Las últimas semanas han transcurrido por una insólita secuencia de desastres naturales que, divulgados por la televisión con el mayor lujo de detalles, conmueven a la opinión pública del mundo entero y, en especial, a la de las sociedades en que se han registrado. La violencia del agua en el sureste mexicano y en Centroamérica o en Nueva Orleáns, el rigor de la sequía en el norte de México y en la Amazonía, el terremoto en Pakistán, entre otros siniestros que han provocado la muerte súbita y la desgracia prolongada de cientos de miles de seres humanos, nos duele profundamente a todos y nos convoca a la solidaridad para la recuperación y a la importancia de la intensificación de las medidas de prevención, no sin reconocer la tremenda debilidad de la especie humana en el control de los acontecimientos naturales.
Simultáneamente se manifiestan otro tipo de desastres que debemos calificar como artificiales, que son producto de la estupidez humana; desde luego que Irak y Afganistán ocupan el sitio de excelencia en la clasificación, pero hoy me quiero referir al desastre de la miseria, que produce mucho más muertos que cualquiera otro, y a una de sus manifestaciones más visibles: el drama de las migraciones humanas.
Tanto la Unión Europea como los Estados Unidos han fortalecido las restricciones a la migración y los filtros para sólo recibir los mínimos suficientes de mano de obra barata requerida por sus economías. En ambos casos con una profunda carga xenofóbica. El tema adquiere cada vez mayor gravedad y merece un análisis más profundo. Puestos en los zapatos de las sociedades de los países receptores de migrantes, caracterizadas por contar con elevados niveles de bienestar, resulta entendible su actitud de rechazo a la presencia de extraños que pretenden participar en la repartición de un pastel que, por grande que sea, no deja de ser finito; los trabajadores locales se oponen al abaratamiento de la mano de obra provocado por la sobreoferta migrante; la sociedad en general identifica el aumento en los índices de criminalidad con la mayor presencia de extranjeros pobres, entre otras formas de afectación de su bienestar. En este marco no resulta difícil entender el fortalecimiento que han registrado las ofertas electorales de la derecha que abiertamente postulan la xenofobia, en tanto que la izquierda no encuentra una fórmula alternativa que concilie los intereses de la sociedad local con los derechos humanos universales.
Del lado de las naciones expulsoras, es claro el interés inmediato en el sentido de favorecer la emigración, tanto por su incapacidad para generar empleo y bienestar a su población, como por la riqueza que les significan las crecientes remesas de divisas que producen sus migrantes, no obstante el costo que implica en términos de desintegración familiar y social, así como de sangría de sus mejores elementos, tomando en cuenta que quienes se atreven a emprender la aventura de la emigración no son los flojos ni los incapaces. Llevado el análisis a nivel individual, es el más elemental derecho a la sobrevivencia el que ampara a quien la busca fuera de su país, aspecto éste que inspira a los organismos protectores de los derechos humanos para combatir la xenofobia que se instaura en los países receptores.
En la coyuntura se empatan, a mi manera de ver, estos derechos encontrados. La búsqueda de la justicia requiere de la luz de la historia. La terrible asimetría que hoy se observa entre los países ricos y el resto del mundo, que es mayoría, es hija de la explotación de los recursos humanos y naturales aprovechada por los primeros y sufrida por los segundos. Fueron las armas europeas las que sometieron y colonizaron a continentes enteros enriqueciéndose con el trabajo de los esclavos y con las materias primas de los territorios ocupados. Han sido las armas yanquis las que han mantenido sometidas a las naciones latinoamericanas y caribeñas. Sigue siendo el neoliberalismo globalizado el que empobrece a la mayoría de las sociedades en beneficio de una minoría de poderosos. No resulta válido que hoy pretendan ampararse en una justicia de momento para borrar los efectos de una injusticia histórica. Por más barreras que impongan; por más que se encierren en sus fronteras, la marea humana del hambre no la van a poder detener y el costo de intentarlo gravitará sobre su propia libertad y sus niveles de bienestar.
La real alternativa no radica en el encierro y la xenofobia, sino en la solución del problema del hambre y la miseria en el mundo; en la adopción de francos compromisos de respeto a las diferencias y de justa indemnización por los perjuicios históricos causados, pagando la deuda histórica, por lo menos, con la anulación de la inmoral deuda externa, para acceder a un mundo de equilibrio y de justicia, en el que cada nación vea respetado su derecho a adoptar las vías de desarrollo que más les convenga, sin las imposiciones externas de que ha hecho, y sigue haciendo, gala la historia. No es otro el clamor que se escucha en toda Latinoamérica. No es otro el motivo para apoyar un proyecto alternativo de nación como el propuesto por Andrés Manuel López Obrador.