Siempre he manifestado que la única manera de opinar y de establecer posturas políticas razonables, es conociendo a profundidad el pensamiento y la acción de los hombres. Por ello, hoy se toma partido de la literatura cristiana para encontrar algunas categorías que ayuden a develar salidas y posturas ante el fenómeno social de la violencia.
“In veritate”, que en español significa “en la verdad”, no es más que el verdadero signo que debería prevalecer en estos llamados encuentros o conferencias por la Paz, que se vale del instrumento del diálogo para materializar una actitud tolerante, calmada, reflexiva y deliberante, pero dentro de una realidad que respete la vida humana y los bienes públicos y privados. El combustible de esta puerta a la Paz que ha sido liderizada por el Gobierno Nacional, debe partir de la “verdad”, el diálogo sincero, abierto y sobre todo coherente con el respeto a la dignidad y a las víctimas de la violencia. No puede haber diálogo con impunidad y bajo un único interlocutor válido. En la verdad está la postura sincera de quienes apostamos a la democracia, al proceso de transformación política que lleva de la mano el rescate de la innovación personal, a través del reconocimiento del colectivo como parte ejecutante de las políticas públicas que reconocen la inclusión como el camino para el desarrollo integral de una sociedad. Y al incluir se le está beneficiando directamente a ese ser innovador que hará posible potencializar los procesos sociales, económicos, políticos y culturales en una sociedad.
A todas estas, la violencia no es un sendero de éxito; es un sendero de imposición y de exclusión, pero nunca de éxito y amplitud democrática. El que pueda, por la vía de la fuerza y la intimidación alcanzar algo, eso que alcanzó no tiene sustentabilidad en el tiempo, su éxito en cualquier instante se derrumbará. A esta percepción valga recurrir, en el histórico de la Iglesia Católica, que en su pasado recurrió a la violencia para imponer la evangelización, al pensamiento de tres grandes Papas: Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
Juan Pablo II, llegó a expresar que “…nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz sino viene acompañada de equidad, verdad, justicia, y solidaridad…La violencia jamás resuelve los conflictos, ni siquiera disminuye sus consecuencias dramáticas…El diálogo, basado en sólidas leyes morales, facilita la solución de los conflictos y favorece el respeto de la vida, de toda vida humana. Por ello, el recurso a las armas para dirimir las controversias representa siempre una derrota de la razón y de la humanidad…La democracia necesita de la virtud, si no quiere ir contra todo lo que pretende defender y estimular…El respeto a la vida es fundamento de cualquier otro derecho, incluidos los de la libertad…Por eso América: si quieres la paz, trabaja por la justicia. Si quieres la justicia defiende la vida. Si quieres la vida, abraza la verdad, la verdad revelada por Dios.”
Y en una intervención en la audiencia general dedicada a comentar el Salmo 19, “Oración por la victoria del rey”, en el 2004, Juan Pablo II, expresó que es fácil comprender que en la tradición cristiana Dios no entra en el mundo con ejércitos, sino con la potencia del Espíritu Santo, y lanza el ataque definitivo contra el mal y la prevaricación, contra la prepotencia y el orgullo, contra la mentira y el egoísmo. Se puede percibir, sentencia Juan Pablo, el eco profundo de la palabras que Cristo pronuncia dirigiéndose a Pilato, emblema del poder imperial terreno: “Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido el mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Juan 18, 37) De todos modos, la posición de los enemigos, que se basa en la fuerza material, y la posición de los hombres de fe, que ponen su confianza en Dios y que, por tanto, salen victoriosos, recuerda el célebre pasaje de David y Goliat: ante las armas y la prepotencia del guerrero filisteo el joven judío se enfrenta invocando el nombre del Señor que protege a los débiles e indefensos. De hecho, David le dice a Goliat: “Tu vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre del Señor de los ejércitos... El no salva con la espada ni con la lanza, porque el Señor es árbitro del combate” (1 Samuel 17, 45.47).
Esta postura la había delineado Juan Pablo II, en su segunda Encíclica “Dives in misericordia” (Sobre la Misericordia Divina,1980) cuyo fundamento está en el texto de San Juan, que presenta la revelación y la encarnación de la Misericordia en Cristo y por Cristo; el mensaje mesiánico de Cristo mediante sus hechos y palabras, hace presente el amor del Padre entre los hombres; hace referencia al concepto de misericordia que es la realidad que se vive en el mundo de hoy, y presenta la reflexión sobre la justicia, subrayando como “…la Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una vida justa…”. La Carta aboga por la justicia para encontrar la Paz; y en esa búsqueda la misión de la Iglesia es la de proclamar, recurrir y practicar la misericordia divina demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad; este amor es llamado misericordia en el lenguaje bíblico.
Otro aspecto que destaca Juan Pablo II en su encíclica es que la predicación de los profetas acerca de la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad; la misericordia divina es revelada en la cruz y en la resurrección: “La cruz de Cristo, sobre la cual el hijo hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte”.
Es decir, el único camino para la Paz es el encuentro de los hombres a través del amor y la verdad; renunciando al pecado, que lejos de verse como una acción malvada es más la ceguera de algunos hombres por respetar la verdad de la realidad (si la realidad da confeso que una mayoría gobierna, el irrespeto a esa realidad, que es la verdad aceptada, es pecado).
Después de Juan Pablo II, apareció la figura de Benedicto XVI, con él la continuidad de un pensamiento evangelizador que proyecta el amor y la misericordia como vías para alcanzar una verdad plena a través de la fe. En su carta “Porta Fidei” (Puerta de la Fe, 2011), aparte de Convocar el Año de la fe (11 octubre de 2012- 24 de noviembre de 2013), se refiere al corazón como signo que indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia; profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. Creer no es un hecho privado, es un hecho personal y al mismo tiempo comunitario (Fe de la Iglesia). Por tal razón el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para el propio asentimiento. Es decir, el hombre tiene que obrar en razón de sus actos, recordando las palabras del “Che”, “actuar como se piensa”. Benedicto argumenta en su encíclica que para acceder al camino de la fe es necesario entender lo que profesa (Símbolo de la fe), lo que se celebra (Sacramentos), lo que se hace vida (Mandamientos) y oración (Padre Nuestro). Esta percepción metódica que la describe Benedicto para los feligreses, bien puede aplicarse para la realidad venezolana hoy en Conferencia por la Paz: entender lo que profesa (Democracia Participativa y Protagónica), lo que se celebra (Políticas Públicas para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y ciudadanas), lo que se hace vida (la inclusión) y oración (la identidad nacional y el socialismo).
Por su parte, el Papa francisco, en su primera encíclica, Lumen Fidei (La luz de la fe, 2013); el texto presenta a la fe como una luz que disipa las tinieblas e ilumina el camino del ser humano. La “…fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios…La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres…El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia…el hombre descubre que Dios quiere hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su plenitud en Jesús, para que todos sean uno…(La) autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común…La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo.”
En una palabra, la luz de la fe es estar al servicio del bien; la violencia está al servicio del mal, de lo que pervierte y corrompe la vida entre nuestros semejantes. Abarcar la grieta del odio, la envidia y la venganza, no nos hace solidario con causa alguna, todo lo contrario, nos retrocede a un tiempo de barbarie donde la violencia terminó acabando con adversarios y con triunfadores. La Paz es el amor y la fe, y como vinculo el diálogo, solamente desde estos escenarios puede haber una aproximación a la verdad.