Una epidemia es una enfermedad que se propaga en un territorio determinado, es un mal que se circunscribe a un país y no llega a ser pandemia porque no trasciende a otros países. Es cierto que a los graves problemas que padecemos los venezolanos como consecuencia de la crisis que venimos enfrentando desde hace unos cuantos años, se suma la pandemia que ocasiona la COVID-19, la cual ha terminado por invisibilizar el conjunto de epidemias y males que nos aquejan.
Es así como, en esta tragedia que estamos viviendo como país, existe un mal que tiene el don de la ubicuidad, aparentemente silencioso, que ha ido minando el estado de derecho y la percepción que tiene para el ciudadano común su relación con el Estado como garante de la seguridad ciudadana, nos referimos concretamente al papel que deben jugar los cuerpos de seguridad.
Esa epidemia que de forma generalizada viene corroyendo a la razón de ser de los cuerpos de seguridad del Estado, se llama corrupción y, para colmo de males, se ha venido beneficiando de la pandemia que ocasiona la enfermedad de la COVID-19, porque el control que sobre el territorio ejercen los "cuerpos de seguridad" como parte de la política instrumentada para contener la propagación del virus, lo han venido utilizado como un mecanismo para lograr lo que se llama "rebusque" con el cual pretenden complementar, los mermados ingresos monetarios que perciben, como la mayoría de los ciudadanos honestos de este país, por la responsabilidad que asumen como funcionarios públicos.
La corrupción como bien la define en su prefacio la Convención Contra la Corrupción de Naciones Unidas del año 2004 y de la que Venezuela es firmante:
"…es una plaga insidiosa que tiene un amplio espectro de consecuencias corrosivas para la sociedad. Socava la democracia y el estado de derecho, da pie a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, menoscaba la calidad de vida y permite el florecimiento de la delincuencia organizada, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana".
Seguidamente continúa:
"la corrupción afecta infinitamente a los más pobres porque desvía los fondos destinados al desarrollo… es un factor clave del bajo rendimiento y un obstáculo muy importante para el alivio de la pobreza y el desarrollo".
La corrupción tiene muchos rostros y viene actuando en diversos niveles del Estado. Para el venezolano común transitar frente a una alcabala de un "organismo de seguridad", significa pasar el trago amargo de sentirse culpable de cualquier infracción que le pudieran endilgar para justificar el cobro ilegal que acompaña al poder discrecional del cual es embestido el "agente de seguridad", por parte de un Estado, que para colmo de males, pervive en una anomia generalizada.
Y así, va transcurriendo la vida en una sociedad que de forma silente pero muy activa e indignada espera una oportunidad para ponerle coto a la conducta de un Estado caracterizado por un régimen político autoritario, que se sustenta en acciones represivas y de control parapoliciales, donde la corrupción generalizada se convierte en un tipo de "impuesto" que se ha instalado como un velo lóbrego que define las relaciones entre la sociedad y quienes ejercen funciones como "servidores públicos".
Pero también, este "impuesto" tiene implicaciones económicas negativas, en especial para los más pobres que son aproximadamente el 80% de la población venezolana. Los pagamos cuando adquirimos diariamente los bienes y servicios que necesitamos para vivir, puesto que este pago autoritario e ilegal que exigen los "agentes de seguridad" en su ejercicio del poder, forma parte de la formación de los precios, porque los comerciantes terminan incorporándolo en su estructura de costos, convirtiéndose en una de las variables que conforman el núcleo inflacionario que determina la variación de los precios de los bienes y servicios que se transan en el país.
Esta epidemia de la corrupción no parece tener fin. Es un mal que se ha instalado en casi todos los estamentos del Estado y se está convirtiendo en una cultura institucional aceptada y justificada por la crisis, ante el silencio y la venia cómplice de un gobierno que solo le interesa mantenerse en el poder, aunque ello implique convertir a Venezuela en un territorio sin ley.