El pensamiento de las rendidas y de los rendidos suele referirse a los ímpetus revolucionarios, como si se tratase de un virus, de un sarampión, que ataca a los más jóvenes y desaparece con el paso del tiempo, la llegada de la madurez y, quizás con el riesgo de estar a punto de podrirse.
Ese sector decrépito, considera que ser revolucionario es algo propio de jóvenes. Casi hacen una sinonimia entre ambos términos: “joven” igual a “revolucionario”. Procuran, con ello, generalizar a toda juventud con una condición revolucionaria y a todo revolucionario con un inmaduro o “poco serio”, si al pasar más arriba de los 40 años de edad (por establecer un parámetro), se persevera en la radicalidad de querer cambiar la sociedad, sus desigualdades y, por supuesto, suprimir toda relación explotadora en la producción de los bienes de consumo.
Esa visión de las cosas pareció haber prendido en Venezuela a mediados de los años 80 del siglo pasado. Derrotados en el plano militar, los movimientos armados que enfrentaron a los gobiernos dictatoriales del puntofijismo, abandonaron todos los pertrechos, hasta los de las ideas.
Una especie de consuelo les asistía al reconocerse “creciditos”, maduros y, por tanto, alejados de aquellas ideas trasnochadas que perturbaban sus vidas y proyectos. Hicieron silencio y mutis por el foro, en aquel escenario de derrotas y derrotados, que ni siquiera fueron capaces de entender un fenómenos social y político de la envergadura de aquellos finales de febrero del año 1989.
A ese “fuego” de rendidos les atizó la candela el imperio estadounidense, que sabe no perder ni un segundo para mantener sus objetivos, como garante político del dominio del gran capital. Desesperanzad@s y nostálgic@s les atrajo una cofradía de yupis a la que comenzaron, progresivamente, a incorporarse arrastrándose hasta una “reforma del Estado” propuesta (con organismo y todo) por, el tristemente célebre títere del imperio: Carlos Andrés Pérez y su par en Copei, Rafael Caldera (con chiripero y todo).
Solo Hugo Chávez, militar atípico, clasista y auténtico revolucionario, supo abanderarse de las causas justos que otros y otras abandonaban. Por ello se hizo líder y llegó a definir a la Revolución Bolivariana como de fines socialistas. Lo propuso, lo defendió, lo construyó y sedujo (en el mejor sentido revolucionario de este término) a la causa unitaria a quienes soñaron, desde diversas trincheras, otro mundo mejor y posible. Y, si bien dio inmensa importancia a las fuerzas juveniles integradas a la revolución, no hizo descansar sobre sus hombros el destino de una causa revolucionaria, la de la Patria socialista, tampoco sobre los hombros de una generación, ni de un grupo sexual (las mujeres, pese a denominar a esta revolución como femenina), sino que lo hizo descansar sobre los hombros de la clase trabajadora (“este es un gobierno obrerista”) y sus aliados.
Hoy, en estos momentos turbulentos pero propios de las revoluciones auténticas, la unidad para alcanzar los fines (veamos, leamos y discutamos nuestro Plan de la Patria, hoy convertido en ley, gracias al camarada presidente Nicolás Maduro) es convocatoria para la unidad de clase. Unidad del proletariado, en la cual se debe perseverar para no ser derrotados.