¡A degüello! gritaron desde la superficie. Eran las bandas terroristas, molotov en ristre, que abandonaban momentáneamente las barricadas situadas a los alrededores de la levitada Plaza Francia, y se venían como de costumbre, hacia su obsesionado objetivo: la estación del Metro Altamira.
Los y las trabajadoras reunidas en minga de defensa y protección en el subterráneo caraqueño, sabían que aquel estridente grito de guerra, no era una simple amenaza, ni una acción más del terrorismo sicológico al que habían estado sometidos desde el comienzo de los ataques, dos meses atrás. Además, la voz que lo dejó caer como tubo metálico desde lo alto de las escaleras, sonó con un marcado acento extranjero, como el impersonal altavoz de un campo de concentración nazi. La intuición les decía que a estas alturas de la escalada violenta, si los criminales no mascaban para dar de baja con premeditación y alevosía a guardias y policías nacionales, ellos con más razón, eran un objetivo militar de mayor valor simbólico. Para la elemental iconografía que manejaban sus desquiciados financistas, los líderes de la insurreccional campaña llamada "La Salida", quienes dirigían su enconado odio contra todo aquello que les recordara el mundo del Presidente Obrero, Nicolás Maduro, y más específicamente contra los choferes y unidades del Metrobus por aquello del "Chofer Mayor", así como en un tiempo, dirigieron el sumo de sus amarguras, a los militares, por culpa de un tal Teniente Coronel, como despectivamente llamaban en los círculos escuálidos" al Comandante Supremo de La Revolución Bolivariana.
Ese día, ante la imposibilidad de acceder a las instalaciones interiores, estratégicamente defendidas desde la mezanina por su concientizada fuerza laboral y por la impecable actuación de los cuerpos de seguridad en las adyacencias de la Avenida Francisco de Miranda (El Generalísimo), los terroristas optaron por ensañarse con la caseta de control del Metrobus. La arrastraron, cual toro moribundo tras la mórbida faena de matadores parsimoniosos, hasta el centro de la arena, y allí en medio de sus despojos, la incendiaron, levantando una larga hoguera, anquilosada en los vapores del invierno, adoradora del fantasma fascista que volaba como bandada de cuervos sobre el Municipio Chacao.
El resto, los trece artesanos, nueve comerciantes, un librero, una pareja de buhoneros itinerantes, un quinteto de músicos callejeros, un trio de pedigüeños, un predicador evangélico, cinco liceístas, cinco empleadas de la empresa privada, dos albañiles, una tatuadora de oficio y una poeta, habían abandonado la estación mucho antes, tan pronto como la seguridad interna así lo dispuso. No sin antes despedirse con besos, abrazos y la romántica promesa de reunirse allí algún día, más pronto que tarde, para celebrar de nuevo aquella inusitada experiencia, la que había exacerbado, más los afectos que los miedos escarbados. Fue entre el trasiego de arrimar un transporte a la salida más al oeste, el que permitió evacuarlos con seguridad cuando la guardia bolivariana pudo despejar esa bocacalle para permitir el libre tránsito, quizá por algunas horas, mientras los delincuentes se enconchaban en sus caletas al norte de la plaza. Algunas dos horas después, volverían con sus arremetidas delirantes hasta lo más oscuro de la noche, antes del amanecer.
Cuando el autobús que los transportaría a Plaza Venezuela, apenas había avanzado media cuadra hacia el municipio bolivariano y aun la despedida mantenía el calor de las bendiciones, la buhonera itinerante sacó la cabeza por la ultima ventanilla y gritó con toda la potencia de sus pulmones de vendedora informal: "¡Que un negro te encaje un metro!".
La avenida, altamente transitada a esa temprana hora de la noche, estalló en una explosión de risas. El humo fue cortado por un sordo relámpago y dejó ver el aire limpísimo del Wuarairarepano, las barricadas se desplomaron dentro de las alcantarillas. Las trampas para motorizados cedieron ante la tensión de los postes y la basura se tragó su olor de cenizas podridas. Venía una breve tregua, un espacio para recordar la vida y la paz, sin embargo faltaban pocos días para que quemaran vivo al primer chofer.