Es normal que la gente se debata entre el ser y el deber ser. Es una contradicción existencial que llevamos a cuestas toda la vida. Estoy de acuerdo con quienes piensan que la actual representación política en Venezuela, de todas las tendencias, está dominada por el pensamiento burocrático. Llegué a la Constituyente con una campaña en la que privilegié mi propuesta de eliminar la figura del alcalde y sustituirla por la de un Consejo Popular Municipal, que sería elegido por representantes designados como el resultado de una estructura piramidal que tuviera en su base las asambleas comunales sectoriales por parroquias. Se trataría de una combinación de representación con participación, consecuente con un concepto que planteé hace algunos años en un Congreso Mundial de Filosofía realizado en Maracaibo: tanta participación como sea posible, tanta representación como sea necesaria. Para mí esto es el deber ser y está en contradicción con el ser, es decir con lo que tenemos. Es claro que ningún problema estratégico de la Humanidad se resolverá si no se transforma el poder del Estado burgués en poder de un nuevo Estado donde los ciudadanos sean protagonistas de las decisiones cotidianas. Hasta ahora eso no ocurre en ninguna parte del mundo, aunque hay países donde la participación popular es más amplia, pero en ninguno la ideal.
Este asunto de lo “ideal” es peliagudo, sobre todo para alguien como yo que soy tan materialista que lo más cercano a mi pensamiento religioso es el budismo zen, para el cual Dios es el ser material que nos rodea y no una entidad fuera de él. Soy un fanático de la realidad, creo en la necesidad pero no en la superioridad de la teoría y tengo clara inclinación a considerar la diferencia entre lo que es y lo que debe ser. Hace tiempo que no soy un soñador, pues los sueños, sueños son. Mi dato fundamental para conducirme es la vigilia, el estar despierto. Soy imaginativo pero no vivo en la imaginación, me considero un materialista dialéctico. A veces pienso en lo absoluto pero lo considero fuera de mi comprensión racional. Soy relativista.
Toda esta perorata con aires filosóficos viene a cuento por cierto debate que se da, como es natural, en torno al tema de lo que yo he llamado el “Otro Diálogo” y que oficialmente se conoce como la Mesa de Diálogo Nacional. He leído más de una opinión que parece considerar que este intento está viciado desde el principio porque excluye la participación popular. Esto último tiene de cierto, sería una tontería negarlo. Ahora bien ¿es posible abordar los ingentes, reales y urgentes problemas que nos acosan y afrontar las soluciones, entre ellos el peligro de una guerra fratricida o de origen externo, por medio de asambleas populares? Haré dos ejercicios, uno matemático, otro político. Veamos.
Si las supuestas asambleas dialogantes fuesen realmente participativas, tardaríamos varias décadas en tomar decisiones. Tomemos solo los venezolanos y venezolanas mayores de 18 años, que según el registro electoral son ya más de 20 millones. Reunamos todos los días 20 asambleas con 100 participantes cada una para tratar un tema específico (¿cuándo carajo vamos a trabajar y a producir? pero ese es otro tema). Eso equivaldría a 2.000 personas debatiendo y decidiendo cada día. Si se reuniesen inclusive los domingos y feriados, si tuviésemos incluso asambleas de enratonados el 1° de enero y el 25 de diciembre, se habrían juntado en asambleas 730.000 personas en un año. Tardaríamos alrededor de 27 años en dilucidar un solo tema con la participación de todos. Pero vamos a lo otro: tengo toda la vida asistiendo a asambleas. Salvo raras excepciones, las asambleas suelen ser… ¡representativas! Solo unos pocos representan a toda la comunidad convocada, al menos que se trate de una tribu y no de las complejas sociedades modernas. Pero además, buena parte de las asambleas a las que he asistido en tantos años de actividad militante han sido manipuladas por representantes políticos de partidos o movimientos organizados (o sea, factores representativos). Si lo sabré yo, que manipulé más de una cuando era un líder universitario. La idea de que la participación popular se traduce en una democracia asamblearia es una de las cosas más infantiles e inútiles que uno puede escuchar.
La democracia participativa no la imagino como una eterna e ineficiente asamblea permanente, sino como la organización comunitaria para el trabajo productivo, primero que nada, y para el abordaje de los problemas específicos de cada comunidad. Esa es la idea que subyace en el concepto de la Comuna. Claro, lo ideal es que la forma de elegir representantes cambie radicalmente y que la representación se elija apelando en el principio a las asambleas de base. En realidad estamos muy lejos de eso ¿Vamos a esperar a que se realice lo ideal para afrontar lo real? Pues seguramente moriríamos en el intento. Por eso pienso que lo estratégico mora en el corazón y lo táctico en el cerebro: cabeza fría, corazón ardiente.
Sin duda los representantes políticos actuales en Venezuela no son una perita en dulce. Pero eso es lo que tenemos, con eso tenemos que afrontar nuestras urgencias, mientras seguimos luchando por que el tipo de representación política cambie. Los venezolanos queremos paz, al menos la abrumadora mayoría de nosotros, para ello no hay otra en este momento que apoyar el diálogo que han emprendido nuestros representantes políticos reales e imperfectos. En ese sentido, es la hora de las cabezas frías, un momento en que la representación, con relación al diálogo político, es la única posibilidad de eficiencia y resultados patentes, como es necesario. Yo y otros hemos propuesto que los acuerdos que alcance la Mesa de Dialogo Nacional sean sometidos a referéndum popular (lo cual implica que se conozcan y se debatan en algunas instancias de participación). Es claro para mí que la Revolución aún está por hacerse ¿Y mientras tanto, nos matamos entre todos, ahogados en el mar de la teoría? Lo digo con el corazón en llamas y el cerebro gélido.