A los trece meses de tu siembra infinita
Una de esas ventanas se erguía en la fachada oeste del “Café Venezuela”, al centro del gran “Paseo Bolívar”; el que dividía en dos largas filas, de occidente a oriente, como otro río Guaire, a la siempre insurgente ciudad al pie del Waraira Repano. Quienes allí se sentaban, le daban la espalda, en contra de la costumbre cuarto republicana, a las otrora urbanizaciones “escuálidas” del este caraqueño, hoy en arruinas por las acciones violentas del fascismo que en esos lugares se enconó con saña. En cambio miraban de frente a los barrios donde las multitudes obreras desarrollaron a plenitud “el buen vivir” del Estado Comunal. Era de una altura extraordinaria, propia de la audacia de la arquitectura del “Socialismo del Siglo 21” con pencas de vidrio templado de gran resistencia, fotosensibles para el balance de la luz (con la opción de prescindir de ello), de veinte metros de alto (a tope de techo), por diez de ancho. Tenía siete tramos ese frontal, desde el cual se podía apreciar la prolongada hondonada del casco central del Consejo de Comunas Bolivarianas “Libertador” (distrito exclusivo de trabajadores), hasta divisar, al fondo, la ligera elevación del Parque Ezequiel Zamora, a poco andar del llegadero "Cuartel de la Montaña", reverbero de paz y armonía cósmica. En la hoja del centro, en su parte superior, estaba estratégicamente colocada una gigantesca pantalla led, como la tenían todos los cafés populares, pero ninguno en el país (ni siquiera en alguno de los magníficos aeropuertos) de tal magnitud.
La proeza tecnológica, dada la pulcritud del cristal, a pesar de su dilatada envergadura, la que luego se repitió y que se convirtió en algo corriente a nivel nacional, consistió en que las monumentales columnas de sílice, fueron vaciadas en el sitio, con la particularidad (valor agregado), que en tal proceso, se dejaban crudos los cantos, cosa que al siguiente vaciado, la lámina adquiría continuidad corporal, es decir, realmente había allí una gran placa de vidrio de veinte metros de alto por setenta de ancho (1400 m2), en cuyo corazón, a la mitad de su espesor, se le injertó un condensador de ases emisores de luz que la convertían en otra monumental pantalla reproductora de audiovisuales. Aquello pudo haberse convertido en una de las banderas del orgulloso despegue tecnológico del poder popular sino hubiese terciado en su origen, un peligroso germen capitalista, como muchas de las creaciones posteriores al debacle de este. A la sazón, la industria de pantallas electrónicas de todo tipo, concentrada en un todopoderoso holding mundial, había logrado desplazar el atomizado mercado de las ventanas comunes y silvestres, hasta su total extinción. Dicho de otra manera: no había fuera de Venezuela una edificación destinada a albergar seres humanos, a la cual no se le hubiese sustituido sus ventanas naturales por pantallas reproductoras de la realidad que bloqueaban. El principio era simple: satisfacer una elemental necesidad de seguridad. Detrás de aquellas pantallas, por lo general, se acoplaba un equipo, a veces, a gusto del propietario, el que le proporcionaba, por lo menos, la sensación de estar absolutamente protegido, y en ello intervenía lo mejor de otra gran industria: la destinada a satisfacer las cada vez crecientes, ansias de seguridad, la industria paramilitar.
Pero aquello era apenas la primera escaramuza de una escalada ideológica mayor. El negocio detrás del negocio era, en realidad, mediar entre el individuo y lo que este veía. Cosa que el eventual cielo, nube, árbol, animal edificaciones, u otras cosas que se pudieran mirar a través de la ventana, llegaran a los ojos del espectador después de atravesar el enjambre tecnológico de una pantalla electrónica de altísima resolución, quizá con mayor nitidez que lo real, pero filtrada por el tamiz clusterico de “Las Ventanas Co., Ltd.”. De esta forma se multiplicaron las ventanas intramuros, así quedó muy poco de lo que se podía percibir directamente. El reduccionismo que el mercado de finales del capitalismo aplicó, no encontró otra salida que suplantar la realidad; inhibir al individuo de lo que pudiera considerar como la "realidad real", para terminar digiriendo la "realidad procesada" a través de sus “pantaventanas”.
En la pantalla led del café, vista desde el segundo piso, la que parecía flotar sobre las brumosas torres de los silos de Gramoven en Catia, aun persistían las imágenes de un mercenario canal extranjero, mostrando una Caracas eternamente incendiada, y aunque el “Mundo Nuevo”, reconocía el maravilloso desarrollo de la vida social de la caribia, nacida al fragor de la administración chavista, nadie en esa extraviada guerra mediática, se había dignado en retirarlas y mucho menos en dar explicaciones. Quienes de alguna manera dieron la cara desde otras instancias, aliadas a esos nefastos intereses, atribuían el fenómeno, a robots transmigrantes, deshechos de la abundante chatarra comunicacional postimperio. Posada allí desde el inicio del prolongado y fracasado golpe a la Revolución Bolivariana, como el estéril fuego de las cenizas apelmazadas, el emisor transmitía las persistentes llamas de una plaza que ya no existía, en las que se refugiaban las miserias sobrevivientes de una clase invalidada por el avance de la plena realización social, empeñadas en combatir con su auto flagelación, a la revolución que derrotó al último imperio. La imagen contrastaba con la apacible y florida escena del caribeño jardín, iluminado de amarillo araguaney, ruborizado de rosa apamate, coloreado de trinitarias, de las exuberantes cayenas, piras o amarantos de toda especie.
La Comisión de Estética Urbana de la Mesa de Cultura del consejo comunal local, le había ganado una ruda batalla a quienes contradictoriamente, desde las filas revolucionarias, se empecinaban en universalizar a Caracas, clausurando sus ventanas, como lo habían hecho la mayoría de las ciudades del sur del Abya Yala. Pronto aquel triunfo habría de doblegar los últimos reductos de la ideología del “Hermano Mayor” que en el continente aun persistía, a pesar de que en la patria grande campeaba la revolución mundial; las mismas que a esas alturas, obstaculizaban las francas alamedas por donde ya había empezado a caminar la mujer y el hombre nuevo. Así pues, las ventanas de Venezuela seguirían siendo de madera y cristal bolivariano. Se abrirían y cerrarían a voluntad de quienes se dispusieran a disfrutarlas. Dejarían entrar o salir la naturaleza de la realidad a la que se asomaban, y jamás la suplantarían porque la verdad era uno de los fundamentos de la nueva civilización que allí estaba naciendo.