Al miedo generlizado que signa al mundo contemporáneo (https://bit.ly/3QatCsV), se suman las desigualdades extremas tejidas desde el carácter excluyente y asimétrico del capitalismo y la instauración de una falaz cultura meritocrática donde quienes se asumen como los ganadores necesitan una justificación moral de su campaña triunfal. Quienes ganan lo logran porque exiten perdedores y éstos son tales porque resultan víctimas de la desigualdad. No basta con el trabajo diario y sacrificado, el telento, la aptitud y el esfuerzo constante, pues la vida de los individuos se hurde con relaciones de poder excluyentes, el apoyo y solidariad de terceras personas, el despojo del trabajo y de las cualidades de otros. El homo œconomicus –y su consustancial individualismo– impone la creencia de la autosuficiencia y el mito del yo como dispositivos ideológicos para encubrir las desigualdades. Pero ello, a su vez y en medio de esa fiebre de la obsesión por el éxito, se desdeña la ética de la compasión, el sentido de la gratitud, y la humildad. No menos importante es la indignación ante el "agravio moral". Sin estos cuatro condimentos tiende a diliuirse la centralidad del bien común y la consideración respecto al "otro". No es un asunto de mero moralismo monacal sino uno de carácter estratégico que dinamita el mismo sentido de la sociedad hasta amenazar con disulver sus lazos.
¿Éxito o fracaso? ¿Ganar o perder? ¿Satisfacción o insatisfacción? Son las tres principales dicotomías distorsionadas de la ilusión etnocéntrica del progreso en medio de un capitalismo rampante y rapaz que cifra a la compretencia y la eficiencia económica como el principal mantra. Los resultados: vanidad y soberbia para el ganador; impotencia, ira y resentimiento social para el perdedor sujeto a la exclusión y la humillación. Entonces se gesta una sociedad fragmentanda por esa lógica individualista de la meritocracia.
Es en la praxis política donde en mayor se presenta el impacto del extravío del sentido del bien común. Obnubilada por el individualismo hedonista y la racionalidad tecnocrática, la vida pública es socavada en su razón de ser y la misma dinámica del sistema de partidos en crisis y de la administración del aparato de Estado son absorbidas por la racionalidad empresarial y mercantilista del costo/beneficio. Atrapado el Estado en esas cadenas del instrumentalismo, perdió sentido como macroestructura institucional capaz de atender y solucionar los grandes problemas públicos y de otorgar a las colectividades un mínimo sentido de comunidad y de cohesión social. El Estado fue sustraído de la noción de destino común y compartido, y entonces la racionalidad tecnocrática entronizó la noción de que el destino del individuo está en sus propias manos y sujeto a sus designios. El bien común no remite más a un sentido de solidaridad, sino que se reduce a la satisfacción hedonista de los gustos y las preferencias de los consumidores. Entonces el ciudadano es suplantado por la voracidad insaciable del consumidor expuesto a la obsolescencia tecnológica programada y al deslumbramiento causado por las modas efímeras. La medición de todo ello se realiza a través del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB); de ahí su carácter técnico y la supeditación de la ciencia y la tecnología a ello.
Si el Estado es desvirtuado en sus objetivos, funciones e intervenciones, entonces el credo del mercado se impone como incuestionable y omnipresente. Para llegar a esta situación se apeló al fin de las ideologías o de las grandes narrativas, y entonces el discurso político fue vaciado de contenido y domesticado por el eficientismo, el aspiracionismo y el emprendedurismo. De ser un objetivo político, el combate de las desigualdades mutó en el mito del ascenso o movilidad social según los atributos y talentos individuales. Sin embargo, no impera la proclamada igualdad de oportunidades, sino que la properidad está en función de justo aquello que rompe con las posibilidades del bien común: la eficiencia económica movida por el mérito y el esfuerzo individuales, sujetos a recompensas, premios y castigos. Pero la creencia en la autosuficiencia del individuo conduce a la indolencia y a la indiferencia respecto al fracaso de los otros que supuestamente no se esfuerzan en demasía. Con ello se justifica la desigualdad y la estratificación social, pero no se repara en la falta de fortuna de los excluídos ni en las relaciones de poder que les conduce a ello. Se pretende igualar las oportunidades de salida, pero no las de llegada, pues todo es dejado en manos del esfuerzo y talento individuales, regidos por el falaz matra del mercado. Las personas no tienen lo que se merecen, sino que están sujetas en su posición y márgenes de maniobra a la desigualdad, a la exclusión y a la estratificación social. Ello pese a que las élites empresariales, intelectuales y políticas creen que lo que tienen es por merecimiento; de ahí que no sean capaces de sentir remordimiento, ni compasión, ni empatía por el excluido.
Tal vez ello explica el eco alcanzado por la llamada psicología positiva, pues se asume que la desigualdad no es fruto del sistema, sino de ese infortunio e incapacidad personal. Con ello se le resta poder a la capacidad de los movimientos sociales para desafiar los poderes establecidos.
Paralelamente a ello, si se instaura el miedo y el recelo al "otro", entonces se apuesta por la atomización social y el distanciamiento respecto al bien común. Adoptada una mirada maniqueista, existen "buenos y malos" y desde la sociedad de los extremos se diluye el sentido del bien común, al tiempo que entroniza la disputa y la rapaz rivalidad.
La exclusión social conduce a la angustia, desesperación, ira, resentimiento y depresión. Cuando la ideología de la democracia no ofrece respuestas a ello, entonces la cultura del descarte se impone al bien común y socava el sentido de dignidad en el individuo y en las colectividades. Como parte de las desigualdades, los estilos de vida se alejan y es erosionado el sentido de comunidad. Pero si quienes logran el éxito meritocrático a partir de su emprendedurismo asumiesen que lo suyo no es resultado de la suerte, el azar o el merecimiento, sino que están en deuda con quienes ellos consideran como fracasados, tal vez esto incida para comprender el sentido de comunidad y a desapegarse de un individualismo a ultranza que no solo socava al mismo individuo hundido en la ansiedad permanente generada por la falaz cultura del éxito, sino que hace que la misma noción de sociedad pierda sentido. Cambiar esas formas de relacionarnos supone también cambiar las formas en que construimos y adoptamos esa racionalidad depredadora que refuerza las estructuras de poder, riqueza y dominación.