresa InVentiv Communications ligada a grandes fabricantes farmacéuticos, lo dice sin tapujos: “no hay una categoría terapéutica que acepte mejor la calificación que el campo de la ansiedad y la depresión, donde la enfermedad raramente se basa en síntomas mensurables”. Es decir: se trata de aprovechar mercadológicamente estos temores tan arraigados para, a partir de eso, desarrollar estrategias comerciales: convencer a la gente sana que está enferma, o a gente ligeramente enferma de que está muy enferma, ampliar el problema, magnificarlo, contratar “expertos” que hablen del tema para aumentar los temores. La población, por tratarse justamente de temas tan delicados donde está en juego la fantasía de salud y locura, se asusta con estas enfermedades. Y ahí aparece el medicamento a la medida, fabricado justo para atacar ese síndrome.
Favoreciendo estas estrategias de venta -que no otra cosa son- aparece la clasificación psiquiátrica, cada vez más enfocada a “inventar” nuevos cuadros. El conocido DSM (por sus siglas en inglés, que corresponden a Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders -Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales-) de la APA (American Psychiatric Association, Asociación Psiquiátrica Estadounidense), hoy día en su V Edición, publicada el 18 de mayo de 2013, presenta en forma creciente “cuadros psicopatológicos” producto más de la mercadotecnia que de la práctica clínica, “inventados” en los departamentos de mercadeo de grandes firmas farmacéuticas. Lo que se oculta tras ello es la voracidad de los laboratorios por vender psicofármacos.
Según estimaciones de algunos de estos “expertos” que nunca faltan y aparecen hablando pomposamente -¿quién le discute a la autoridad de un psiquiatra?- 500 millones de personas en el mundo padecen enfermedades mentales. La necesidad de medicamentos para atender esto da lugar a lo que decía el citado Vince Parray. Para muestra, lo sucedido en 1999 en Estados Unidos con el así llamado Trastorno de ansiedad social. “¿Te imaginas ser alérgico a la gente?” decía un afiche de propaganda sobre la “nueva enfermedad” descubierta. 13.3% de la población estadounidense pasó a ser portadora de este mal (nuevo nombre pretendidamente científico para ¡la timidez!). Más aún: se llegó a formar una Coalición del Trastorno de ansiedad social para enfrentar el problema. Claro que…tanto la coalición como la campaña promocional de la enfermedad y su “droga-maravilla” (el Patzil) las había creado una agencia de relaciones públicas financiada por el laboratorio Glaxo, fabricante del medicamento en cuestión. De hecho el Patzil pasó a ser el primer fármaco vendido para enfrentar esta enfermedad, desplazando a otros similares. El director de producto del nuevo lanzamiento diría luego que “el sueño de un mercadólogo es encontrar un mercado no identificado o desconocido y desarrollarlo. Eso es lo que pudimos hacer con el trastorno de ansiedad social”.
La reciente actualización del DSM en muy buena medida se maneja con estos criterios: aparecen “nuevos” trastornos con los que se psiquiatriza el malestar, asustando a los portadores y sus allegados y al público en general, dejando abierta la posibilidad de los nuevos fármacos que vienen a resolver el problema en cuestión. Por cierto: nadie controla esto. Al contrario: el halo de cientificidad con que se monta todo el circuito no deja lugar a las dudas.
De esta forma del DSM pasó a ser palabra sagrada en este campo siempre resbaladizo de las “enfermedades mentales”. Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido “trastorno bipolar” hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas. Cuando apareció, se calculaba que el 1% de la población lo padecía; hoy día, esa cifra subió al 10%. Y el trastorno bipolar pediátrico en unos pocos años creció “¡alarmantemente!” Pero… ¿estamos todos locos…., o estrategias de mercadeo?
Antes de la aparición de los antidepresivos, por ejemplo, en Estados Unidos se consideraba que padecían “depresión” 100 personas por cada millón de habitantes; hoy día, esa cantidad subió a 100 mil por un millón. Es decir: un aumento del 1,000%; por tanto, 10% de su población consume antidepresivos, el doble que en 1996. Repitamos la pregunta: ¿estamos todos locos…., o estrategias de mercadeo?
Un instrumento como el DSM abunda en este tipo de ejemplos, de cuadros psiquiátricos de discutible validez científica, pero de probada eficacia comercial: “trastorno disfórico premenstrual” para las molestias asociadas con la menstruación, “trastorno de compra compulsiva” para la conducta consumista, “trastorno desregulador perturbador del estado de ánimo” para los berrinches infantiles… Incluso la timidez, como se dijo más arriba, puede recibir alguno de estos rimbombantes nombres con aire de enfermedad mental. Realmente ¿estamos todos tan locos…., o se trata de sutiles estrategias de mercadeo? ¿Qué avance real se registra en la práctica clínica con todas estas nuevas y cada vez más revisadas, corregidas y aumentadas listas de patologías con sus correspondientes fármacos asociados? ¿Es la enfermedad mental la que crece, o los bolsillos de los fabricantes de psicofármacos? 100 millones de personas toman diariamente algún psicotrópico en todo el mundo, es decir: 150 mil dólares por minuto consumidos en ese renglón. Pero la felicidad está lejos de alcanzarse, por supuesto. ¿Estamos todos tan locos? ¿Quién dijo que se alcanza la felicidad con comprimidos?
El 1° de abril de 2006 el “Diario médico británico” hizo público el descubrimiento de una nueva enfermedad psiquiátrica, el “trastorno de deficiencia motivacional”. El mismo consistía, sintomatológicamente, en letargo e indisposición para trabajar. Según se daba a conocer, había millones de afectados. Cuando los medios masivos de comunicación difundieron la noticia, la publicación científica se apresuró a aclarar las cosas: era una broma por el día de los inocentes. El hecho, sin quererlo, reveló el mecanismo íntimo de esta mercantilización de la salud: con una técnica adecuada, cualquier cosa puede venderse.
Así, todo el mundo puede estar en riego, por lo que a todo el mundo puede recomendársele un tratamiento preventivo, es decir: el consumo de alguna droga. El drogado preventivo pareciera marcar la tendencia actual. Al lado de las drogas ilegales -supuesto flagelo de nuestro mundo, nueva “plaga bíblica” que puede servir para justificar cualquier cosa, invasiones de países por ejemplo- se desarrolla impetuoso el mercado de las drogas legales. Pero todo esto, las legales y las ilegales, ¿no es en definitiva una forma de fabuloso control social planetario?
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