Seguí por TV el debate para la designación de los nuevos miembros de los poderes públicos. Si las previas negociaciones con la derecha, sobre la base de "aprueba los míos y te pongo el tuyo", me parecieron de una ingenuidad asombrosa; dio pena el reclamo de novia embarcada que luego se le hizo por no cumplir su palabra. ¿Cuándo la han cumplido?
En el caso del poder moral la cosa fue más deplorable aún. No me meteré en la discusión bizantina sobre lo qué quiso decir el constituyentista con lo del primer y segundo párrafo del Artículo 279 de la Constitución. Las interpretaciones le corresponden sólo al TSJ. Lo cierto fue que en vez de confrontar, por la calle del medio, a la derecha con el pueblo, se tomó un atajo que terminó con un patético canto: victoria, victoria, victoria popular…
No creo que los diputados desconocieran la enorme y contundente importancia que el constituyentista le dio a la escogencia de los jefes del poder moral. Obliga a la AN a reunir las dos terceras partes para tal designación. Y algo de gran trascendencia democrática y protagónica: de enredarse su elección en la AN, manda a matar esa culebra con una consulta popular.
Bueno, ahora resulta que eso, lo que dice el primer párrafo, es una complicación innecesaria a la que sólo había que recurrir si al Poder Ciudadano hubiera hecho lo que tenía que hacer: convocar un Comité de Evaluación de Postulaciones… Al no hacerlo (por cierto ¿cuál habrá sido la imposibilidad sucedida en el Poder Ciudadano… para no haberlo hecho?), todo quedaba listo para la manguangua de la designación por mayoría simple.
Fue sin duda una lamentable maniobra. Nada revolucionaria. Mancha injustamente a los ciudadanos que resultaron electos para tan alta responsabilidad. Pero, más grave aún, esos brazos alzados, desconectados de la conciencia, asumieron la falacia de que los intereses de Estado son los intereses de la revolución. Algo negado por Marx, por Lenin y también por el Libro Azul. Una nueva oportunidad de asamblea popular se ha perdido.