Ignorancia Petrolera Y Neocolonialismo


La Dirección de la Revista Síntesis me ha solicitado un artículo sobre petróleo y cultura, oportunidad propicia para reiterar una posición sostenida por décadas sobre la promoción de la ignorancia en esta materia como instrumento de control del poder petrolero y el neocolonialismo.

Esa ignorancia petrolera no es una tara genética de los venezolanos, sino que ha sido el resultado de una metódica programación, que en un principio se fundó en las prácticas de las concesionarias petroleras norteamericanas e inglesas con sus instrumentos de difusión-desinformación y la implantación de valores y costumbres exóticas en los campos petroleros, los cuales se mantuvieron después de 1976, cuando, por los manes de una nacionalización diseñada por las propias compañías que serían “nacionalizadas” dejaron en manos de sus nativos de confianza el control gerencial de las operadoras que las sustituirían, quienes, a la postre, constituirían un centro generador de políticas antiestatales, desmantelador de logros de las políticas de orientación nacionalista conquistados en la era concesionaria y que propiciaría negocios favorables a sus antiguas casas matrices, en el propio seno de la empresa estatal.

De manera simultánea se inició en el país el proceso de borrar y silenciar la historia de las luchas de los sectores nacionales opuestos a la intensificación del neocolonialismo petrolero. Es larga la lista de protagonistas y relatores de estas luchas, pero podemos permitirnos citar a personalidades paradigmáticas, como Gumersindo Torres, Manuel Egaña, Juan Pablo Pérez Alfonzo, a cronistas como Harvey O’Connor, Edwin Lieuwen e investigadores críticos como Rodolfo Quintero, Salvador de La Plaza, Francisco Mieres, Armando Córdova, Orlando Araujo, Héctor Malavé Mata, Gastón Parra Luzardo.

En el conjunto de la obra de los autores citados se puede abrevar para encontrar las profundas raíces históricas del nacionalismo petrolero venezolano y su enfrentamiento permanente con las prácticas expoliadoras de las concesionarias extranjeras y sus acólitos criollos, quienes imbuidos de visiones privatistas y escudados en la lucha contra un supuesto estatismo exacerbado, promovieron por décadas la dejación de la soberanía nacional sobre su principal patrimonio natural.

Justamente, la confusión entre los términos gobierno, Estado y Nación, forman parte del arsenal discursivo de quienes postulan la primacía de la propiedad privada sobre la propiedad pública, la privatización como sinónimo de democratización liberal. Cuando condenan las políticas “estatistas” que maximizan los que el gobierno “pretende cogerse”, obvian el hecho de que ese gobierno y ese Estado son entes temporales que representan los derechos de la Nación eterna, es decir, el concepto que engloba a todos los venezolanos, vivos y por nacer, cuyo patrimonio debe ser administrado con criterios de máximo aprovechamiento presente y futuro.

Es contra esa visión de propiedad pública que se levantan quienes, enfrentados a la realidad legal y constitucional de que la empresa que administra los recursos de hidrocarburos del país, PDVSA, es una empresa estatal, pretenden otorgarle a la misma una autonomía conflictiva frente a su propietario, el Estado-Nación.

Como referíamos, estas pretensiones autonómicas se instalaron, dada el tipo de nacionalización pactado, desde 1976, en el corazón de la propia empresa estatal, donde se comenzaron a promover políticas contrarias a las que intentaban, por la vía tributaria y el control operativo, la maximización del ingreso nacional petrolero.

Es allí donde aparecen los “escenarios productores” enfrentados a los escenarios “rentistas”, ambos formulados por los planificadores de PDVSA en esos tiempos, quienes pretendieron demostrar la superioridad de la productividad empresarial con mentalidad competitiva capitalista, enfrentada a un retrógrado derecho tributario de origen feudal. Estos escenarios fueron el fundamento de la llamada “apertura petrolera”, mediante el cual se desmanteló gran parte del régimen fiscal aplicable a los hidrocarburos, eliminando el Valor Fiscal de Exportación, minimizando la regalía a un 1% y reduciendo la tasa del Impuesto Sobre la Renta aplicable de 67% a 34%. Todo ello, además de que se promovían políticas expansivas del volumen de producción, en contra de las políticas de defensa de los precios y se intentaba provocar el abandono de la OPEP. “Compensaremos la caída de los precios con más producción”, era la consigna.

 



Casi simultáneamente con las políticas aperturistas, el proceso esterilizador de la conciencia nacional en esta materia se intensificó a partir de 1989 con el Consenso de Washington y la promoción de la globalización y el mundo unipolar. El “fin de la historia” y el desprecio hacia las visiones “estructuralistas” condujo a la proscripción de materias universitarias demasiado fundadas en el análisis de las variables reales e históricas y alejadas de los modelos teóricos y su fundamentación matemática, tales como las que tratan temas económicos específicos, fiscales, monetarios, industriales, agrícolas, petroleros.

Hacemos mención, que en nuestro caso particular es reiterativa, de la eliminación de la enseñanza petrolera en las Facultades de Ciencias Económicas y de Estudios Jurídicos y Políticos, específicamente de las materias Economía y Política Petrolera y Minera y Legislación Petrolera, respectivamente. En Venezuela, desde 1989, ni los economistas, ni los abogados, reciben la educación petrolera esencial para un país donde el 96% de sus ingresos internacionales provienen de las exportaciones petroleras.

Lo anterior se junta a la minimización contemporánea de las investigaciones y estudios históricos y sociológicos sobre la formación social venezolana en los tiempos petroleros, vale decir, siglos XX y XXI. Aunque puede citarse un puñado de autores después del pionero Rodolfo Quintero, es muy escasa la difusión de estos textos fuera de los ámbitos académicos especializados.

Por el contrario, comienzan a proliferar reescrituras de nuestro pasado desde una perspectiva reduccionista, que pretende otorgar vigencia secular a los dogmas neoliberales. Algo parecido a lo que hacen las tiras cómicas de Trucutú y Pedro Picapiedras: las costumbres y valores de la clase media norteamericana eternizados en sentido inverso, hasta la edad de piedra.

Justamente, la petición de la Revista “Síntesis” que motiva este artículo se junta con la recepción por mi parte de la traducción al español de un trabajo que encaja en lo dicho: la pretensión de impunidad con la cual su autor, Brian McBeth 1, desdeña gran parte de lo escrito sobre la materia en las pasadas nueve décadas, se basa, precisamente, en la ignorancia petrolera generalizada.

Su visión de la historia petrolera venezolana se centra en una especie de enfrentamiento entre barbarie y civilización, compañías modernas capitalistas enfrentadas a un estado feudal con pretensiones rentistas, todo para justificar el tipo de nacionalización que fue impuesta por las concesionarias a Venezuela en 1976, con una empresa estatal dirigida por gerentes formados en sus propias Juntas Directivas, de mentalidad y cultura privatista, con pretensiones de autonomía frente a su propietaria, la Nación venezolana. De hecho, McBeth refiere estas circunstancias con las mismas palabras que otros hemos usado para denunciarlas, pero poniéndole el tono positivo, de algo que es el sentido “lógico”, según su particular percepción de ese proceso:

Aparte de este desliz que confiesa el verdadero propósito de la “internacionalización” McBeth entona un canto a la eficiencia de los planes aperturistas de PDVSA y demoniza las insólitas “pretensiones” estatales. En tono satírico, resumíamos esta ideología en nuestro libro “El Poder Petrolero y la Economía Venezolana” (CDCH UCV 1995):
En Venezuela no hay otra industria o actividad económica con magnitudes de ingreso, rentabilidad y rendimiento comparables a la petrolera. Por tanto, el mejor destino del ingreso petrolero es su masiva reinversión dentro del mismo sector para preservar y expandir su capacidad productiva. Seremos petroleros por centenares de años más, así lo indican las inmensas reservas que colocan al país en las "grandes ligas" del sector: PDVSA está clasificada como la tercera empresa petrolera del mundo. Y si añadimos las "reservas posibles" de la Faja somos el primer país petrolero del mundo. Por lo demás, esa es la mejor opción para el país como un todo, la que le ofrece reales ventajas comparativas y competitivas: es la actividad que genera más del 90 por ciento de las divisas que ingresan al país. Sin embargo, la voracidad fiscal, el rentismo parasitario, característico de un nacionalismo tercermundista ajeno a las realidades contemporáneas, amenaza la salud de la "gallina de los huevos de oro" y obstaculiza sus megaproyectos expansivos, obligándola a acudir al endeudamiento interno y externo. La empresa petrolera venezolana es pechada con la mayor tasa impositiva del mundo. [Obviando el hecho de que esa es la participación de su único accionista]… lo cierto es que ese ingreso fiscal petrolero se destina principalmente a alimentar el gasto corriente de una sociedad parasitaria e improductiva, perdiéndose todo efecto multiplicador.



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Carlos Mendoza Potellá

Economista. Investigador Petrolero. Docente. Blog: http://petroleovenezolano.blogspot.com

 cmendop@gmail.com      @cmendop

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