A estas alturas del juego no hay dudas que George W. Bush perdió la guerra que generó, especialmente en el ámbito psicológico, a través de la llamada “diplomacia pública”. En verdad no es una pérdida personal, salvo el hecho que a él le correspondió ser el Comandante en Jefe del poder Imperial. Fue una derrota de la minoría capitalista yanqui, que desde principios del siglo XX aspira el dominio mundial, y en cierta forma lo había obtenido. Lo cierto es que no ha podido controlar la conflictividad existente en el sistema internacional – la razón de ser del Imperio – para garantizarle a la red globalizada de instancias y actores productivos (capitalistas), la protección que demandan para el logro de su libertad de acción. La resistencia al dominio del capitalismo, hoy transnacionalizada, permanece inmutable e, incluso, avanza conquistando nuevos espacios. Y, en los sitios donde ha intervenido militarmente – Afganistán, Colombia e Irak – la situación se encuentra empantanada, sin posibilidades de salida exitosa para sus intereses. Pero la derrota definitiva es el rechazo de la opinión pública norteamericana – 59% en contra de sus políticas – a su gestión, especialmente después del desastroso manejo de la catástrofe de la región del Golfo de México. Un espacio de indiscutible valor geopolítico, por su papel en el sistema geovial, y por los recursos estratégicos presentes en la región. La destrucción de las estructuras de la más importante puerta marítima norteamericana, por donde se realiza el mayor porcentaje de transacciones internacionales, junto con la de las facilidades extractivas petroleras, debilita profundamente el poder de ese gobierno y del Estado.
Lógicamente no es la destrucción ni la neutralización del poder del capitalismo globalizado. Ella sólo implica un cambio de estrategia. De la convergente, con la agresión directa contra las fuerzas anticapitalistas, mediante “la guerra al terrorismo”, se pasará nuevamente a la divergente, en donde, divididas en áreas geopolíticas, según el esquema de Kissinger, serán combatidas por poderes regionales estrechamente vinculados con el capitalismo yanqui por la interdependencia económica. En ese sentido es de particular importancia el fortalecimiento del proceso de integración sudamericano, que mantiene una tendencia anticapitalista dominante. La necesaria potenciación de los polos regionales de poder, provocará desconfianzas en el conjunto. Y en medio de un ambiente de inseguridad, un polo de poder sudamericano podrá servir de atractriz para los polos de poder menos comprometidos con el capitalismo estadounidense: Rusia, China e Irán. Aun cuando no se puede dejar de percibir el riesgo. Esa tendencia integracionista del subcontinente puede quedar aislada y ser cercada y derrotada, como ocurrió con el URSS. El antídoto a esa posibilidad es la unidad de los movimientos sociales transnacionalizados, sólo posible con la aceptación en la red existente de la visión del socialismo del siglo XXI.