A propósito de la aprobación de la Ley Orgánica de Cultura, han surgido dos tipos de críticas: por un lado, la oposición, llamada Fuerza de la Cultura por la Democracia, que comprometida políticamente con la oligarquía. Culturalmente pitiyanqui.
Afirma, ramplonamente, que la norma “lesiona los derechos a la creación y la libre expresión cultural”. Sinceramente, sólo un pendejo con palmas académicas es capaz de hacer tan ridícula afirmación. Ninguna ley cultural, por más que se lo proponga, puede normar la creación y la expresión culturales. La naturaleza de las mismas siempre será libre y libérrima.
Sostiene: “la norma jurídica cultural aprobada no reconoce el potencial económico del sector”. Esa crítica no podrá jamás entender que la protección especial que se le establece al Estado vienen dadas por las artesanías, las culturas populares y las industrias populares típicas y que el paradigma del capítulo dedicado al fomento de la economía cultural es diametralmente opuesto al neoliberal de las industrias culturales.
Esa crítica propuso que en el objeto de la ley se incluyera: la creación es libre, desconociendo olímpicamente que en la Constitución, el artículo 98, establece: “La creación cultural es libre”. Y precisa el carácter de esa libertad, la cual “comprende el derecho a la inversión, producción y divulgación de la obra creativa, científica, tecnológica y humanística, incluyendo la protección legal de los derechos de autor o autora sobre sus obras”. Una postura llena de sandeces.
La otra crítica es la revolucionaria que sabe ponderar con equilibrio político los alcances, potencialidades y posibles limitaciones de la norma. Esta crítica ante la ley no es lisonjera pero tampoco displicente. Una crítica basada en el estudio y la investigación; el análisis y la elaboración creativa de mociones parar alcanzar una legislación cultural revolucionaria.
