La caída de algunos ciudadanos que alcanzaron altas posiciones en el aparato del Estado y tal vez se consideraban por encima de toda sospecha, y la firme decisión del presidente Maduro de convertir en una como misión esa insistente preocupación del líder de la Revolución Bolivariana, reabre una perspectiva promisoria en materia de lucha contra la corrupción. La consigna de la mayoría de los venezolanos, cuyo espíritu ha preservado la limpieza proveniente de sus mejores tradiciones, es caiga quien caiga, y no puede haber límite alguno. La cuestión es, o la acción revolucionaria vence a la corrupción para consolidarse y avanzar, o la acción corrosiva de los corruptos hiere en profundidad a la revolución para que sus enemigos la frustren y rematen.
No hay un ápice de exageración en este aserto ni tipo alguno de originalidad. Los revolucionarios de todas las épocas tuvieron esa aberración entre sus principales enemigos y los castigos fueron severísimos. No draconianos, porque no hay exceso posible ante ella. Severos al máximo, como tiene que ser. Baste recordar el decreto de Bolívar condenando con la pena de muerte tanto al corrupto convicto como al juez complaciente o venal. Claro, las oligarquías siempre se ocuparon de mellar las espadas justicieras y diluir las culpas, pues ellas han sido originadoras, cómplices, partícipes y usufructuarias de todas las formas históricas de corrupción, y han buscado infaltablemente inficionar a los pueblos para remacharles mejor las cadenas.
Hoy el sistema capitalista es el manadero incesante de toda suerte de latrocinios, dolos, extorsiones, sobornos, coimas, peculados, desfalcos, malversaciones, movidas, guisos, timos y fraudes. Si semejante realidad no se vence en el aparato estatal oligárquico heredado, si este no es transformado en un Estado limpio, expresión cabal de los intereses del pueblo trabajador, y si no se logra que el concepto del deber social se afinque en el alma de la gente y sustituya a la “viveza” criolla, no habrá socialismo posible, pues por mucho que se avance todo lo construido tendrá en esas raíces del capitalismo el germen de su destrucción.
Por supuesto, el líder de la revolución, con su característica claridad y percepción de los problemas, fue el primer preocupado por la corrupción y quien con mayor denuedo la denunció. No hay intervención suya en que no la condene y exhorte a combatirla. Pero la pesadez que es dable advertir en instituciones, organizaciones y personalidades a quienes corresponde organizar y dar la batalla en toda la línea, ha facilitado hasta ahora a los enemigos internos entrabar el logro del vital objetivo.
La contrarrevolución, carente de agenda propia y fiando sólo en una violencia que no puede manejar, tiene en la corrupción, como en el burocratismo que en última instancia es una manifestación de la misma, su arma de mayor poderío, y todos los corruptos, aunque vistan de rojo y suelten parrafadas aprendidas, y aunque carezcan de la conciencia de ello, son agentes contrarrevolucionarios. Son delincuentes de lesa patria, criminales contra el provenir del pueblo, y deben ser puestos en evidencia y apartados de la posibilidad de hacer daño.
La solución en profundidad histórica es, todos lo sabemos, la educación. Educación para el saber, el hacer y el pensar, educación ética y patriótica, educación en la generosidad, la solidaridad y el sentido del deber social, educación para el nosotros y no para el yo, educación socialista. Hay que consolidar la conversión de Venezuela en un vasto campamento educativo, en una escuela total.
Pero simultáneamente, y mientras un hombre y una mujer renovados, con altos niveles de conciencia, surgen de las entrañas de la revolución, es preciso enfrentar el problema apelando a todos los recursos y conscientes de lo que está en juego. Y con la justicia presta para la severidad de la pena, correlativa con la magnitud del crimen que la corrupción representa: encarcelamiento prolongado (en cárcel humanizada, por supuesto), pérdida de derechos laborales y confiscación de bienes. Caiga quien caiga.
También hay que cerrar al máximo toda posibilidad de corrupción. Los dineros públicos sólo deben aplicarse bajo un triple cordón de seguridad, en un sistema coordinado: el control fiscal como acción general del Estado, el control gubernamental como acción inmediata del ente administrador y el control social como acción conclusiva del pueblo soberano.
Triple Llave
El sistema capitalista es manadero de toda suerte de latrocinios. Si semejante realidad no se vence en el aparato estatal oligárquico heredado, si este no es transformado en un Estado limpio, expresión de los intereses del pueblo trabajador, y si no se logra que el concepto del deber social se afinque en el alma de la gente y sustituya a la “viveza” criolla, no habrá socialismo posible, pues todo lo construido tendrá en esas raíces del capitalismo el germen de su destrucción.
La contrarrevolución, carente de agenda propia y fiando sólo en una violencia que no puede manejar, tiene en la corrupción su arma de mayor poderío, y todos los corruptos, aunque vistan de rojo y suelten parrafadas aprendidas, y aunque carezcan de la conciencia de ello, son agentes contrarrevolucionarios, delincuentes de lesa patria, y deben ser puestos en evidencia y apartados de la posibilidad de hacer daño.
La solución en profundidad histórica es la educación, en la generosidad, la solidaridad y el sentido del deber social: ética, patriótica y socialista.
Pero simultáneamente, y mientras un hombre y una mujer renovados surgen de las entrañas de la revolución, es preciso enfrentar el problema apelando a todos los recursos y conscientes de lo que está en juego. Y con la justicia presta para la severidad de la pena, correlativa con la magnitud del crimen que la corrupción representa. Caiga quien caiga.
Los dineros públicos sólo deben aplicarse bajo un triple cordón de seguridad: el control fiscal como acción general del Estado, el control gubernamental como acción inmediata del ente administrador y el control social como acción conclusiva del pueblo soberano.