Advertencia, esta propiedad privada nos se refiere a la de los pendejos, despectivo de trabajadores, no a la de sus pocas pertenencias obtenidas a punta de trabajo personal.
Efectivamente, si en algo queda comprobada la fascista y goebeliana hipótesis sobre que, si decimos y repetimos una gran mentira, al final esta suele convertirse en verdad, es, en este caso, la gigantesca mentira sobre la inmaculada y sacrosanta propiedad privada, particularmente la de los medios de producción, la de los latifundios ociosos y en producción con mano de obra distinta a la de los supuestos propietarios privados, las grandes edificaciones-rascacielos-los metros cúbicos de las toneladas de dólares y/o de bolívares en casas y bóvedas bancarias privadas, los gigantescos galpones y grandes inventarios de mercancías y materias primas. Ninguno de esos bienes muebles e inmuebles pueden ni tienen por qué ser propiedad privada de nadie en particular[1]. Pasemos a explicarlo:
La verdadera propiedad privada es la familiar, la personal de cuya existencia, respeto y hasta defensa, en caso de usurpación por terceras personas-se encargaría la comunidad consciente y testigo presencial y convivencial de que esas posesiones de la familia tal o cual fue bien ganada, bien habida con el sudor de las frentes de sus miembros o del cabeza de familia, de su mujer y sus hijos, y por supuesto, muy posiblemente con la imprescindible y complementaria ayuda de sus vecinos más inmediatos, hasta mediatos y no menos trabajadores natos.
Esta convicción de que la propiedad privada existe descansa también, además de la preascendencia que albergamos de la mentira goebeliana o mediática general, está el hecho de que nos vemos como potenciales propietarios privados y por ello tendemos a defender la propiedad privada indebida, aunque sea legal, porque así estaríamos protegiendo la que podríamos optimistamente tener a largo plazo.
Por supuesto, esa creencia, ese optimismo en ser propietario a la par con los actuales, se afirma en nosotros cuando no vemos alternativa diferente para una vida digna, un trabajo estable, ni una alimentación soberana y oportuna, una protección sanitaria, una seguridad pública y comunal tan establecida, tan validada y tan respetada como hasta ahora y por ahora es la falacia de la propiedad privada.
[1] Ezequiel Zamora, el aragüeño de Villa de Cura, Venezuela, lo intuyó. Por eso quemó uno de los registros principales allá en Barinas. Zamora y su alto mando militar, consideraron que acabando con los registros correspondientes, desaparecerían las pruebas tangibles del caso. Ese fue un error porque ya la comunidad estaba convencida y conteste de que tal o cual latifundio y otras propiedades inmuebles eran de don Fulano, o tras, de Dn. Mengano, y otras de Dn. Zutano. Sobre la base de este conocimiento colectivo y paracomunal, esas propiedades siguieron vigentes y revalidadas, y los quemados y desaparecidos papeles de propiedad fueron reemplazados por documentos autenticados sin el concurso de nadie perteneciente a la comunidad labriega y artesanal. Fue una convalidación de una propiedad privada que corrió a cargo de gobernadores, legisladores, jueces y demás burócratas al servicio sine qua non de esos mismos propietarios privados que, de esa manera, demostraban fehacientemente que tales funcionarios públicos estaban subsumidos en aquellos protocolares papeles de propiedad privada meramente autentificados. Quede sobreentendido que a partir de esa convalidación, chucuta per se, tales burócratas y abogados colaboradores de semejante burla popular quedaron sembrados para el chantaje correspondiente contra los latifundistas y beneficiarios involucrados. Si antes eran meros servidores públicos de esos propietarios, en lo adelante se convirtieron en sus defensores y chantajistas.