“El camino del infierno está plagado de buenas intenciones”. ¿Por qué empezar diciendo esto? Pues porque muchas veces, más allá de la “buena voluntad” en juego, los efectos conseguidos con una determinada acción pueden ser cuestionables. O incluso desastrosos. En el campo de la práctica científica ello no es raro en absoluto. El concepto de “resiliencia” nos lo permite ver de forma palmaria.
“Resiliencia” es un término controversial, que tanto puede asociarse con “intervenciones pobres para los pobres” (lo cual recuerda aquello de “atención primaria o ¿primitiva? de la salud”, que cuestionaba el epidemiólogo argentino Mario Testa), hasta la promoción de un conformismo con resonancias conservadoras, de la mano de la ideología adaptacionista que prima en las ciencias sociales de cuño estadounidense, dominadoras del ámbito académico en buena parte del mundo. Por lo pronto, es la versión española de la voz inglesa “resilience”, o “resiliency”, término que proviene del campo de la metalurgia y que hace alusión a la capacidad que tienen los metales de deformarse sin quebrarse, retornando luego a su estado original.
En el ámbito de la psicología, aparece utilizado por primera vez en un artículo de Barbara Scoville en el año 1942. Más tarde, en la década de los 70, el término va adquiriendo mayor prevalencia, aunque la mayoría de los primeros investigadores que hacían referencia a este concepto tomado de la metalurgia, en principio no utilizaron la expresión “resiliencia”, sino que se referían a esta cualidad describiendo a quienes la portaban como “invulnerables” o “invencibles” (Lösel, Bliesener y Koferl, 1989). Para la década de los 90 el término ya es ampliamente utilizado, y así llega a los países latinoamericanos.
¿Qué es, en definitiva, esto de la resiliencia? “La capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”, según la 23ª edición del Diccionario de la Real Academia Española. La “capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas e inclusive, ser transformados por ellas”, de acuerdo a la definición de Grotberg (1995). O también el “proceso dinámico, constructivo, de origen interactivo, sociocultural que conduce a la optimización de los recursos humanos y permite sobreponerse a las situaciones adversas”, según María Angélica Kotliarenko e Irma Cáceres (2011). O si se prefiere: “la capacidad que tiene un individuo, una familia, un grupo y hasta una comunidad de soportar crisis y adversidades y recobrarse”, de acuerdo a lo que definen Melillo y Suárez Ojeda (2002). Es decir, tomando lo afirmado por Kotliarenko, la resiliencia consiste en “un conjunto de procesos sociales e intrapsíquicos que posibilitan una vida sana en un medio insano”.
Según todas estas aseveraciones, el concepto hace alusión a una capacidad positiva que tendríamos los seres humanos, o algunos seres humanos al menos. Capacidad, por tanto, que debería ser saludada positivamente y, en la medida de lo posible, expandida. De la mano de esta visión, un pensamiento progresista, de izquierda incluso, podría levantar gustoso la idea de resiliencia y fomentarla como un camino de esperanza, una luz ante tanta adversidad.
Así, entonces, una perspectiva de avanzada de nuestra actual situación lleva a decir a Aldo Melillo, cuando prologa el libro “Descubriendo las propias fortalezas” de María Alchourrón y Edith Grotberg, que “la exclusión y la pobreza se extienden sin freno en los países desfavorecidos por la globalización y la concentración económica, y la mano invisible del mercado no ha dado signos de derramar ninguna riqueza a los pueblos. Si a ello se suman las situaciones de riesgo que conllevan la enfermedad, la cárcel, el deterioro personal, familiar y social sin que se vislumbren soluciones globales desde la economía y la política, el panorama resulta francamente desolador. Sin embargo, hay niños, adolescentes y adultos que son capaces de sobrevivir, superar las adversidades y, más aun, salir fortalecidos de ellas. Esa capacidad es conocida como resiliencia, concepto sumamente fértil a la hora de actuar en el plano social, porque desplaza el enfoque tradicional sobre las carencias y los factores de riesgo para situarlo en las fortalezas y la creatividad del individuo y de su entorno. (…). Con la convicción de que este concepto debe desplegarse e instrumentarse en los programas sociales (…), en tiempos de empobrecimiento y exclusión la construcción de resiliencia comunitaria que se evidencia en la capacidad de ciertos pueblos de enfrentar catástrofes de todo tipo constituye una posibilidad cierta de lucha contra las iniquidades de la sociedad actual”.
Entendida desde esa lógica de la esperanza, la idea de resiliencia podría ser, sin dudas, una cantera donde encontrar la energía necesaria para plantearse transformaciones, para seguir creyendo que las utopías son posibles, en el sentido que nos hacen caminar, como dijo el uruguayo Eduardo Galeano. Y justamente alguien como él, un comprometido con las luchas sociales a quien nadie podría acusar de cómplice del sistema, dijo en el Foso Social Mundial de Porto Alegre en el 2005 refiriéndose a las transformaciones que esa idea de resiliencia puede acompañar, que no “son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Baba. Pero quizás desencadenen la alegría de hacer y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable”.
En este sentido, el concepto en juego puede tener una carga positiva. Por allí puede leerse de los beneficios que trae aparejados la resiliencia. Buena noticia, por supuesto. ¿Y qué beneficios aporta? “Las personas más resilientes tienen una mejor autoimagen, se critican menos a sí mismas, son más optimistas, afrontan los retos, son más sanas físicamente, tienen más éxito en el trabajo o estudios, están más satisfechas con sus relaciones, están menos predispuestas a la depresión”. Ahora bien: estos supuestos “beneficios” abren interrogantes que cuestionan radicalmente las esperanzas que proponían las visiones arriba expuestas. ¿Es un beneficio “criticarse menos”? ¿En qué sentido entender lo de “más éxito”? ¿Estamos seguros que entronizamos el optimismo, o más cautamente seguimos a Gramsci, quien proponía “el optimismo del corazón junto al pesimismo de la razón”?
Es entonces cuando empieza a hacer agua este dudoso concepto. ¿De qué se trata realmente la resiliencia? ¿Qué elemento positivo nuevo aporta efectivamente? Que mucha gente tiene esa capacidad de rehacerse, de no quebrarse y salir airosa de las peores situaciones, no es ninguna novedad. Si el concepto consiste en describir eso, pues no es un concepto científico en sentido estricto que inaugure un nuevo campo de conocimiento produciendo una ruptura epistemológica, sino que no pasa de la mera descripción. “El patito feo también puede ser lindo”. ¿Podemos llamar a eso un concepto novedoso que aumenta el saber y la capacidad de actuar en el mundo?
Si abrimos una crítica en torno a la idea de resiliencia es por los peligros ideológicos que allí anidan, peligros que pueden pasar inadvertidos en tanto la forma con que aparece el concepto pareciera que ayuda a caminar, en tanto “prueba que la realidad es transformable”. Pero junto a esa cuota de esperanza –para lo cual no es necesario creer que se está ante un nuevo concepto, pues la descripción más obvia nos muestra que siempre “después de la tormenta sale el sol”– no podemos dejar de ver también que hay un transfondo de resignación: no se trata de saber soportar la adversidad (para lo que, incluso, se puede dar un largo catálogo de recetas prácticas… Y así surgen las propuestas de autoayuda y toda la parafernalia de “Usted puede, no sufra, técnicas para ser exitoso”). No se trata de saber adaptarse a la realidad y poder sobrellevarla. ¡Se trata de transformarla!
Más allá de las mejores buenas intenciones que puedan desplegarse –al menos en algunos casos– apelando a esta noción, lo que se transluce es la pasividad y la aceptación de una ya estatuida normalidad, obviando la idea de conflicto como motor perpetuo. El conflicto está, siempre, tanto en lo subjetivo como en los procesos masivos: el sujeto escindido no dueño de sí mismo con que nos confronta el psicoanálisis, el sujeto deseante que no sabe qué desea con precisión, o el sujeto social producto del enfrentamiento a muerte de clases divididas en torno a la tenencia, o no, de los medios productivos, siguen siendo “el fuego eterno” del que hablaba Heráclito hace 2.500 años y que retoma Hegel en el siglo XIX. La dialéctica en tanto lucha perpetua de contrarios, dirá el pensador alemán, no es un método filosófico: ¡es la realidad misma!, es la estructura de lo real. La realidad está constituida por el conflicto, verdad inobjetable. La idea de resiliencia, sabiéndolo o no por parte de quien la usa, apunta a la “suavización” de la crudeza de esa realidad.
Una prótesis, en definitiva, un bálsamo. En otros términos “técnicas de aprendizaje, es decir prácticas correctivas de conductas, sin tomar en cuenta los procesos sociales y psíquicos que bloquean potencialidades”, dirán Ana Berezin y Gilou García Reinoso en su texto “Resiliencia o la selección de los más aptos” (2005) “El ideal de la resiliencia parece ser la funcionalidad, la eficacia de los sujetos y sobre todo del sistema. Así, lo que parece simple –y obvia– descripción de situaciones de hecho implica peligros: bajo un nombre nuevo se retoma el viejo concepto de “desviación”: en el campo de la salud, con el modelo médico; en el de la educación, con el modelo pedagógico; ambos remitiendo al concepto de normalidad y adaptación, con sus consecuencias de orden teórico, ético y político”.
Aunque no se diga en estos términos, la ideología que está a la base es: ¡sea fuerte! Lo cual, irremediablemente recuerda al tango: “fuerza, canejo, sufra y no llore / que un hombre macho no debe llorar”. ¿Hay que estar contra las adversidades o hay que saber sortearlas? ¿Cuál es la sutil línea que separara el afrontamiento de la resignación?
En verdad, más allá de las buenas intenciones (y ahora puede entenderse por qué empezábamos el presente escrito con esa referencia provocativa), es para pensarlo bastante en qué medida este concepto tan problemático, traído desde un campo extraño a la reflexión de las ciencias sociales, aporta teórica y prácticamente. ¿En cuánto, cómo y por qué realmente “constituye una posibilidad cierta de lucha contra las iniquidades de la sociedad actual”? Sabiendo de dónde viene (las ciencias de la conducta estadounidenses, ingeniería humana funcional a los poderes constituidos, anestesia que sirve para domesticar y no como instancia emancipadora), ¿qué nos deja esto de resiliencia para un planteo transformador? Saber que hay quienes pueden resistir infinitamente no nos dice más que eso: que algunos no se quiebran nunca. ¿Qué podemos transformar con eso? ¿Esperar que todos sean igualmente aguantadores?
Con la incorporación de este discutible concepto se corre el riesgo de quedar entrampados en un planteo adaptacionista, reeducativo. ¿Hay que acallar el malestar, o hay que encontrarle su sentido, para poder entenderlo y, eventualmente, modificarlo? ¿Se trata de acallar el sufrimiento acaso, promover el “éxito” personal, tapar el síntoma? ¿No podemos así, sin saberlo, devenir cómplices de una maquinaria trituradora que busca la construcción de normalidades y adaptaciones peligrosas, que obliga a ser “uno más”, fuerte y bien portado, silenciando las voces discordantes? En el medio de la dictadura que asoló Argentina entre 1976 y 1982, cuando se producía la desaparición de 30.000 personas que disentían del régimen, que buscaban un mundo distinto, el gobierno de los militares presentó una propaganda por medio de todos los medios de comunicación donde se veían distintas escenas con ruidos enloquecedores (un taladro, un bebé llorando, etc.), sobre los que aparecía una enfermera indicando que “el silencio es salud”. El silencio ¿es salud? ¿Qué significa en ese contexto ser resiliente? ¿Callarse la boca y aguantar, o luchar contra esa flagrante inequidad? Si es esto último, ¿de qué nos sirve llamarlo “resiliencia”?
Es por todo ello que puede abrirse la crítica contra el concepto, porque su utilización no necesariamente aporta algo y porque, en definitiva, puede ser un lastre ideológico cuestionable. Parafraseando la Tesis XI sobre Feuerbach, de Marx, podría decirse entonces que no se trata de saber soportar el mundo (¿resignarse?, ¿adaptarse?, ¿“saber” como no quebrarse?). ¡Se trata de transformarlo! ¿O acaso las ideologías neoliberal y postmoderna reinantes nos quitaron la idea de utopía? ¿O acaso se trata de aceptar y no cuestionar la normalidad?
Ya que anteriormente citamos un tango argentino, permítasenos cerrar con una cita de otro poeta de esa nacionalidad, más irreverente quizá, o más pertinente para situar esta lectura crítica de la resiliencia: “que muerda y vocifere vengadora ya rodando en el polvo tu cabeza” (Almafuerte).