El presidente Maduro ha ido adquiriendo talla de estadista en la medida en que la ofensiva enemiga le va engrandeciendo el tamaño del compromiso adquirido. Su fidelidad a las enseñanzas del maestro, junto al florecer de un acervo interior que entusiasma a sus camaradas y hace rabiar a la contra, se va traduciendo en políticas lúcidas y firmes que reaniman la emoción y la acción revolucionaria.
Claro, sabe que ha habido y hay fallas graves, y por eso, y por su fe en el pueblo, ha convocado el Congreso de la Patria y urgido el llamado a crítica y autocrítica en el espíritu de las erres chavistas, a captar el meollo y hacerlo con la honradez que define la condición de revolucionario.
Se trata, por supuesto, de identificar y elaborar sobre esa base los procedimientos, modos, mecanismos y requerimientos ideológicos, políticos, administrativos y organizativos necesarios para corregir y superar los entuertos, y con ello recobrar la marcha victoriosa de la revolución, rumbo a la realización de los principios fundamentales en los cuales descansa el socialismo del siglo XXI.
Una de las áreas donde el escalpelo crítico debe hurgar prioritariamente, según me parece, es la del Estado (con máxima atención en el Poder Ejecutivo, porque su acción es la de más directa incidencia popular), que en insoportable proporción se mantiene inficionado de clasismo, burocratismo, corrupción y ausencia de espíritu de servicio, y cuya transformación en un órgano genuinamente democrático y social de derecho y de justicia, constituido para servir y sujeto a la gestión, el control y la orientación del soberano, es un prerrequisito para el cabal triunfo revolucionario.
Todas y cada una de sus instancias han de ser revisadas en busca de transparencia, eficacia, eficiencia y fidelidad al pueblo y a sus objetivos históricos.
Tarea más ardua hoy con un Legislativo en manos disolventes, antinacionales.