Cualquier forma musical podría correr el riesgo de desafinar en tarima. En una apreciación superficial se podría emitir un juicio a partir de la formación académica de creadores, compositores y ejecutantes. En una segunda escala el “sentido común” apreciará el “talento natural” el oído o la guataca, como se dice en el “lenguaje de calle”.
Una sinfonía es una sinfonía, aquí o en cualquier parte del mundo. Habrá variantes de interpretación según la “calidad” de los músicos o de quien dirija la orquesta. Esto es algo que aplica para cualquier caso, para cualquier forma musical o género.
Cuando el tema se aborda de esta manera, olvidamos que toda composición musical, tal como la conocemos en la actualidad, es el resultado de una “programación” cultural propia del dominio de occidente. Es decir, propia del dominio del gran capital, aunque sus orígenes también tengan algo de raíz feudal. La génesis de clase de nuestra música, que ha llegado a arropar ideológicamente a cualquier otra forma anterior, sea de nuestros pueblos originarios o de civilizaciones tan milenarias como las orientales, es indiscutible. Solo hay música burguesa.
Hasta las formas musicalaes contemporáneas o “juveniles”, por llamarlas de alguna manera, están atrapadas por esa cultura dominante que las hace simbólicamente subordinadas a su estructura de clase, independientemente de que estén o no inscritas a la academia, en el sentido formal. Es por eso que cuando pensamos o nos referimos a música insurgente, rebelde, contestataria, de protesta o necesaria, generalmente lo hacemos por alusión a sus letras más que a las estructuras que las soportan.
La música de Alí Primera, para referirnos al más grande compositor y cantor venezolano militante revolucionario, sin sus letras, sería muy difícil de calificar como revolucionaria. Por eso, al querer establecer una ruptura real con lo simbólico musical no llegamos a apreciar lo “perverso” dominante en los soportes sino en las letras.
En una pieza o composición musical que incluya letra, estamos ante dos lenguajes: el tangible, el de la palabra (que es el que recurre a la misma palabra con la que nos comunicamos cotidianamente y que tiene sentido explícito e implícito) y el intangible, propiamente musical (conformado por sonidos que se conjugan en armonía, melodía y ritmo).
Que sepamos, por siglos, se ha conformado una estructura inconmovible, desde el punto de vista musical. Esa estructura es, tendencialmente, conservadora y no existen rupturas significativas, en lo simbólico,que revelen algún tipo de avance revolucionario que exprese esperanzas de clase para el proletariado.
Estoy convencido de que esa guerra no está perdida. Pero hay muchas batallas por librar a las que acudimos desarmados. Es por eso que hemos sostenido varias veces -y sostenemos aún- que la pelea más compleja es la relativa a lo simbólico y, por extensión, al entretenimiento. Por ejemplo, nuestra juventud, revolucionaria y chavista, puede apreciar como muy rebelde y “revolucionaria” la música que interpreta una agrupación como la venezolana, Desorden Público y hasta simpatizar con un estribillo que pretende denunciar a la “corrupción”. El asunto es que no se cuenta con las armas suficientes, con el discernimiento ni la crítica necesarias, para llegar a distinguir entre el veneno que transmite alguien como el vocalista de la agrupación, Horacio Blanco, quien propone como salida al problema de la corrupćión “cambiar de ladrones” y a un auténtico revolucionario, convencido de que -en realidad- la corrupción se arranca de raíz cuando acabemos con el capitalismo, es decir, cuando se haga la Revolución, en su sentido más radical.
Por eso es que la batalla es compleja y el debate de ideas muy necesario en la actualidad para fortalecer nuestra Revolución Bolivariana y acelerar la construcción de la necesaria Patria Socialista.