No es que la historia sea cíclica o repetitiva, el asunto es que no hemos conseguido vencer al imperio que nos amenaza y condena.
Dice el libro sagrado de los cristianos, La Biblia, que un acto terrorista de Estado exterminó a una enorme cantidad de niños en Jerusalén, por la sola sospecha de que entre ellos se encontraba presente una “amenaza inusual y extraordinaria” que se potenciaba como liberador de la humanidad, como mesías, como líder de la revolución mundial del amor y de la igualdad. Habían hecho caso a las profecías que anunciaban el nacimiento de Jesús y se propusieron abortarlo.
Es lo mismo que ocurre con toda revolución auténtica. El Nazareno fue revolución auténtica, personificada en su figura y su nombre. Luego de condenarlo, torturarlo y asesinarlo en la cruz, también lo quisieron matar moralmente, lo banalizaron, lo convirtieron en cofradía, en club, en cómplice de un nuevo imperio al que llamaron “iglesia”, pero sin el poder verdadero de una eclesia, que es la voz participativa y protagónica del pueblo en asamblea.
A las y los auténticos seguidores del liderazgo de Cristo, los persiguieron, capturaron y asesinaron, mientras a otros les obligaron a la clandestina resistencia desde las catacumbas y los traidores se hacían poder, aparato y neoimperio, llegando a construir hasta un Estado Vaticano y réplicas por todas partes.
Por el mundo entero se pueden encontrar copias de ese mismo fenómeno en toda esta larga noche bimilenaria. En Nuestramérica palpitan frescos los ejemplos de Camilo Torres Restrepo, Manuel Pérez y Arnulfo Romero, por nombrar, tan solo, a tres sacerdotes crucificados en maderos o a balas por el mismo imperio, ahora asentado en los Estados Unidos, como espacio geográfico del poder político y militar del gran capital.
Líderes indígenas, revolucionarias y revolucionarios de todos los tiempos, hasta nuestros inmensos Ernesto Guevara y Hugo Chávez, son parte de esos “crucificados” por el mismo imperio que asesinó a Jesús, pretendiendo hacer escarmentar a las y los rebeldes con conciencia de clase proletaria e insiste en no querer derogar su decreto prepotente de calificar al mundo justo, pluripolar, multiétnico, diverso en saberes y haceres como “amenaza inusual y extraordinaria” contra ellos.
Se acerca el tiempo en que la humanidad celebre unida la resurrección de todas y todos los crucificados por el imperio de siempre, lo haremos de paz, de conciencia y amor en la Patria socialista.