En trabajos anteriores hemos abordado ese “universo afectivo” que condiciona “nuestra relación con el orden político” y alertábamos que parecían arrollarnos “fuerzas que irrumpen y rompen cualquier intento de racionalidad y de objetividad.”
Los recientes acontecimientos denuncian un clima de odio y de miedo que se apodera de nuestros espacios privados al igual que de los públicos. Regiones del país y en el caso de Caracas, algunas zonas de clase media, se han convertido en territorios violentos en franca cohabitación de la ira incontenible con el odio desatado.
La ira agresiva se origina en el odio hacia algo o alguien y se asocia a estallidos de violencia incontrolada, como los vividos últimamente. Carlos Castilla del Pino (Teoría de los sentimientos), destaca que el odio funciona como deseo de destrucción del objeto odiado y parece ahogar toda posibilidad de objetividad sobre el mismo. Acota que el objeto odiado refleja nuestra debilidad y de allí que el odio exige el previo autodesprecio. Mientras el objeto de nuestro odio permanezca y fracase cualquier intento de ser desalojado, será fuente de displacer y de rechazo constante.
La ira agresiva se expresa en un comportamiento agresivo, en tanto decisión consciente de atacar y usar la fuerza física o verbal y herir a otros. Según los expertos puede avivar la paranoia y el prejuicio, tal como unos jóvenes coreaban en el metro: “estudia para que no seas como Nicolás Maduro”.
Caída la noche la ira vandálica desatada y armada con miguelitos, guayas, bombas molotov, etc. se cierra en su odio y delirio. Afirma Castilla del Pino (El delirio un error necesario) que “no se cae” en el delirio, al delirio “se llega”. Y, en esa condición, el hombre no está instalado en la realidad en condiciones de interpretarla objetivamente…El hombre está instalado en un error que “le conviene” porque gracias a él “hace de la realidad que hay la realidad que desea, no necesariamente la adecuada”.
Cercana la noche y tomadas de la mano, la ira y el odio, que antes se escondían en la esfera de la intimidad, se apoderan de las calles convirtiéndolas en territorios del antiamor guarimbero. Convertidas en ciudadanías del miedo, las personas que allí habitan o laboran abandonan despavoridas los territorios vándalos.