Ayer estuve llorando durante muchos segundos. Recordé a mi querida Tía CarmenII, mi esmerada, abnegada y eficiente tía, madrastra y madre al mismo tiempoIII. Sigo endeudado con ella, sus acreencias sobre mí son verdaderamente impagables. Ella me crio desde mis 4 o 5 añitos, aprox. Cuando se casó, me llevó a vivir como hijo putativo con su esposo, mi tío, Sr. Hilario Heredia quien en lo adelante fungió como docente para mí; lo hizo como “maestro de obras” de albañilería-construía modernas casas de adobes fabricados IV in situ, con techos de caña brava y vigas de madera desnuda. Yo presencié todo ese proceso y como oficio colmó parte indeleble de mis primeras impresiones laborales. Fue en esa casa, nunca terminada, sólo la incementó en el baño y el comedor; el resto era de tierra, olorosa y compacta. “Las casas de los herreros suelen tener azadón de palo.” Con su grato y aromático solar que me sirvió de parque infantil exclusivo, con su porche y jardín de frijoles, estos, visitados por bellos insectos agrillados vestidos de medio luto. Allí, con mi Tía Carmen; me enfamiliaricé también con las aves de corral, con el pulquérrimo “gallito” Santo Domingo y su única antigénere, y por lo cual no pudo practicar su natural poligamia. También de mi tío tomé mis primeras lecciones de ingesta etílica: Tomaba ron con nombre sagrado, y supe de sus embriagantes vapores. En un frasco de salsa de tomate depositaba agua, papelón y corteza de limón hecho en casa. Lo refrescaba con barro y a la sombra. No recuerdo haberme embriagado, y menos aun cuando probé las sobras de la cerveza capitalina servida en jarras y botellas ambarinas. ¡Qué amargo resultaban esos tragos! Nunca entendía cómo los adultos podían beber en semejantes fuentes.
Bien, mi Tía siguió alimentándonos a todos, porque todos fuimos sus hijos. Luego de su prematuro divorcio , regresó a la casa natal, la de mi amada abuela Gracia, cuya crianza, a su vez, corrió a cargo de mi Tatarabuela Petronila-las personas más adultas de la época eran las presas favoritas de la tuberculosis pulmonar, un flagelo histórico cuya vacuna vendría décadas después. Mi barbero, un pariente de segundo o tercer grado, también sufrió de toses bajitas y recurrentes. Me afeitaba en su silla de madera en aquel salón adornado con caramas de venados, muy en boga para entonces. Recuerdo su tos por las repetidas pausas que se tomaba.
Mi Abuela adoró a mi tatarabuela a ojos vistas y de manera ejemplar. Con alta frecuencia íbamos al Cementerio Municipal del Oeste de la ciudad; lo hacíamos en alegre camina porque yo ignoraba el pesar que a ella le acompañabaV . Yo era su compañero favorito, su primer nietecito, cosas así. En fin, que Mi Tía dio cuenta y crianza de todos nosotros, Fue una “burrita” para trabajar en todo: en artesanías del hogar, en artes culinarias a la sombra de su pulimentada cocina-guardo todavía, cual piedras preciosas, las de machacar carenes y condimentos en aquella piedra que fungía de matraz, colocada siempre a cielo abierto detrás de la cocina para que los desperdicios de las salpicaduras estuvieran al alcance de las canoras y alborozadas gallinas jabadas y pirocas que eran sus favoritas. La cocina era primero con leña de oloroso y lacrimosos cujíes que yo estibaba cuidadosamente y por mi cuenta luego de recibir mis primeras lecciones. Eran tareas que me divertían tanto como si jugando estuviera: siempre las tomé muy en serio.
Mi tía nos socorrió financieramente, y para entonces jamás conocí la figura de los prestamistas extraños a quienes después tantas veces molesté sin mayores trámites con el poderoso aval de mi Abuela. Bastaba identificarme con nombre y apellido para que me abrieran-púber incipiente aún-mis débitos y haberes. Para entonces no se usaban las vergonzosas y humillantes letras de cambio, bastaba el compromiso del “debo y pagaré”, todo de boca, todo en confianza. Esas vulgares y maleducadas condiciones mercantiles vinieron después para quebrantar amistades que se habían forjado durante varias generaciones.
Una vez-yo servía de mensajero, todo un utility de eficiente y eficaz conducta, al punto de que jamás permití que Mi Abuela ir a bodega alguna, salvo al Mercado libre que empezaba a operar los domingos desde bien tempranito y donde con ese mismo aval de abolengo trabajé contratado para “milagrosamente” y con la mayor brevedad convertir un saco de azúcar en 100 paqueticos de 1 kg bien pesados de Bs. 1,00 c/u y subsidiados desde entonces. Mi jornada se llevaba una hora o menos a cambio de Bs 5,00 en moneda de plata, en 1 “fuerte” de los de entonces.
Una vez, recuerdo, de regreso del prestamista de mayor confianza, amiga, compañera de trabajo y de infancia de mi Abuela, le traje la inaudita noticia de que la señora Josefina, por conseja de su hijo, ya avanzado como estudiante de Ciencias Políticas, sólo debía prestar contra soportes jurídicos, con letras de cambio. Como yo sabía ya leer y entender perfectamente las encomiendas de parte y parte, le transmití fielmente lo que me encomendaron: _. Manuelito, dígale a su abuela Gracia que debe firmar estos papeles, que con mucha vergüenza se lo pido, pero eso me aconseja mi hijo (futuro Abogado de la familia y contrario para las familias de sus vecinos). Hasta ese día duró la amistad entre aquellas amigas quienes vieron desechos tantos años de convivencia, de vivencias, de amistad. Mi Abuela me encomendó que le regresara todo, su dinero y sus desconfiadas letras desprovistas de firmas. Desde entonces la acompañé muchas veces al Centro, a la Pastora, casa de la señora Isabel Green, si mal no recuerdo. Allí había muchos muebles que me impresionaron sobremanera y para toda la vida que llevo elaborando hasta hora: un piano muy negrito que jamás había visto, un piano de cola y una hacendosa mujer, hija o nuera de la prestamista, que siempre se hallaba muy mojada y salpicada frente a una batea con cerros de ropa para su numerosa prole. Su esposo era “joyero”, y ahora deduzco que era su hijo o su yerno. En casa de otra prestamista conocí la vajilla de porcelana blanquiazulada y el mantel de alemánico azul que desde entonces también los hice mis favoritos. Y en casa de otra prestamista di mi primera manifestación de cleptomanía inducida. Es injusto llamarme pícaro o ladronzuelo. Este fue el caso: Los relojes de pulsera y su tic tac llamaron poderosamente mi atención. En casa se esta prestamista me dejaron en la antesala mientras Mi Abuela realizaba sus transacciones lejos de mí para que yo no conociera de esos detalles. Estaba muy niño y en Venezuela se seguía la costumbre griega de no permitir a los niños oír conversaciones de adultos. Hoy, no sólo se irrespeta esa costumbre, sino que los adultos vociferan delante de sus hijos y con todo su acervo de insolencias y vulgaridades. Pareciera que los desprecian.
Mi tía me enseñó cómo ir a la bodega, cómo comprar con la lista del caso. Aprendí sobre la manipulación de los números del comercio; hacía trucos contables para cobrarme mis diligencias en el abasto donde llevábamos crédito, como todos los pobres que trabajan primero y cobran después. Quitan fiada la comida y le acreditan al patrono toda su fuerza de trabajo, 100%. Me habían enseñado a leer y en consecuencia me había tropezado con las atrayentes y coloreadas historietas y “suplementos de los periódicos dominicales” que yo buscaba a 1,5 Km, + o-, lecturas, todas comprables, todas hechos mercancías. Mi Abuela y Mi Tía sabían de estas insatisfacciones mías, por eso siempre dejaban una arca abierta. Yo creía que no se darían cuenta, que olvidaban donde ponían y guardaban sus pequeños ahorros en efectivo. No recuerdo haber visto billetes en mi casa, más bien monedas de calderilla.
El bodeguero de la esquina suroeste, diligente e industrioso y próspero señor Luis Báñez, manejaba dos tipos de contabilidad: La de los “palotes” y la arábiga de reciente improvisación, y por partida doble. El estilizado 5, construido con veloces rasgos de zeta lo tomé de él. De su bodega y expendio de licor por las tardes, también tomé los ejemplos de sus consumidores. Ya sabía sacar cuentas, las aprendíamos casa de mi Maestra Crucita Román I, durante el intervalo de 3-7 años. Era una diligente maestra multiatareada y acertada en su vocación que nos enseñaba desde la o, por lo redonda, hasta los números quebrados o fraccionarios para quienes habían avanzado con ella hasta el cuarto grado de entonces. Había formado a mi Tía y a mi madre Graciela de quiera su madrina. Llevar y traer personalmente nuestra sillita de bejucos y duraderos maderos formaba parte de nuestros “ejercicios” matutinos. Con semejante y denso prescolar entrábamos a la Primaria. Cuando mi Tía me llevó a su casa me inscribió directamente en mi Primer grado, sólo para niños, en escuela graduada, la regentada por las Hermanitas Bolaños. Se la pasaban de luto, no recuerdo haberlas visto vestidas de otro color. Este pionerísimo centro de estudios, luego de varias décadas, terminó como un vulgar “patio de bolas”, de las antihigiénicas “bolas criollas”, típico deporte favorito venezolano e importado de Europa, aunque desmejorado en materia sanitaria, y favorito de borrachos y vividores del juego. En ellos ha recibido una densa enseñanza la niñez y juventud venezolanas en casi todo su territorio nacional, sin que ningún Estado ni gobernante hayan prohibido o regulado la permanencia de menores en ellos, de los hijos de los “deportistas”, en semejantes centros de divertimento muy poco edificantes para la sociedad de ninguna parte.
Sobre Crucita Román he escrito y hoy hay una microbiografía suya alegremente guindada en el cielo y custodiada por Internet:
I http://www.aporrea.org/
II Su nombre traduce “el poema”, la canción”. Eso lo descubrí cuando aprendí latín en mi bachillerato saliente. Para entonces, ya su nombre mismo tomó para mí otra interesante dimensión de afecto y admiración. Me enorgullecía saber que así ella se llamaba y lo representaba. A partir de entonces todas las Cármenes quedaron enfáticamente asociadas a mi Tía Carmen, tía y Madre verdadera. Por cierto, nunca la reconocimos abiertamente como tal, los honores maternales los monopolizó mi madre de sangre, quien, a su manera y por razones genéticas, de tales rasgos tuvo notorias carencias, en particular hacia mi hermana Nelly y h. mí, quienes, como primero y segundo hijos compartimos esa orfandad que, en mi caso y no de Nelly, fue también de padre. A este lo conocí más adelante cuando yo ya daba cuenta de mis propias necesidades en esa escala de niñez y para el resto de mi vida. Nunca pude salir a la esquina sita a 50 m de la casa sin tan siquiera “una locha” ya trabajada por mí mismo en mi bolsillo. No sólo le serví de auxilio económico, sin yo disponer suficientemente para mí mismo, sino que, como herencia póstuma, me dejó dos de mis hernanas paternas. Ellas, ingenuamente, me confesaron que nuestro padre de sangre común les había alertado para que, en caso de necesidades perentorias, acudieran a mí en el bien entendido de que con algo las auxiliaría, pero que de ningún modo me prestaran ningún favor doméstico, como mandados o afines, porque “ellas no eran sirvientas de nadie”. Siempre me vio, más bien, como un recurso alimentario de sus deficientes coberturas económicas, en vida y posvida.
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Tiempo atrás, mi tintero de plumafuentes se habría potenciado con mis excreciones lacrimales. Mis ojos siguen sobrehumedecidos.
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Adobe: Mezcla informe de barro bruto, yerbas y pedruscos que se hallaban en la misma parcela donde se erigiría la casa en cuestión. El barro provenía de la tierra con la que se construiría los 4 o más m3 del pozo séptico o del “excusado”, según el caso. Las yerbas procedían del desmonte de la misma parcela. Se les moldeaba en rústicos e improvisados cajones de 4 lados, sin tapas ni fondo. Luego de predisecados al sol, con suavidad casi afeminada, con ligeros movimientos se dejaban al descubierto para su completo secado y templado. Listos para ser arrumados en arquitectónicas presentaciones que sigo observando en las aladrilladas paredes carentes de revoque e infatuadas con sus vivos lacres tomados de la Naturaleza.
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Mi querida abuela Gracia nació y se formó con tanta fragilidad humana que, hasta donde recuerdo, lloró a mi Tía Carmen durante todos los días, más allá de los “novenarios”, más allá de los meses y funerales, más allá de los recordatorios y obituarios anuales. Ella pudo volver a la vida “normal” cuando, a manera de gracia divina, recibió el Alzheimer. Entonces volvió a reír con sus recuerdos más queridos, porque nunca, que yo supe, mencionó para nada los malos recuerdos que pudo archivar inconscientemente, pero que, al no al “refritarlos”, fueron liberados de su excelente memoria para dar paso a nuevas informaciones, a sus bellos recuerdos de su juventud temprana. Y mire que recuerdo todas o casi todas sus anécdotas del trabajo, de su casa, casa que ayudé a construir arreglando aquí, reparando allá, pintando, entechando, cepillando puertas, desoxidando las cantoras bisagras, haciendo de plomero, de carpintero, de jardinero, de sembrador, de criador y hasta de un poquito de radiotécnico y electricista: cables rotos, cuerdas radiales dislocadas, cosas así. Conocí desfasadamente a sus más íntimas, queridas coadolescentes y amiguitas; yo la acompañaba como lazarillo a las puertas de esas casas de la vecindad que para ella seguían tan vivas como sus recuerdos, y como muertas lo estaban para mí. Luego de llamar y preguntar por ellas, se conformaba pensando que habían salido, que volveríamos después. Una desagradable desavenencia familiar me impidió asistir y acompañarla en los últimos momentos de su vida, ni asistí a su entierro; no supe de ella durante varios años, quizás los de mayor necesidad para ambos. Afortunadamente, el divinizado Alzheimer la protegió de tan ingratos momentos.