Sinceremos este asunto: Como sólo sirven quienes trabajan, damos por sentado que ningún comerciante puede recibir el halago de ser amigo o servidor de ninguna sociedad, de ningún país, ni siquiera del que él sea originario o nativo[1], sino de sí mismo, individualistamente, como afiliado íntimo o parte integrante de la ubicua clase burguesa, por excelencia enemiga de la también ubicua clase trabajadora. Cuando los primeros mercaderes dieron inicio a esta labor intermediaria entre productores y consumidores o terceros intermediarios, desde ese mismo momento empezaron a vivir del trabajo de los artesanos de marras, y hoy lo hacen de los asalariados del mundo.
El encanto del comercio va ligado unitariamente al desencanto del trabajo. Esta unidad sociológica es una de las peores aberraciones sociales. Todo parece haber comenzado desde los más largos tiempos prebíblicos[2], a partir del inicio del sedentarismo. Antes de este, cada quien debía recoger, cazar o pescar, y sólo los perros domésticos comían sin mayores esfuerzos. Algunos historiadores cuentan que fue mucho después cuando delante de sí el cazador colocó al sabueso como ayudante en sus cacerías.
La recolección, caza y pesca, aunque a los ojos modernos luzcan como un ejercicio más deportivo que productivo, en verdad son labores tan creativas, encomiables y consumidoras de fuerza de trabajo como las demás. A manera de excepción, el encanto de estas variantes de trabajo derivaría de que son los mejores y más antiguos ejemplos de cómo puede vivirse para trabajar en lugar de hacerlo para vivir[3]. El deporte lucrativo y la práctica de las Bellas las artes guardan mucha semejanza económica con aquellas rarezas laborales.
No obstante el verdadero desencanto del trabajo-no sólo disgusto-surge con la sociedad clasista. Mal podría resultarle placentero a ningún esclavo trabajar para otro bajo la mirada amenazante de un colega verdugo con látigo en mano listo para ejercitarlo en el lomo de quien no trabajase más aprisa, o se tomara alguna pausa en sus pesadas y deshidratantes tareas. Lo mismo cabe en el caso de siervos de vida miserable trabajado un día sí y para sí, y otro también para un amo, literalmente conocido con el eufemismo de señor.
Es obvio que quien tenga que trabajar para ganar 4 reales-si consigue un explotador que, de paso, son escasos- y hacerlo sin mayores esperanzas de salir del hueco de la pobreza por ese medio, no sólo halle desencanto en el trabajo, sino que también sea proclive a experimentar con el comercio o con medios alternativos, generalmente morbosos o reñidos con las llamadas buenas costumbres. Asimismo, resulta muy encantador comprar a un precio y revender a otro superior, quedarse con la diferencia y terminar cada día más rico y sin tirar un palo, es decir, sin mover una paja. Vender como dependiente-detrás de un mostrador-no es comerciar, es sólo ejercer una labor comercial.
[1] La apatridad que se le atribuye al dinero da cuenta expresa de estos asertos.
[2] Usamos este hito prebíblico porque la Biblia asimila despectivamente el trabajo a un supuesto y merecido castigo de los hombres y mujeres que caigan en desacato con la ortodoxia mosaica y genésica. Véase el pacto Adámico. Paradójicamente, según la misma fuente, los ricos no irían al cielo donde se halla Dios, pero sí los pobres-léase los trabajadores, o pobres y miserables por excelencia.
[3] El talentoso científico Carlos Marx (Karl en alemán) no pudo dejarnos más información sobre el mundo social porque-a confesión de su parte-tenía que trabajar para vivir, y esto no sólo le absorbía parte de su valioso tiempo, sino que se sobrestresaba cuando interrumpía con ello los procesos críticos e históricos reemplazados conscientemente por trabajos nada encantadores como sí lo eran sus labores investigativas, filosóficos, sociológicas y económicas, muchas de los cuales dejó inconclusas o no pudo editarlas en vida.